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– De las dos paganitas de Chicais, madre -dijo Bonifacia-. Te estoy diciendo la verdad. ¿Tú no las viste llorar? ¿No viste cómo se abrazaban? Y tampoco comieron nada cuando la madre Griselda las llevó a la cocina, ¿no viste?

– No es culpa de ellas ponerse así -dijo la superiora-. No sabían que era por su bien que estaban aquí, creían que les íbamos a hacer daño. ¿No es así siempre hasta que se acostumbran? Ellas no sabían, pero tú sí sabías que era por su bien, Bonifacia.

– Pero a pesar de eso me daba pena -dijo Bonifacia-. Qué querías que hiciera, madre.

Bonifacia se arrodilla, ilumina los costales con el mechero y allí están: anudadas como dos anguilas. Una tiene la cabeza hundida en el pecho de la otra y ésta, de espaldas contra la pared, no puede esconder la cara cuando la luz invade su escondite, sólo cierra los ojos y gime. Ni las tijeras de la madre Griselda, ni el ardiente desinfectante rojizo han pasado todavía por allí. Vastas, oscuras, hirviendo de polvo, de pajitas, sin duda de liendres, las cabelleras llueven sobre sus espaldas y muslos desnudos, son diminutos basurales. Por entre las hebras sucias y mezcladas, al resplandor del mechero se precisan los miembros enclenques, jirones de piel mate, las costillas.

– Fue como de casualidad, madre, sin pensarlo -dijo Bonifacia-. No tenía la intención, ni se me había ocurrido siquiera, de veras.

– No se te ocurrió ni tenías la intención pero las hiciste escapar -dijo la superiora-. Y no sólo a esas dos, sino también a las otras. Lo habías planeado todo con ellas hace tiempo, ¿no es cierto?

– No, madre, te juro que no -dijo Bonifacia-. Fue anteanoche, cuando les traje la comida aquí, a la despensa. Me acuerdo y me asusto, me volví otra y yo creía que era por la pena, pero a lo mejor el diablo me tentaría como dices, madre.

– Eso no es una excusa -dijo la superiora-, no te escudes tanto en el diablo. Si te tentó fue porque te dejaste tentar. Qué quiere decir eso que te volviste otra.

Bajo los matorrales de cabellos, los pequeños cuerpos entreverados se han puesto a temblar, se contagian sus estremecimientos y ese castañeteo de dientes parece el de los asustadizos maquisapas cuando los enjaulan. Bonifacia mira hacia la puerta de la despensa, se inclina y, muy despacio, desentonadamente, persuasivamente, comienza a gruñir. Algo cambia en la atmósfera, como si una bocanada de aire puro refrescara de golpe la oscuridad de la despensa. Bajo los muladares, los cuerpos dejan de temblar, dos cabecitas inician un prudente, apenas perceptible movimiento y Bonifacia sigue graznando, crepitando suavemente.

– Se habían puesto nerviosas desde que las vieron -dijo Bonifacia-. Se secreteaban entre ellas y yo me acercaba y se ponían a hablar de otra cosa. Disimulando, madre, pero yo sabía que se decían cosas de las paganitas. ¿No te acuerdas cómo se pusieron en la capilla?

– ¿De qué se habían puesto nerviosas? -dijo la superiora-. ¿Acaso era la primera vez que veían llegar dos niñas a la misión?

– No sé por qué, madre -dijo Bonifacia-. Yo te cuento lo que pasaba, no sé por qué era así. Se recordarían de cuando ellas vinieron, seguro, de eso se hablarían.

– Qué pasó en la despensa con esas criaturas -dijo la superiora.

– Prométeme primero que no me vas a botar, madre -dijo Bonifacia-. Toda la noche he rezado para que no me botes. ¿Qué haría yo solita, madre? Voy a cambiar si me prometes. Y entonces te cuento todo.

– ¿Me pones condiciones para arrepentirte de tus faltas? -dijo la superiora-. Era lo único que faltaba. Y no sé por qué quieres quedarte en la misión. ¿No hiciste escapar a las niñas porque te daba pena que estuvieran aquí? Más bien deberías estar feliz de marcharte.

Bonifacia les acerca el plato de latón y ellas no tiemblan, están inmóviles y la respiración levanta sus pechos a un ritmo idéntico y pausado. Bonifacia pone el plato a la altura de la chiquilla sentada. Gruñe siempre, a medio tono, familiarmente y, de pronto, la cabecita se yergue, tras la cascada de cabellos surgen dos luces breves, dos pececillos que van de los ojos de Bonifacia al plato de latón. Un brazo emerge y se extiende con infinita cautela, una mano medrosa se delinca a la luz del mechero, dos dedos sucios asen un plátano, lo sepultan bajo la floresta.

– Pero yo no soy como ellas, madre -dijo Bonifacia-. La madre Angélica y tú me dicen siempre ya saliste de la oscuridad, ya eres civilizada. Dónde voy a ir, madre, no quiero ser otra vez pagana. La Virgen era buena ¿cierto?, todo lo perdonaba ¿cierto? Ten compasión, madre, sé buena, para mí tú eres como la Virgen.

– A mí no me compras con zalamerías, yo no soy la madre Angélica -dijo la superiora-. Si te sientes civilizada y cristiana ¿por qué hiciste escapar a las niñas? Cómo no te importó que ellas vuelvan a ser paganas.

