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Brotaron las sospechas. De casa en casa, de salón en salón cuchicheaban las beatas, las señoras miraban a sus maridos con desconfianza, los vecinos cambiaban sonrisas maliciosas y, un domingo, en la misa de doce, el padre García afirmó desde el púlpito: «Se prepara una agresión contra la moral en esta ciudad». Los piuranos asaltaban a don Anselmo en la calle, le exigían hablar. Pero era inúticlass="underline" «Es un secreto», les decía, regocijado como un colegial; «un poco de paciencia ya sabrán». Indiferente al revuelo de los barrios, seguía viniendo en las mañanas a La Estrella del Norte, y bebía, bromeaba y distribuía brindis y piropos a las mujeres que cruzaban la plaza. En las tardes se encerraba en la Casa Verde, a donde se había trasladado después de regalar a don Melchor Espinoza un cajón de botellas de pisco y una montura de cuero repujado.

Poco después, don Anselmo partió. En un caballo negro, que acababa de comprar, abandonó la ciudad como había llegado, una mañana al alba, sin que nadie lo viera, con rumbo desconocido.

Se ha hablado tanto en Piura sobre la primitiva Casa Verde, esa vivienda matriz, que ya nadie sabe con exactitud cómo era realmente, ni los auténticos pormenores de su historia. Los supervivientes de la época, muy pocos, se embrollan y contradicen, han acabado por confundir lo que vieron y oyeron con sus propios embustes. Y los intérpretes están ya tan decrépitos, y es tan obstinado su mutismo, que de nada serviría interrogarlos. En todo caso, la originaria Casa Verde ya no existe. Hasta hace algunos años, en el paraje donde fue levantada -la extensión de desierto limitado por Castilla y Catacaos- se encontraban pedazos de madera y objetos domésticos carbonizados, pero el desierto, y la carretera que construyeron, y las chacras que surgieron por el contorno, acabaron por borrar todos esos restos y ahora no hay piurano capaz de precisar en qué sector del arenal amarillento se irguió, con sus luces, su música, sus risas, y ese resplandor diurno de sus paredes que, a la distancia y en las noches, la convertía en un cuadrado, fosforescente reptil. En las historias mangaches se dice que existió en las proximidades de la otra orilla del viejo puente, que era muy grande, la mayor de las construcciones de entonces, y que había tantas lámparas de colores suspendidas en sus ventanas, que su luz hería la vista, teñía la arena del rededor y hasta alumbraba el puente. Pero su virtud principal era la música que, puntualmente, rompía en su interior al comenzar la tarde, duraba toda la noche y se oía hasta en la misma catedral. Don Anselmo, dicen, recorría incansable las chicherías de los barrios, y aun las de pueblos vecinos, en busca de artistas, y de todas partes traía guitarristas, tocadores de cajón, rascadores de quijada, flautistas, maestros del bombo y la corneta. Pero nunca arpistas, pues él tocaba ese instrumento y su arpa presidía, inconfundible, la música de la Casa Verde.

– Era como si el aire se hubiera envenenado -decían las viejas del Malecón-.La música entraba por todas partes, aunque cerráramos puertas y ventanas, y la oíamos mientras comíamos, mientras rezábamos y mientras dormíamos.

– Y había que ver las caras de los hombres al oírla -decían las beatas ahogadas en velos-. Y había que ver cómo los arrancaba del hogar, y los sacaba a la calle y los empujaba hacia el Viejo Puente.

– Y de nada servía rezar -decían las madres, las esposas, las novias-, de nada nuestros llantos, nuestras súplicas, ni los sermones de los padres, ni las novenas, ni siquiera los trisagios.

– Tenemos el infierno a las puertas -tronaba el padre García-, cualquiera lo vería pero ustedes están ciegos. Piura es Sodoma y es Gomorra.

– Quizá sea verdad que la Casa Verde trajo la mala suerte -decían los viejos, relamiéndose-. Pero cómo se disfrutaba en la maldita.

A las pocas semanas de regresar a Piura don Anselmo con la caravana de habitantas, la Casa Verde había impuesto su dominio. Al principio, sus visitantes salían de la ciudad a ocultas; esperaban la oscuridad, discretamente cruzaban el Viejo Puente y se sumergían en el arenal. Luego, las incursiones aumentaron y a los jóvenes, cada vez más imprudentes, ya no les importó ser reconocidos por las señoras apostadas tras las celosías del Malecón. En ranchos y salones, en las haciendas, no se hablaba de otra cosa. Los púlpitos multiplicaban advertencias y exhortos, el padre García estigmatizaba la licencia con citas bíblicas. Un Comité de Obras Pías y Buenas Costumbres fue creado y las damas que lo componían visitaron al prefecto y al alcalde. Las autoridades asentían, cabizbajas: cierto, ellas tenían razón, la Casa Verde era una afrenta a Piura, pero ¿qué hacer? Las leyes dictadas en esa podrida capital que es Lima amparaban a don Anselmo, la existencia de la Casa Verde no contradecía la Constitución ni era penada por el Código. Las damas quitaron el saludo a las autoridades, les cerraron sus salones. Entre tanto, los adolescentes, los hombres y hasta los pacíficos ancianos se precipitaban en bandadas hacia el bullicioso y luciente edificio.

