– Me pesa que no siguiéramos juntos, Aquilino -dijo Fushía-. Todo el viaje he pensado en eso.
– No era negocio para ti -dijo Aquilino-. Tú eras muy ambicioso, no te contentabas con las miserias que se ganan con esto.
– Ya ves para qué me ha servido la ambición -dijo Fushía-. Para acabar mil veces peor que tú, que nunca tuviste ambiciones.
– No te ayudó Dios, Fushía -dijo Aquilino-. Todas las cosas que pasan dependen de eso.
– ¿Y por qué no me ayudó a mí y a otros sí? -dijo Fushía-. ¿Por qué me fregó a mí y ayudó a Reátegui por ejemplo?
– Pregúntaselo cuando te mueras -dijo Aquilino-. Cómo quieres que yo sepa, Fushía.
– Vamos un momento, antes que caiga el aguacero, patrón -dijo Pantacha.
– Bueno, pero sólo un momento -dijo Fushía-. Para que no se resientan esos perros. ¿Nieves no viene?
– Estuvo pescando en el Santiago -dijo Pantacha-. Ya se durmió, patrón. Hace rato que apagó el mechero.
Se alejaron de las cabañas hacia los resplandores rojizos del poblado huambisa y Lalita esperó, sentada junto a los horcones de la cabaña que goteaba. El práctico apareció poco después, con pantalón y camisa: ya todo estaba listo. Pero Lalita ya no quería, mañana, ahora iba a caer tormenta.
– Mañana no, ahora mismo -dijo Adrián Nieves-. El patrón y Pantacha se quedarán festejando y los huambisas ya andan borrachos. Jum está en el caño, esperándonos, nos llevará hasta el Santiago.
– No he de dejar al Aquilino aquí -dijo Lalita-. No quiero abandonar a mi hijo.
– Nadie ha dicho que se va a quedar -dijo Nieves-. Yo también quiero que nos lo llevemos.
Entró a la cabaña, salió con un bulto en los brazos y, sin decir nada a Lalita, echó a caminar hacia la pileta de las charapas. Ella lo siguió, lloriqueando, pero, luego, en el barranco se calmó y se prendió del brazo del práctico.
Nieves esperó que ella subiera primero a la canoa, le alcanzó al niño y, poco después, la embarcación rasgaba suavemente la superficie oscura de la cocha. Detrás de la empalizada sombría de las lupunas, asomaba tenuemente la luz de las fogatas y se oían cantos.
– ¿Adónde estamos yendo? -dijo Lalita-. No me dices nada, todo lo haces solo. Ya no quiero irme contigo, quiero volver.
– Cállate -dijo el práctico-. No hables hasta que salgamos de la cocha.
– Ya está amaneciendo -dijo Aquilino-. No hemos pegado los ojos, Fushía.
– Es la última noche que estamos juntos -dijo Fushía-. Siento fuego aquí dentro, Aquilino.
– A mí también me da pena -dijo Aquilino-. Pero no podemos quedarnos aquí más tiempo, hay que seguir. ¿No tienes hambre?
– Una playita, viejo -dijo Fushía-. Por nuestra amistad, Aquilino. No a San Pablo, déjame donde sea. No quiero morirme ahí, viejo.
– Ten más carácter, Fushía -dijo Aquilino-. Fíjate, estuve calculando. Treinta días justos que salimos de la isla.
