Esa mañana don Anselmo apareció en la plaza de Armas, sonriente y locuaz, a la hora de costumbre. Se le notaba muy alegre, a todos los transeúntes que cruzaban frente a la terraza les proponía brindis. Una incontenible necesidad de bromear lo poseía; su boca expulsaba, una tras otra, historias de doble sentido que Jacinto, el mozo de La Estrella del Norte, celebraba torciéndose de risa. Y las carcajadas de don Anselmo retumbaban en la plaza. La noticia de su excursión nocturna había circulado ya por todas partes y los piuranos lo acosaban a preguntas: él respondía con burlas y dichos ambiguos.
El relato de Carlos Rojas intrigó a la ciudad y fue tema de conversación durante días. Algunos curiosos llegaron hasta don Melchor Espinoza en busca de informaciones. El viejo agricultor no sabía nada. Y, además, no haría ninguna pregunta a su alojado, porque no era impertinente ni chismoso. Él había encontrado su caballo desensillado y limpio. No quería saber más, que se fueran y lo dejaran tranquilo.
Cuando la gente dejaba de hablar de aquella excursión, sobrevino una noticia más sorprendente. Don Anselmo había comprado a la Municipalidad un terreno situado al otro lado del Viejo Puente, más allá de los últimos ranchos de Castilla, en pleno arenal, por allí donde el lanchero lo había visto esa madrugada brincando. No era extraño que el forastero, si había decidido radicarse en Piura, quisiera construirse una casa. Pero ¡en el desierto!
La arena devoraría aquella mansión en poco tiempo, se la tragaría como a los viejos árboles podridos o a los gallinazos muertos. El arenal es inestable, blanduzco. Los médanos cambian de paradero cada noche, el viento los crea, aniquila y moviliza a su capricho, los disminuye y los agranda. Aparecen amenazantes y múltiples, cercan a Piura como una muralla, blanca al amanecer, roja en el crepúsculo, parada en las noches, y, al día siguiente, han huido y se los ve, dispersos, lejanos, como una rala erupción en la piel del desierto. En los atardeceres, don Anselmo se hallaría incomunicado y a merced del polvo. Efusivos, numerosos, los vecinos trataron de impedir esa locura, abundaron en argumentos para disuadirlo. Que adquiriera un terreno en la ciudad, que no fuera terco. Pero don Anselmo desdeñaba todos los consejos y replicaba con frases que parecían enigmas.
La lancha con soldados llega a eso del mediodía, quiere atracar de punta y no de lado como manda la razón, el agua la lleva y la trae, jefes, aguántense: Adrián Nieves los iba a ayudar. Se echa al agua, coge la tangana, arrima la lancha a la orilla y los soldados, sin decirle gracias ni por qué, le echan lazo, lo dejan atado y corren al pueblo. Tarde, jefes, casi todos los cristianos han tenido tiempo de escapar al monte, sólo atrapan a media docena y cuando llegan a la guarnición de Borja el capitán Quiroga se enoja, ¿cómo se les ocurrió llevar a un inválido?, y a Vilano lárgate, cojo, no sirves para el Ejército. La instrucción comienza a la mañana siguiente: los levantan tempranito, los rapan, les dan pantalones y camisas caquis y unos zapatones que aprietan los pies. Después, el capitán Quiroga les habla sobre la Patria y los divide en grupos. A él y a otros once se los lleva un cabo y los entrena: cuadrarse, saludar, marchar, arrojarse, pararse, atención carajo, descanso carajo. Y así todos los días y no hay manera de huir, la vigilancia es estricta, de todo llueven patadas y el capitán Quiroga no hay desertor que no caiga y entonces el servicio es doble. Y una mañana viene el cabo Roberto Delgado, un paso adelante el recluta que era práctico y Adrián Nieves a sus órdenes, mi cabo, él era. ¿Conocía bien la región, río arriba? y él como esta mano, mi cabo, río arriba y también río abajo y entonces que se preparara que se iban a Bagua. Y él llegó el momento Adrián Nieves, ahora o nunca. Parten a la mañana siguiente, ellos, la lanchita, y un sirviente aguaruna de la guarnición. El río anda crecido y van despacio, sorteando bancos de arena, gramalotes, troncos como muñones que les salen al encuentro. El cabo Roberto Delgado viaja contento, habla y habla, llegó un teniente costeño que quiso conocer el pongo, ellos es peligroso, mi teniente, ha llovido mucho, pero él quiso, y fue y la lancha se volcó y se ahogaron todos y el cabo Delgado se salvó porque se inventó una terciana para no ir, habla y habla. El sirviente no abría la boca, mi cabo, ¿el capitán Quiroga era selvático?, Adrián Nieves era el que le conversaba. Qué iba a ser, hace dos meses habían ido en misión por el Santiago y al capitán los zancudos le hincharon las piernas. Las tenía rojas, llenas de granos, las llevaba metidas en el agua y el cabo lo asustaba: cuidado con las yacumamas, cuidado lo dejen mocho, mi capitán, esas boas vienen que no se las siente, sacan la trompa y se tragan una pierna de un bocado.
Y el capitán que vinieran y se las comieran. Tanto ardor le había quitado el gusto a la vida, sólo el agua lo calmaba, carajo, qué maldita era su estrella, mierda. Y el cabo las piernas le estaban sangrando, mi capitán, la sangre llama a las pirañas ¿y si le sacaban unas cuantas lonjas? Pero el capitán Quiroga se calentó, concha de tu madre, basta de meterme miedo, y al cabo le daba asco verlas: gordas, llenas de costras, con el roce de cada ramita se le abrían y chorreaba agüita blanca. Y Adrián Nieves por eso no vinieron las pirañas, mi cabo, se la olían que si le chupaban las piernas morían envenenadas. El sirviente va callado, de puntero, midiendo el fondo con la tangana y dos días más tarde llegan a Urakusa: ni un aguaruna, todos se han metido al bosque. Se habían llevado hasta los perros, qué sabidos. El cabo Roberto Delgado está en el centro del claro, la boca abierta de par en par, ¡urakusas!, ¡urakusas!, su dentadura es de caballo, fuerte, muy blanca, ¿no tienen fama de machos?, el sol del crepúsculo la triza en radios azules, ¡vengan maricones, vuelvan! Pero para el sirviente no machos, mi cabo, cristianos asustando y el cabo que le registraran las cabañas, le hacían un paquetito con lo que hubiera de comible, ponible o vendible, ahora mismito y volando. Adrián Nieves no le aconsejaba, mi cabo, los habían de estar viendo y si les robaban se les echarían encima y ellos eran tres nomás. Pero el cabo no quería consejos de nadie, miéchica, ¿le habían preguntado algo?, y a ver que se les echaran, se cargaba a los urakusas sin necesidad de pistola, a sopapo limpio y se sienta en el suelo, cruza las piernas, prende un cigarrillo. Ellos van hacia las cabañas, vuelven y el cabo Roberto Delgado duerme pacíficamente, el pucho se consume en la tierra rodeado de hormigas curiosas.