Cayeron los piuranos más sobrios, los más trabajadores y rectos. En la ciudad, antes tan silenciosa, se instalaron como pesadillas el ruido, el movimiento nocturnos. Al alba, cuando el arpa y las guitarras de la Casa Verde callaban, un ritmo indisciplinado y múltiple se elevaba al cielo desde la ciudad: los que regresaban, solos o en grupos, recorrían las calles riendo a carcajadas y cantando. Los hombres lucían el desvelo en los rostros averiados por la mordedura de la arena y en La Estrella del Norte referían estrambóticas anécdotas que corrían de boca en boca y repetían los menores.

– Ya ven, ya ven -decía, trémulo, el padre García-, sólo falta que llueva fuego sobre Piura todos los males del mundo nos están cayendo encima.

Porque es cierto que todo esto coincidió con desgracias. El primer año, el río Piura creció y siguió creciendo, despedazó las defensas de las chacras, muchos sembríos del valle se inundaron, algunas bestias perecieron ahogadas y la humedad tiñó anchos sectores del desierto de Sechura: los hombres maldecían, los niños hacían castillos con la arena contaminada. El segundo año, como en represalia contra las injurias que le lanzaron los dueños de tierras anegadas, el río no entró. El cauce del Piura se cubrió de hierbas y abrojos que murieron poco después de nacer y quedó sólo una larga hendidura llagada: los cañaverales se secaron, el algodón brotó prematuramente. Al tercer año, las plagas diezmaron las cosechas.

– Éstos son los desastres del pecado -rugía el padre García-. Todavía hay tiempo, el enemigo está en sus venas, mátenlo con oraciones.

Los brujos de los ranchos rociaban los sembradíos con sangre de cabritos tiernos, se revolcaban sobre los surcos, proferían conjuros para atraer el agua y ahuyentar los insectos.

– Dios mío, Dios mío -se lamentaba el padre García-. Hay hambre y hay miseria y en vez de escarmentar, pecan y pecan.

Porque ni la inundación, ni la sequía, ni las plagas detuvieron la gloria creciente de la Casa Verde.

El aspecto de la ciudad cambió. Esas tranquilas calles provincianas se poblaron de forasteros que, los fines de semana, viajaban a Piura desde Sullana, Palta, Huancabamba y aun Tumbes y Chiclayo, seducidos por la leyenda de la Casa Verde que se había propagado a través del desierto. Pasaban la noche en ella y, cuando venían a la ciudad, se mostraban soeces y descomedidos, paseaban su borrachera por las calles como una proeza. Los vecinos los odiaban y a veces surgían riñas, no de noche y en el escenario de los desafíos, la pampita que está bajo el puente, sino a plena luz y en la plaza de Armas, en la avenida Grau y en cualquier parte. Estallaron peleas colectivas. Las calles se volvieron peligrosas.

Cuando, pese a la prohibición de las autoridades, alguna de las habitantas se aventuraba por la ciudad, las señoras arrastraban a sus hijas al interior del hogar y corrían las cortinas. El padre García salía al encuentro de la intrusa, desencajado; los vecinos debían sujetarlo para impedir una agresión.

El primer año, el local albergó a cuatro habitantas solamente, pero al año siguiente, cuando aquéllas partieron, don Anselmo viajó y regresó con ocho, y dicen que en su apogeo la Casa Verde llegó a tener veinte habitantas. Llegaban directamente a la construcción de las afueras. Desde el Viejo Puente se las veía llegar, se oían sus chillidos y desplantes. Sus indumentarias de colores, sus pañuelos y afeites, centelleaban como crustáceos en el árido paisaje.

Don Anselmo, en cambio, sí frecuentaba la ciudad. Recorría las calles en su caballo negro, al que había enseñado coqueterías: sacudir alegremente el rabo cuando pasaba una mujer, doblar una pata en señal de saludo, ejecutar pasos de danza al oír música. Don Anselmo había engordado, se vestía con exceso chillón: sombrero de paja blanda, bufanda de seda, camisas de hilo, correa con incrustaciones, pantalones ajustados, botas de tacón alto y espuelas. Sus manos hervían de sortijas. A veces, se detenía a beber unos tragos en La Estrella del Norte y muchos principales no vacilaban en sentarse a su mesa, charlar con él y acompañarlo luego hasta las afueras.