– Pero si las van a encontrar, madre -dijo Bonifacia-. Ya verás cómo los guardias las traen de nuevo. De ellas no me eches la culpa, se salieron al patio y quisieron irse, yo ni me daba bien cuenta de las cosas, madre, créeme que me había vuelto otra.

– Te habías vuelto loca -dijo la superiora-. O idiota, para no darte cuenta que se salían en tus narices.

– Peor qué eso, madre, una pagana igualita que las de Chicais -dijo Bonifacia-. Ahora pienso y me asusto, tienes que rezar por mí, quiero arrepentirme, madre.

La chiquilla mastica sin apartar la mano de la boca y va añadiéndose pedacitos de plátano frito a medida que traga. Ha apartado sus cabellos, que ahora enmarcan su rostro en dos bandas y, al masticar el pendiente de su nariz oscila, apenas. Sus ojos espían a Bonifacia y, de repente, su otra mano atrapa la cabellera de la chiquilla acurrucada contra su pecho. Su mano libre va hacia el plato de latón, captura un plátano y la cabecita oculta, obligada por la mano que empuña sus cabellos, gira: ésta no tiene horadada la nariz, sus párpados son dos pequeñas bolsas irritadas. La mano desciende, coloca el plátano junto a los labios cerrados que se fruncen todavía más, desconfiados, obstinados.

– ¿Y por qué no viniste a avisarme? -dijo la superiora-. Te escondiste en la capilla porque sabías que habías hecho mal.

– Tenía susto pero no de ti sino de mí, madre -dijo Bonifacia-. Me parecía una pesadilla cuando ya no las vi más y por eso entré a la capilla. Decía no es cierto, no se han ido, no ha pasado nada, me he soñado. Dime que no me vas a botar, madre.

– Te has botado tú misma -dijo la superiora-. Contigo hemos hecho lo que con ninguna, Bonifacia. Te hubieras quedado toda la vida en la misión. Pero ahora que vuelvan las niñas, no pueden verte aquí. Yo también lo siento, a pesar de lo mal que te has portado. Y sé que a la madre Angélica le va a dar mucha pena. Pero, por la misión es necesario que te vayas.

– Déjame como sirvienta nomás, madre -dijo Bonifacia-. Ya no cuidaré a las pupilas. Sólo barreré y llevaré las basuras y la ayudaré a la madre Griselda en la cocina. Te ruego, madre.

La que está tendida se resiste: tensa, los ojos cerrados, se muerde los labios, pero los dedos de la otra escarban implacables, porfían contra esa boca empecinada. Las dos transpiran con el forcejeo, tienen matitas de pelo adheridas a la piel brillante. Y, de repente, se abren: veloces, los dedos introducen en la boca abierta los restos casi disueltos del plátano y la chiquilla comienza a masticar. Con el plátano, han ingresado a su boca unas puntas de cabellos. Bonifacia se lo indica a la del pendiente con un gesto y ella eleva la mano otra vez, sus dedos cogen los cabellos atrapados y delicadamente los retiran. La chiquilla tendida traga ahora, una bolita sube y baja por su garganta. Segundos después, abre la boca de nuevo y queda así, con los ojos cerrados, esperando. Bonifacia y la del pendiente se miran a la claridad aceitosa del mechero. A un mismo tiempo, se sonríen.

– ¿Ya no quieres más? -dijo Aquilino-. Tienes que alimentarte un poco, hombre, no puedes vivir del aire.

– Me acuerdo de esa puta todo el tiempo -dijo Fushía-. Es tu culpa, Aquilino, hace dos noches que me la paso viéndola y oyéndola. Pero como era de muchacha, cuando la conocí.

– ¿Cómo la conociste, Fushía? -dijo Aquilino-. ¿Fue mucho después que nos separamos?

– Hace un año, doctor Portillo, más o menos -dijo la mujer-. Entonces vivíamos en Belén y con la llena el agua se nos entraba a la casa.

– Sí, claro, señora -dijo el doctor Portillo-. Pero hábleme del japonés, ¿quiere?

Justamente, el río se había salido, el barrio de Belén parecía un mar y el japonés pasaba todos los sábados frente a la casa, doctor Portillo. Y ella quién será, y qué raro que siendo tan bien vestido venga él mismo a embarcar su mercadería y no tenga quien se ocupe. Ésa había sido la mejor época, viejo. Comenzaba a ganar plata en Iquitos, trabajando para el perro de Reátegui, y un día una muchachita no podía cruzar la calle con el agua y él pagó a un cargador para que la cruzara y la madre salió a agradecerle: una alcahueta terrible, Aquilino.

– Y siempre se paraba a conversar con nosotras, doctor Portillo -dijo la mujer-. Antes de ir al embarcadero, o después, y todas las veces muy amable.

– ¿Ya sabía usted en qué negocio andaba? -dijo el doctor Portillo.

– Parecía muy decente y muy elegante a pesar de su raza -dijo la mujer-. Nos traía regalitos, doctor. Ropa, zapatos y una vez hasta un canario.

– Para esa patacala de su hija, señora -dijo Fushía-. Para que la despierte cantando.

Se entendían a las mil maravillas, aunque sin darse por entendidos, viejo; la alcahueta sabía lo que él quería y él sabía que la alcahueta quería plata, y Aquilino ¿y la Lalita?, qué decía ella de todo eso.

– Ya tenía sus pelos larguísimos -dijo Fushía-. Y entonces su cara era limpia, ni un granito siquiera. Qué bonita era, Aquilino.