Las cosas son como son, la realidad y los deseos se confunden y si no por qué hubiera venido esa mañana. ¿Reconocía tu voz, tu olor? Háblale y mira cómo en su rostro se levanta algo risueño y ansioso, retén su mano unos segundos y descubre bajo su piel ese discreto temor, la delicada alarma de su sangre, mira cómo se fruncen sus labios, cómo se agitan sus párpados. ¿Quería saber? Por qué aprietas así mi brazo, por qué juegas con mis pelos, por qué tu mano en mi cintura y, cuando hablas, tu cara tan cerca de la mía. Explícale: para que no me confundas con los demás, porque quiero que me reconozcas, Toñita, y ese vientecito y esos ruidos de mi boca son las cosas que te estoy diciendo. Pero sé prudente, alerta, cuidado con la gente y ahora, no hay nadie, coge su mano, suéltala de una vez, tú te has asustado Toñita, ¿por qué te has quedado temblando?, pídele que te perdone. Y ahí, de nuevo, el sol que dora sus pestañas y ella, seguramente pensando, dudando, imaginando, tú no es nada malo Toñita, no me tengas miedo, y ella oscuramente esforzándose, inventado, por qué, cómo, y ahí los otros, jacinto limpia las mesas, Chápiro habla del algodón, de los gallos y de las cholas que tumba, unas mujeres ofrecen natillas y ella afanosa, angustiosamente escarbando en las tinieblas mudas, por qué, cómo. Tú soy loco, es imposible, la hago sufrir, ten vergüenza, salta al caballo, otra vez el arenal, el salón, la torre. Cierra las cortinas, que suba la Mariposa, que se desnude sin abrir la boca, ven, no te muevas, eres una niña, bésala, la quieres, sus manos son flores, ella qué cosas lindas, patrón, ¿de veras que le gusto tanto? Que se vista, que vuelva al salón, por qué hablaste, Mariposa, ella usted anda enamorado y quiere que yo la reemplace, tú anda vete, ninguna habitanta volverá a la torre. Y de nuevo la soledad, el arpa, el cañazo, emborráchate, tiéndete en la cama y hurga tú también, cava en la oscuridad, ¿tiene derecho a que la quieran?, ¿tengo derecho a quererla?, ¿me importaría si fuera pecado? La noche es lenta, desvelada, hueca sin su presencia que mata las dudas. Abajo ríen, brindan y bromean, entre guitarras bulliciosas se insinúa el delgado silbo de una flauta, se enardecen, bailan. Fue pecado, Anselmo, vas a morir, arrepiéntete, tú: no fue, padre, no me arrepiento de nada salvo de que ella muriera. Y él fue a la mala, por la fuerza, tú no fue a la mala, nos entendíamos sin que me viera, nos queríamos sin que me hablara, las cosas eran lo que eran. Dios es grande, Toñita, ¿no es cierto que me reconoces? Haz la prueba, aprieta su mano, cuenta hasta seis, ¿ella aprieta?, hasta diez, ¿ves que no suelta tu mano?, hasta quince y ahí sigue en la tuya, confiada y suave. Y, mientras tanto, ya no cae la arena, un viento fresco sube desde el río, ven a La Estrella del Norte, Toñita, tomaremos algo y ¿qué brazo buscaba su mano?, ¿en quién se apoyaba para atravesar la plaza?, tú el mío y no el de don Eusebio, en mí y no en Chápiro, ¿entonces te quiere? Siente lo que sentías: la carne adolescente y tostada, el vello lacio de su brazo y, debajo de la mesa, su rodilla junto a tu rodilla, ¿rico el jugo de lúcuma, Toñita?, y su rodilla siempre, y entonces disimula y goza, así que van bien los negocios don Eusebio, así que la tienda que abrió en Sullana es la más próspera, así que Arrese se nos muere doctor Zevallos, qué desgracia para Piura, era el hombre más leído, y ahí, dichosamente el calorcito entre las venas y los músculos, una llamita en el corazón, otra en las sienes, dos minúsculos cráteres supurando bajo las muñecas. No sólo la rodilla ahora, el pie también, se verá breve e indefenso junto a la gruesa bota, y el tobillo, y el muslo esbelto paralelo al tuyo, tú Dios es grande pero tal vez no se da cuenta, ¿será casualidad? Haz otra prueba, empuja, ¿se retira?, ¿se mantiene pegada a ti?, ¿ella