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Adrián Nieves y el sirviente comen yucas, bagres, fuman y cuando el cabo despierta se arrastra hasta ellos y bebe de la cantimplora. Luego examina el atado: un cuerito de lagarto, basura, collares de mostacilla y de conchas, ¿era todo lo que había?, platos de greda, brazaletes, ¿y lo que él le prometió al capitán?, tobilleras, diademas, ¿ni siquiera un poco de resina matabichos?, un cesto de chambira y una calabaza llena de masato, pura basura. Escarba el atado con el pie y quería saber si habían visto a alguien mientras él dormía. No, mi cabo, a nadie. Éste creía que andaban cerca y el sirviente apunta con el dedo al monte pero al cabo le importa un pito: dormirían en Urakusa y seguirían mañana temprano. Refunfuña todavía, ¿qué era eso de esconderse como si ellos fueran apestados?, se pone de pie, orina, se quita las polainas y va hacia una cabaña, ellos lo siguen. No hace calor, la noche es húmeda y rumorosa, una brisa lenta trae hasta el claro olor a plantas podridas y el sirviente yéndose, mi cabo, jodido aquí, diciendo, no quedando, no gustando y Adrián Nieves se encoge de hombros: a quién le iba a gustar, pero que no se cansara, el cabo no lo oía, ya estaba durmiendo.

– ¿Cómo te fue por allá? -dijo Josefino-. Cuenta, Lituma.

– Cómo me iba a ir, coleguita -dijo Lituma, los ojillos sorprendidos-. Muy mal.

– ¿Te pegaban, primo? -dijo José-. ¿Te tenían a pan y agua?

– Nada de eso, me trataban bien. El cabo Cárdenas me hacía dar más comida que a cualquiera. Fue subordinado mío en la selva, un zambo buena gente, le decíamos el Oscuro. Pero era una vida triste, de todas maneras.

El Mono tenía un cigarrillo en las manos y, de pronto, le sacó la lengua y le guiñó un ojo. Sonreía, desinteresado de los demás, y ensayaba muecas que abrían hoyuelos en sus mejillas y arrugas en su frente. A ratos, se aplaudía él mismo.

– Me admiraban un poco -dijo Lituma-, decían «tienes huevos de chivato, cholo».

– Tenían razón, primo, claro que sí, quién va a dudarlo.

– Todo Piura hablaba de ti, colega -dijo Josefino-. Los churres, la gente grande. Mucho tiempo después que te fuiste seguían discutiendo sobre ti.

– ¿Que me fui? -dijo Lituma-. No me fui por mi gusto.

– Nosotros tenemos los periódicos -dijo José-. Ya verás, primo. En El Tiempo te insultaron mucho, te llamaban maleante, pero en Ecos y Noticias y en La Industria siquiera te reconocían como valiente.

– Fuiste machazo, colega -dijo Josefino-. Los mangaches se sentían orgullosos.

– ¿Y de qué me ha servido? -Lituma se encogió de hombros, escupió y pisoteó la saliva-. Además, fue cosa de borrachera. En seco, no me atrevía.

– Aquí en la Mangachería todos somos urristas -dijo el Mono, poniéndose de pie de un salto-. Fanáticos del general Sánchez Cerro hasta el fondo del alma.

Fue ante el recorte de periódico, hizo un saludo militar y volvió a la estera, riéndose a carcajadas.

– El Mono ya está zampado -dijo Lituma-. Vámonos donde la Chunga antes de que se nos duerma.

– Tenemos algo que contarte, colega -dijo Josefino.

– El año pasado se vino a vivir aquí un aprista, Lituma -dijo el Mono-. Uno de estos que mataron al general. ¡Me da una cólera!

– En Lima conocí muchos apristas -dijo Lituma-. También los tenían encerrados. Rajaban de Sánchez Cerro a su gusto, decían que fue un tirano. ¿Algo que contarme, colega?

– ¿Y tú permitías que rajaran en tu delante de ese gran mangache? -dijo José.

– Piurano, pero no mangache -dijo Josefino-. Ésa es otra de las invenciones de ustedes. Seguro que Sánchez Cerro nunca pisó este barrio.

– ¿Qué tenías que contarme? -dijo Lituma-. Habla, hombre, me has dado curiosidad.

– No era uno, sino toda una familia, primo -dijo el Mono-. Se hicieron una casa cerca de donde vivía Patrocinio Naya, y pusieron una bandera aprista en la puerta. ¿Te das cuenta qué concha?

– De Bonifacia, Lituma -dijo Josefino-. En tu cara se ve que quieres saber. ¿Por qué no nos has preguntado, inconquistable? ¿Tenías vergüenza? Pero si somos hermanos, Lituma.

– Eso sí, los pusimos en su sitio -dijo el Mono-, les hicimos la vida imposible. Tuvieron que irse pitando como trenes.

– Nunca es tarde para preguntar -dijo Lituma; se enderezó un poco, apoyó las manos en el suelo y quedó inmóvil. Hablaba con mucha calma-: No me escribió ni una sola carta. ¿Qué ha sido de ella?

