Los forasteros ignoran la vida interior de la ciudad. ¿Qué detestan de Piura? Su aislamiento, los vastos arenales que la separan del resto del país, la falta de caminos, las larguísimas travesías a caballo bajo un sol abrasador y las emboscadas de los bandoleros. Llegan al Hotel La Estrella del Norte, que está en la plaza de Armas y es una mansión descolorida, alta como la glorieta donde se toca la retreta de los domingos y a cuya sombra se instalan los mendigos y los lustrabotas, y deben permanecer allí encerrados, desde las cinco de la tarde, mirando a través de los visillos cómo la arena se posesiona de la ciudad solitaria. En la cantina de La Estrella del Norte beben hasta caer borrachos. «Aquí no es como en Lima», dicen, «no hay donde divertirse; la gente piurana no es mala, pero qué austera, qué diurna». Quisieran antros que llamearan toda la noche para quemar sus ganancias. Por eso, cuando parten, suelen hablar mal de la ciudad, llegan a la calumnia.
¿Y acaso hay gente más hospitalaria y cordial que la piurana? Recibe a los forasteros en triunfo, se los disputa cuando el hotel está lleno. A esos tratantes de ganado, a los corredores de algodón, a cada autoridad que llega, los principales los divierten lo mejor que pueden: organizan en su honor cacerías de venado en las sierras de Chulucanas, los pasean por las haciendas, les ofrecen pachamancas. Las puertas de Castilla y la Mangachería están abiertas para los indios que emigran de la sierra y llegan a la ciudad hambrientos y atemorizados, para los brujos expulsados de las aldeas por los curas, para los mercaderes de baratijas que vienen a tentar fortuna en Piura. Chicheras, aguateros, regadores, los acogen familiarmente, comparten con ellos su comida y sus ranchos. Cuando se marchan, los forasteros siempre se llevan regalos. Pero nada los contenta, tienen hambre de mujer y no soportan la noche piurana, donde sólo vela la arena que cae del cielo.
Tanto deseaban mujer y diversión nocturna estos ingratos, que al fin el cielo («el diablo, el maldito cachudo», dice el padre García acabó por darles gusto. Y así fue que apareció, bulliciosa y frívola, nocturna, la Casa Verde.
El cabo Roberto Delgado merodea un buen rato ante la oficina del capitán Artemio Quiroga, sin decidirse. Entre el cielo ceniza y la guarnición de Borja pasan lentamente nubes negruzcas y, en la explanada vecina, los sargentos entrenan a los reclutas: atención carajo, descanso carajo. El aire está cargado de vapor húmedo. Total, una requintada cuando más y el cabo empuja la puerta y saluda al capitán que está en su escritorio, echándose aire con una mano: qué había, qué quería y el cabo una licencia para ir a Bagua ¿se podría? Qué le pasaba al cabo, el capitán se abanica ahora furiosamente con las dos manos, qué bicho le había picado. Pero al cabo Roberto Delgado no le picaban los bichos porque era selvático, mi capitán, de Bagua: quería una licencia para ver a su familia. Y ahí estaba, de nuevo, la maldita lluvia. El capitán se pone de pie, cierra la ventana, vuelve a su asiento con las manos y el rostro mojados. Así que no le picaban los bichos, ¿no sería que tenía mala sangre?, no querrían envenenarse, por eso no le picarían y el cabo consiente: podía ser, mi capitán. El oficial sonríe como un autómata y la lluvia ha impregnado la habitación de ruidos: los goterones caen como pedradas sobre la calamina del techo, el viento silba en los resquicios del tabique. ¿Cuándo había tenido el cabo la última licencia?, ¿el año pasado? Ah, bueno, ése era otro cantar y el rostro del capitán se crispa. Entonces le tocaba una licencia de tres semanas y su mano se eleva, ¿iba a ir a Bagua?, le haría unas compras, y golpea su mejilla y ésta enrojece. El cabo tiene una expresión muy grave. ¿Por qué no se reía?, ¿no era chistoso que el capitán se diera manotazos en la cara? Y el cabo no, qué ocurrencia, mi capitán, qué iba a ser. Una chispa jovial cruza los ojos del oficial, endulza su boca ácida, cholito: se reía a carcajadas o no había licencia. El cabo Roberto Delgado mira confuso a la puerta, a la ventana. Por fin abre la boca y ríe, al principio con risa desganada y artificial, después naturalmente y, al final, con alegría. El zancudo que había picado al capitán era una hembrita, y el cabo está estremecido de risa, sólo las hembras picaban, ¿sabía?, los machos eran vegetarianos y el capitán lárgate de una vez, el cabo enmudece: cuidado se lo comieran los