Выбрать главу
los ojos y sigue muy seria, sus manos en el hombro de las chiquillas. Qué se andarían diciendo, mi sargento, cómo conversaban. La madre Angélica y los dos hombres hacen muecas, ademanes, escupen, se quitan la palabra y, de pronto, los tres niños se apartan de la vieja, corretean, ríen muy fuerte. Los estaba mirando el churre, muchachos, no quitaba la vista de aquí. Qué flaquito era, ¿se había fijado el sargento?, tremenda cabezota y tan poquito cuerpo, parecía araña. Bajo la mata de pelos, los ojos grandes del chiquillo apuntan fijamente a la cabaña. Está tostado como una hormiga, sus piernas son curvas y enclenques. De repente alza la mano, grita, muchachos, malparido, mi sargento y hay una violenta agitación tras el tabique, juramentos, encontrones y estallan voces guturales en el claro cuando los guardias lo invaden corriendo y tropezando. Que bajaran esos fusiles, alcornoques, la madre Angélica muestra a los guardias sus manos iracundas, ah, ya verían con el teniente. Las dos chiquillas ocultan la cabeza en el pecho de la vieja, aplastan sus senos blandos y el varoncito permanece desorbitado, a medio camino entre los guardias y las madres. Uno de los aguarunas suelta el mazo de plátanos, en alguna parte cacarea la gallina. El práctico Nieves está en el umbral de la cabaña, el sombrero de paja hacia atrás, un cigarrillo entre los dientes. Qué se creía el sargento, y la madre Angélica da un saltito, ¿por qué se metía si no lo llamaban? Pero si bajaban los fusiles se harían humo, madre, ella le muestra su puño pecoso y él que bajaran los máuseres, muchachos. Suave, continua, la madre Angélica habla a los aguarunas, sus manos tiesas dibujan figuras lentas, persuasivas, poco a poco los hombres pierden la rigidez, ahora responden con monosílabos y ella risueña, inexorable, sigue gruñendo. El chiquillo se aproxima a los guardias, olfatea los fusiles, los palpa, el Pesado le da un golpecito en la frente, él se agazapa y chilla, era desconfiado el puta y la risa sacude la fláccida cintura del Pesado, su papada, sus pómulos. La madre Patrocinio se demuda, desvergonzado, qué decía, por qué les faltaba así el respeto, so grosero y el Pesado mil disculpas, menea su confusa cabeza de buey, se le escapó sin darse cuenta, madre, tiene la lengua trabada. Las chiquillas y el varoncito circulan entre los guardias. Los examinan, los tocan con la punta de los dedos. La madre Angélica y los dos hombres se gruñen amistosamente y el sol brilla todavía a lo lejos, pero el contorno está encapotado y sobre el bosque se amontona otro bosque de nubes blancas y coposas: llovería. A ellos la madre Angélica los había insultado enantes, madre, y ellos qué habían dicho. La madre Patrocinio sonríe, pedazo de bobo, alcornoque no era un insulto sino un árbol duro como su cabeza y la madre Angélica se vuelve hacia el sargento: iban a comer con ellos, que subieran los regalitos y las limonadas. Él asiente, da instrucciones al Chiquito y al Rubio señalándoles el barranco, plátanos verdes y pescado crudo, muchachos, un banquetazo de la puta madre. Los niños merodean en torno al Pesado, al Oscuro y al práctico Nieves, y la madre Angélica, los hombres y la vieja disponen hojas de plátano en el suelo, entran a las cabañas, traen recipientes de greda, yucas, encienden una pequeña fogata, envuelven bagres y bocachicos en hojas que anudan con bejucos y los acercan a la llama. ¿Iban a esperar a los otros, sargento? Sería de nunca acabar y el práctico Nieves arroja su cigarrillo, los otros no volverían, si se fueron no querían visitas y éstos se irían al primer descuido. Sí, el sargento sabía, sólo que era de balde pelearse con las madrecitas. El Chiquito y el Rubio regresan con las bolsas y los termos, las madres, los aguarunas y los guardias están sentados en círculo frente a las hojas de plátano y la vieja ahuyenta los insectos a palmadas. La madre Angélica distribuye los regalos y los aguarunas los reciben sin dar muestras de entusiasmo, pero luego, cuando las madres y los guardias comienzan a comer trocitos de pescado que arrancan con las manos, los dos hombres, sin mirarse, abren las bolsas, acarician espejitos y collares, se reparten las cuentas de colores y en los ojos de la vieja se encienden súbitas luces codiciosas. Las chiquillas se disputan una botella, el varoncito mastica con furia y el sargento se enfermaría del estómago, miéchica, le vendrían diarreas, se hincharía como un hualo barrigudo, le crecerían pelotas en el cuerpo, reventarían y saldría pus. Tiene el trozo de pescado a orillas de los labios, sus ojitos parpadean y el Oscuro, el Chiquito y el Rubio también hacen pucheros, la madre Patrocinio cierra los ojos, traga, su rostro se crispa y sólo el práctico Nieves y la madre Angélica alargan las manos constantemente hacia las hojas de plátano y con una especie de regocijo presuroso desmenuzan la carne blanca, la limpian de espinas, se la llevan a la boca. Todos los selváticos eran un poco chunchos, hasta las madres, cómo comían. El sargento suelta un eructo, todos lo miran y él tose. Los aguarunas se han puesto los collares, se los muestran uno al otro. Las bolitas de vidrio son granates y contrastan con el tatuaje que adorna el pecho del que lleva seis pulseras de cuentecillas en un brazo, tres en el otro. ¿A qué hora partirían, madre Angélica? Los guardias observan al sargento, los aguarunas dejan de masticar. Las chiquillas estiran las manos, tímidamente tocan los collares deslumbrantes, las pulseras. Tenían que esperar a los otros, sargento. El aguaruna del tatuaje gruñe y la madre Angélica sí, sargento, ¿veía?, que comiera, los estaba ofendiendo con tantos ascos que hacía. Él no tenía apetito pero quería decirle algo, madrecita, no podían quedarse en Chicais más tiempo. La madre Angélica tiene la boca llena, el sargento había venido a ayudar, su mano menuda y pétrea estruja un termo de limonada, no a dar órdenes. El Chiquito había oído al teniente, ¿qué había dicho?, y él que volvieran antes de ocho días, madre. Ya llevaban cinco y ¿cuántos para volver, don Adrián?, tres días siempre que no lloviera, ¿veía?, eran órdenes, madre, que no se molestara con él. Junto al rumor de la conversación entre el sargento y la madre Angélica hay otro, áspero: los aguarunas dialogan a viva voz, chocan sus brazos y comparan sus pulseras. La madre Patrocinio traga y abre los ojos, ¿y si los otros no volvían?, ¿y si se demoraban un mes en volver?, claro que era sólo una opinión, y cierra los ojos, a lo mejor se equivocaba y traga. La madre Angélica frunce el ceño, brotan nuevos pliegues en su rostro, su mano acaricia el mechoncito de pelos blancos del mentón. El sargento bebe un trago de su cantimplora: peor que purgante, todo se calentaba en esta tierra, no era el calor de su tierra, el de aquí pudría todo. El Pesado y el Rubio se han tumbado de espaldas, los quepís sobre la cara, y el Chiquito quería saber si a alguien le constaba eso, don Adrián, y el Oscuro de veras, que siguiera, que contara, don Adrián. Eran medio pez y medio mujer, estaban al fondo de las conchas esperando a los ahogados y apenas se volcaba una canoa venían y agarraban a los cristianos y se los llevaban a sus palacios de abajo. Los ponían en unas hamacas que no eran de yute sino de culebras