– Dicen que el Joven Alejandro era aprista de chico -dijo José, rápidamente-. Que una vez que llegó Haya de la Torre, desfiló con un cartel que decía «maestro, la juventud te aclama».

– Calumnias, el joven es un gran tipo, una de las glorias de la Mangachería -dijo el Mono, con voz floja.

– Cállense, ¿no ven que estamos hablando? -Lituma dio una palmada en el suelo y se elevó una nubecilla de polvo. El Mono dejó de sonreír, José había bajado la cabeza y Josefino, muy tieso y con los brazos cruzados, pestañeaba sin tregua.

– Qué pasó, colega -dijo Lituma, con suavidad casi afectuosa-. Yo no había preguntado nada y tú me jalaste la lengua. Sigue ahora, no te quedes mudo.

– Algunas cosas arden más que el cañazo, Lituma -dijo Josefino, a media voz.

Lituma lo contuvo con un gesto:

– Voy a abrir otra botella, entonces -ni su voz ni sus ademanes revelaban turbación alguna, pero su piel había comenzado a transpirar y respiraba hondo-. El alcohol ayuda a recibir las malas noticias, ¿no es cierto?

Abrió la botella de un mordisco y llenó las copas. Apuró la suya de un trago, sus ojos se enrojecieron y mojaron, y el Mono, que bebía a sorbitos, los ojos cerrados, todo el rostro contraído en una mueca, de pronto se atoró. Comenzó a toser y a golpearse el pecho con la mano abierta.

– Este Mono siempre tan maleta -murmuró Lituma-. A ver, colega, estoy esperando.

– El pisco es el único trago que vuelve al mundo por los ojos -canturreó el Mono-. Los otros con el pipí.

– Se ha hecho puta, hermano -dijo Josefino-. Está en la Casa Verde.

El Mono tuvo otro acceso de tos, su copa rodó al IV suelo y en la tierra una manchita húmeda se encogió, desapareció.

– Sus dientes les sonaban, madre -dijo Bonifacia-, les hablé pagano para quitarles el miedo. Tú hubieras visto qué parecían.

– ¿Por qué nunca nos dijiste que hablabas aguaruna, Bonifacia? -dijo la superiora.

– ¿No ves cómo de todo las madres dicen ya te salió el salvaje? -dijo Bonifacia-. ¿No ves cómo dicen ya estás comiendo con las manos, pagana? Me daba vergüenza, madre.

Las trae de la mano desde la despensa y, en el umbral de su angosta habitación, les indica que esperen. Ellas se juntan, se hacen un ovillo contra la pared. Bonifacia entra, enciende el mechero, abre el baúl, lo registra, saca el viejo manojo de llaves y sale. Vuelve a coger a las chiquillas de la mano.

– ¿Cierto que al pagano lo subieron a la capirona? -dijo Bonifacia-. ¿Que le cortaron el pelo y se quedó con la cabeza blanca?

– Pareces loca -dijo la madre Angélica-, de repente sales con cada cosa.

Pero ella sabía, mamita: lo trajeron los soldados en un bote, lo amarraron al árbol de la bandera, las pupilas se subían al techo de la residencia para mirar y la madre Angélica les daba azotes. ¿Seguían con esa historia las bandidas? ¿Cuándo se la contaron a Bonifacia?

– Me la contó un pajarito amarillo que se entró volando -dijo Bonifacia-. ¿De veras le cortaron su pelo? ¿Como a las paganitas la madre Griselda?

– Se lo cortaron los soldados, tonta -dijo la madre Angélica-. No se puede comparar. La madre Griselda se los corta a las niñas para que ya no les pique. A él fue en castigo.

– ¿Y qué había hecho el pagano, mamita? -dijo Bonifacia.

– Maldades, cosas feas -dijo la madre Angélica-. Había pecado.

Bonifacia y las chiquillas salen en puntas de pie. El patio está partido en dos: la luna alumbra la fachada triangular de la capilla y la chimenea de la cocina; el otro sector de la misión es una aglomeración de sombras húmedas. El muro de ladrillos se recorta, impreciso, bajo la arcada opaca de lianas y de ramas. La residencia de las madres ha desaparecido en la noche.

– Tienes una manera muy injusta de ver las cosas -dijo la superiora-. A las madres les importa tu alma, no el color de tu piel ni el idioma que hablas. Eres ingrata, Bonifacia. La madre Angélica no ha hecho otra cosa que mimarte desde que llegaste a la misión.

– Ya sé, madre, por eso te pido que reces por mí -dijo Bonifacia-. Es que esa noche me volví salvaje, vas a ver qué horrible.

– Deja de llorar de una vez -dijo la superiora-. Ya sé que te volviste una salvaje. Yo quiero saber qué hiciste.

Las suelta, les indica silencio con un gesto y echa a correr, siempre de puntillas. Al principio les saca cierta ventaja, pero a medio patio las dos chiquillas corren a su lado. Llegan juntas ante la puerta clausurada. Bonifacia

se inclina, prueba las gruesas, enmohecidas llaves del manojo, una tras otra. La cerradura chirría, la madera está mojada y suena a hueco cuando ellas la golpean con la mano abierta, pero la puerta no se abre. La respiración de las tres es anhelante.