también empuja?, tú ¿no estás jugando, muchachita?, ¿qué sientes por mí? Ahí, de nuevo, el ambicioso deseo: estar solos alguna vez, no aquí sino en la torre, no de día sino de noche, no vestidos sino desnudos, Toñita, no te separes, sigue tocándome. Y ahí, la sofocante mañana de verano, los lustrabotas, los mendigos, las vendedoras, la gente que sale de misa, La Estrella del Norte con sus hombres y sus diálogos, el algodón, las crecientes, la pachamanca del domingo y, de pronto, siente su mano que busca, que encuentra y atrapa la tuya, atención, cuidado, no la mires, no te muevas, sonríe, el algodón, las apuestas, las cacerías, la carne dura de los venados y las plagas traicioneras y, entretanto, oye su mano en la tuya, su misterioso mensaje, descifra esa voz de secretas presiones y leves pellizcos, y todo el tiempo Toñita, Toñita, Toñita. Ahora basta de dudas, mañana más temprano todavía, escóndete en la catedral y espía, escucha el minúsculo canto de la arena en las copas de los tamarindos, espera tenso, los ojos fijos en la esquina medio oculta por la glorieta y los árboles. Y ahí, de nuevo, el tiempo detenido bajo la bóveda y los arcos, las severas baldosas, las bancas despobladas, y la implacable voluntad y una fría secreción en la espalda, el brusco vacío en el estómago: el piajeno, la gallinaza, las canastas, una silueta que avanza flotando. Que no llegue nadie, que se vaya pronto, que no salga el cura y ahora, rápido, corriendo, la luz exterior, el atrio, las anchas gradas, la pista, el cuadrilátero sombreado. Abre los brazos, recíbela, mira cómo su cabeza se reclina en tu hombro, acaricia sus cabellos, límpialos de arena rubia y a la vez, cuidado, La Estrella del Norte se abrirá y aparecerá jacinto bostezando, vendrán los vecinos y los forasteros, adelántate. Nada de engaños, bésala y, mientras su rostro se acalora, no te asustes, eres bonita, yo te quiero, no vayas a llorar, siente tu boca en su mejilla y fíjate, su arrebato va pasando, su postura es otra vez dócil y así, como la superficie que cede bajo tus labios es de fragante la lluvia en el verano caluroso, así cuando el arcoiris ilumina el cielo. Y entonces róbatela: no podemos seguir así, vente conmigo, Toñita, la cuidarás, la engreirás, será feliz contigo, un tiempito y se irán lejos de Piura, vivirán a plena luz. Corre con ella, los aleros gotean arena todavía, las gentes duermen o se desperezan en sus camas, pero mira, observa el rededor, dale la mano, súbela al caballo. No la pongas nerviosa, háblale despacio: agárrate de mi cintura, fuerte, sólo un momentito. Y, de nuevo, el sol que se instala sobre la ciudad, la atmósfera templada, las calles desiertas, la furiosa urgencia y, de repente, mira cómo se prende, estruja tu camisa, cómo su cuerpo se adhiere al tuyo, mira esa llamarada en su rostro: ¿comprende?, ¿apúrate?, ¿que no nos vean?, ¿vámonos?, ¿quiero irme contigo?, tú Toñita, Toñita, ¿te das cuenta adónde vamos, para qué vamos, qué somos? Cruza el Viejo Puente y no entres a Castilla la madrugadora, sigue rápidamente los algarrobos de la orilla y ahora sí, el arenal, taconea con odio, que brinque, que galope, que sus cascos maltraten la lisa espalda del desierto y se alce una polvareda protectora. Ahí, los relinchos, la fatiga del animal, en tu cintura su brazo y a ratos el sabor de sus cabellos que el aire incrusta en tu boca. Taconea siempre, ya llegan, usa el látigo y, de nuevo, aspira el olor de esa mañana, el polvo y la loca excitación de esa mañana. Entra sin hacer ruido, cárgala, sube la angosta escalera de la torre, siente sus brazos en tu cuello como un collar vivo y ahí los ronquidos, la zozobra que separa sus labios, el destello de sus dientes, tú nadie nos ve, gente que duerme, cálmate Toñita. Dile sus nombres: la Luciérnaga, la Ranita, la Flor, la Mariposa. Más todavía: están rendidas, han