– Los burritos -dijo Bonifacia-. Pasan todo el día frente a la casa y no me canso de mirarlos.
– ¿No hay piajenos en la montaña, prima? -dijo José-. Yo creía que allá lo que más había era animales.
– Pero no burritos -dijo Bonifacia-. Sólo uno que otro, nunca como acá.
– Ahí llegan -dijo el Mono, desde la ventana-. Los zapatos, prima.
Bonifacia se calzó, velozmente, el izquierdo no entraba, caramba, se puso de pie, fue hacia la puerta, insegura, temerosa sobre los tacones, abrió y Josefino le estiraba la mano, una bocanada de aire hirviente, Lituma, chorros de luz. La habitación se oscureció de nuevo. Lituma se quitaba la guerrera, venía medio muerto, primos, el quepí, que se tomaran una algarrobina. Se desplomó sobre una silla y cerró los ojos. Bonifacia pasó a la habitación contigua y Josefino, tendido en una estera junto a José, ese maldito calor que embrutecía a la gente. Por los postigos se filtraban prismas de luz acribillados de partículas y de insectos, y afuera todo parecía silencioso y deshabitado como si el sol hubiera disuelto a los churres y a los perros callejeros con sus ácidos blancos. El Mono se apartó de la ventana, eran los inconquistables, no sabían trabajar, sólo timbear, sólo culear, eran los inconquistables y ahora iban a chupar, pero ellos sólo cantaron después de la primera copa de algarrobina.
– Estábamos hablando de Piura con la prima -dijo el Mono-. Lo que más le llama la atención son los piajenos.
Y tanta arena y tan pocos árboles -dijo Bonifacia-. En la montaña todo es verde y aquí todo amarillo. Y el calor, también, muy distinto.
– Lo distinto es que Piura es una ciudad con edificios, autos y cinemas -explicó Lituma, bostezando-. Y Santa María de Nieva, un pueblucho con calatos, mosquitos y lluvias que lo pudren todo, comenzando por las gentes.
Dos bestiecillas se agazaparon tras unas mechas de cabellos sueltos y, verdes, hostiles, atisbaron. El pie izquierdo de Bonifacia, medio salido del zapato, forcejeaba por entrar de nuevo.
– Pero en Santa María de Nieva hay dos ríos que tienen agua todo el año, y tantísima -dijo Bonifacia, suavemente, después de un momento-. El Piura muy poquita y sólo en verano.
Los inconquistables lanzaron una carcajada, dos y dos tres, tres y dos cuatro y Bonifacia ya se calentó. Sudoroso, sin abrir los ojos, gordo, Lituma se mecía pausadamente en su silla.
– No te acostumbras a la civilización -suspiró, por fin-. Espérate un tiempito y verás las diferencias. Ni querrás oír hablar de la montaña y te dará vergüenza decir soy selvática.
Cuatro y dos son cinco, cinco y dos son seis y el primo Lituma ya le contestó. El pie había entrado en el zapato, a la mala, aplastando salvajemente el talón.
– Nunca me dará vergüenza -dijo Bonifacia-. A nadie puede darle vergüenza su tierra.
– Todos somos peruanos -dijo el Mono-. ¿Por qué no nos sirves otra algarrobina, prima?