animales en el camino a Bagua por gracioso. Pero no era gracia sino cosa científica, sólo las hembritas chupaban la sangre: se lo había explicado el teniente De la Flor, mi capitán, y al capitán qué chucha que fueran hembras o machos si ardía lo mismo y quién le había preguntado, ¿se las daba de sabihondo? Pero el cabo no se estaba burlando, mi capitán y fíjese, había un remedio que no fallaba, una pomada que se echaban los urakusas, le traería un botellón, mi capitán y el capitán quería que le hablaran en cristiano, quiénes eran los urakusas. Sólo que cómo iba a hablarle en cristiano el cabo si así se llamaban los aguarunas, esos que vivían en Urakusa, y ¿acaso había visto el capitán que a un chuncho lo picaran los bichos? Ellos tenían sus secretos, se hacían sus pomadas con las resinas de los árboles y se embadurnaban, zancudo que se acercaba moría y él se lo traería, mi capitán, un botellón, palabra que se lo traía. Qué buen humor se gastaba esta mañana el cabo, a ver qué cara ponía si los paganos le achicaban la tutuma y el cabo qué buena, qué buena, mi capitán: ya estaba viendo su cabeza de este tamañito. ¿Y a qué iba a ir el cabo a Urakusa? ¿A traerle esa pomadita, nomás? Y el cabo claro, claro, y además porque cortaba camino, mi capitán. Si no, se pasaría la licencia viajando y ya no podría estar con la familia y los amigos. ¿Toda la gente de Bagua era como el cabo?, y él peor, ¿tan conchuda?, mucho peor, mi capitán, no podía saber y el capitán ríe a sus anchas y el cabo lo imita, lo observa, lo mide con sus ojos entrecerrados y de pronto ¿se llevaba un práctico, mi capitán?, ¿un sirviente?, ¿podría? Y el capitán Artemio Quiroga ¿cómo? Se creía muy sabido el cabo, ¿no?, lo ablandaba con payasadas, el capitán se reía y él quería meterle el dedo, ¿no? Pero solito el cabo se iba a demorar horrores, mi capitán, ¿acaso había caminos?, cómo podía ir y venir a Bagua en tan pocos días sin un práctico, y todos los oficiales le harían encargos, hacía falta alguien que ayudara con los paquetes, que lo dejara llevarse un práctico y un sirviente, palabra que le traería esa pomadita matabichos, mi capitán. Ahora le trabajaba la moraclass="underline" se las sabía todas el cabo, y el cabo usted es una gran persona, mi capitán. Entre los reclutas que llegaron la semana pasada había un práctico, que se llevara a ése y a un sirviente que fuera de la región. Eso sí, tres semanas, ni un día más y el cabo ni uno más, mi capitán, se lo juraba. Choca los talones, saluda y en la puerta se detiene con perdón, mi capitán, ¿cómo se llamaba el práctico? Y el capitán Adrián Nieves y el cabo ya se estaba yendo que él tenía trabajo atrasado. El cabo Roberto Delgado abre la puerta, sale, un viento húmedo y ardiente invade la habitación, revuelve ligeramente los cabellos del capitán.
Tocaron la puerta, Josefino Rojas salió a abrir y no encontró a nadie en la calle. Ya oscurecía, aún no habían encendido los faroles del jirón Tacna, una brisa circulaba tibiamente por la ciudad. Josefino dio unos pasos hacia la avenida Sánchez Cerro y vio a los León, en un banco de la plazuela, junto a la estatua del pintor Merino. José tenía un cigarrillo entre los labios, el Mono se limpiaba las uñas con un palito de fósforos.
– ¿Quién se murió? -dijo Josefino-. Por qué esas caras de entierro.
– Agárrate bien que te vas a caer de espaldas, inconquistable -dijo el Mono-. Llegó Lituma.
Josefino abrió la boca pero no habló; estuvo pestañeando unos segundos, con una sonrisa perpleja y apática que fruncía todo su rostro. Comenzó a frotarse las manos, suavemente.
– Hace un par de horas, en el ómnibus de la Roggero -dijo José.
Las ventanas del Colegio San Miguel estaban iluminadas y, desde el portón, un inspector apuraba a los alumnos de la nocturna dando palmadas. Muchachos en uniforme venían conversando bajo los susurrantes algarrobos de la calle Libertad. Josefino se había metido las manos en los bolsillos.
– Sería bueno que vinieras -dijo el Mono-. Nos está esperando.
Josefino volvió a atravesar la avenida, cerró la puerta de su casa, regresó a la plazuela y los tres echaron a andar, en silencio. Unos metros después del jirón Arequipa, se cruzaron con el padre García que, envuelto en su bufanda gris, avanzaba doblado en dos, arrastrando los pies y jadeando. Les mostró el puño y gritó «¡impíos!». «¡Quemador!», repuso el Mono, y José «¡quemador!, ¡quemador!». Iban por la calzada de la derecha, Josefino al centro.