bebido y hecho el amor y no nos sienten ni dirán nada, tú les explicarás, ellas comprenden las cosas. Pero sigue, cómo les dicen, habitantas. Cuéntale de la torre y del espectáculo, píntale el río, los algodonales, el pardo perfil de las distantes montañas y el relumbre de los techos de Piura al mediodía, las casas blancas de Castilla, la inmensidad del arenal y del cielo. Tú yo miraré para ti, le prestarás tus ojos, todo lo que tengo es tuyo, Toiiita. Que imagine cuando entra el río: esas serpientes delgaditas que un día de diciembre llegan reptando por el cauce, y cómo se juntan y crecen, y su color, tú verde marrón, y va engordando y estirándose. Que oiga el repique de las campanas y adivine la gente que sale a recibirlo, los churres que revientan cuetes, las mujeres que rocían mistura y serpentinas, y las faldas granates del obispo que bendice' las aguas viajeras. Cuéntale cómo se arrodillan en el Malecón y descríbele la feria -los quioscos, los toldos, los helados, los pregones-, nómbrale a los dichosos principales que se avientan con sus caballos a la corriente y disparan al aire y también a los gallinazos y mangaches que se bañan en calzoncillos, y a los valientes que se zambullen desde el Viejo Puente. Y dile cómo el río es río ahora, y cómo día y noche pasa hacia Catacaos, espeso y sucio. También quién es Angélica Mercedes, que será su amiga, y los platos que le hará, tú los que más te guste, Toñita, picantes, chupes, secos y piqueos, y hasta clarito, pero no quiero que te emborraches. Y no olvides el arpa, tú cada noche una serenata para ti solita. Háblale al oído, siéntala en tus rodillas, no la fuerces, ten paciencia, acaríciala apenas o mejor respírala sin tocarla, sin prisa, suavemente espera que busque tus labios. Y háblale siempre, al oído, con ternura, el peso de su cuerpo es leve y de su piel mana un perfume tibio, toca los vellos de sus brazos como las cuerdas del arpa. Háblale, murmúrale, descálzala con delicadeza, besa sus pies y ahí, de nuevo, claros y morosos, sus talones, la curva de su empeine, sus pequeños dedos ligeros en tu boca, su risa fresca en la penumbra. Ríe también, ¿te hago cosquillas?, bésala todo el tiempo, ahí sus tobillos tan delgados y sus rodillas duras y redondas. Tiéndela entonces con cuidado, acomódala, y muy lentamente, muy dulcemente, abre su blusa y tócala, ¿su cuerpo se endurece?, suéltala, tócala de nuevo, y háblale, la quieres, la mimarás como a una churre, vivirás para ella, no la estrujes, no la muerdas, cíñela apenas, guía su mano hasta su falda, que ella misma la desabotone. Tú yo te ayudo, Toñita, yo te la saco, muchachita y tiéndete a su lado. Dile qué sientes, qué son sus senos, tú dos conejitos, bésalos, los quieres, los veías en sueños, en las noches entraban a la torre blancos y brincando, ibas a cogerlos y ellos escapaban, tú pero son más dulces y más vivos y ahí, la discreta penumbra, el aleteo de las cortinas, las borrosas siluetas de los objetos, y la tersura y el resplandor inmóvil de su cuerpo. Una y otra vez alísalo y dile tus rodillas son, y tus caderas son, y tus hombros son, y lo que sientes, y que la quieres, siempre que la quieres. Tú Toñita, muchachita, churre, y estréchala contra ti, ahora sí busca sus muslos, sepáralos con timidez, sé cuidadoso, sé obediente, no la apremies, bésala y retírate, vuelve a besarla, sosiégala y, mientras, siente cómo tu mano se humedece y su cuerpo se abandona y despliega, la perezosa modorra que la invade y cómo se activa su aliento y sus brazos te llaman, siente cómo la torre comienza a andar, a abrasarse, a desaparecer entre dunas calientes. Dile eres mi mujer, no llores, no te abraces a mí como si fueras a morir, dile empiezas a vivir y ahora distráela, juega con ella, seca sus mejillas, cántale, arrúllala, dile que duerma, tú seré tu almohada, Toñita, velaré tu sueño.