– Se lo llevaron a Lima esta mañana -gimió Bonifacia-. Dicen que por muchos años.
¿Y? ¿La cárcel de Piura no era peor que chiquero?, Josefino dio unos pasos por la habitación, la gente vivía en la mugre, se apoyó en el alféizar de la ventana, los mataban de hambre, a la floja luz de un farol el Colegio San Miguel, la iglesia y los algarrobos de la plaza Merino se veían como en sueños, y a los insolentes les daban caca en vez de comida, y Lituma era insolente, y ay de ellos si no se la tragaban: mejor que lo hubieran mandado a Lima.
– Ni siquiera me dejaron despedirlo -gimió Bonifacia-. Por qué no me avisaron que se lo iban a llevar.
¿Las despedidas no eran tristes? Josefino se acercó al sofá donde ella acababa de sentarse, los pies de Bonifacia se descalzaron con ira, su cuerpo sufría bruscas sacudidas. Era preferible así, también para Lituma que se hubiera entristecido, y ella de dónde iba a sacar la plata, el pasaje era carísimo, en la Empresa Roggero se lo habían dicho. Josefino le pasó el brazo por los hombros. ¿Qué iba a hacer la pobre en Lima? Se quedaría aquí, en Piura, y él la cuidaría, y él haría que se olvidara de todo.
– Es mi marido, tengo que irme -gimió Bonifacia-. Aunque sea iré a visitarlo todos los días, le llevaré de comer.
Pero en Lima era distinto, qué tonta, les daban buena comida y los trataban bien. Josefino cerró su brazo en torno a Bonifacia, ella resistió un momento, cedió y por último, ya se estaba calentando, ¿el cachaco no era un bruto?, y ella mentira, ¿no le daba mala vida?, y ella no es cierto, pero se dejó ir contra él y de nuevo comenzó a llorar. Josefino le acarició los cabellos. Y, además, qué tanto, era una suerte, al pan pan y al vino vino, Selvática: se habían librado de él.
– Yo soy mala pero tú más que yo -lloriqueó Bonifacia-. Los dos nos vamos a condenar, y por qué me dices Selvática si sabes que no me gusta, ¿ves, ves cómo eres malo?
Josefino la apartó con suavidad, se puso de pie y eso era el colmo, ¿no se habría muerto de hambre sin él?, ¿no viviría como pordiosera? Registró en sus bolsillos apoyado en la ventana, como en sueños, y encima venía y lloraba al cachaco en su delante, sacó un cigarrillo y lo encendió: un hombre tenía su orgullo, qué diablos.
– Me estás tuteando -dijo, de pronto, volviéndose hacia Bonifacia-. Antes sólo en la cama y después siempre de usted. Qué rara eres, Selvática.
Volvió a su lado y ella inició un movimiento de repliegue, pero se dejó abrazar y Josefino rió. ¿Tenía vergüenza? ¿Cosas que le metieron en la tutuma las monjitas de su pueblo? ¿Por qué sólo en la cama de tú?
– Yo sé que es pecado y, a pesar, sigo contigo -sollozó Bonifacia-. Tú no te das cuenta, pero Dios me va a castigar, y a ti, y todo por tu culpa.
Qué hipócrita era, en eso sí se parecía a las piuranas, a toditas las mujeres, qué hipócrita era, cholita, ¿sabía o no que iba a ser su mujer esa noche que la trajo?, y ella no sabía, haciendo pucheros, no hubiera venido, no tenía adónde ir. Josefino escupió el cigarrillo al suelo y Bonifacia estaba acurrucada contra él y Josefino podía hablarle al oído. Pero le había gustado, que fuera sincera, Selvática, que confesara, sólo una vez, despacito, a él solito, chinita, ¿le gustó o no le gustó?, cholita.
– Me gustó porque soy mala -susurró ella-. No me preguntes, es pecado, no hables de eso.
¿Mejor que con el cachaco?, que jurara, nadie la oía, él la quería, ¿cierto que gozaba más?, la besó en el cuello, le mordió la oreja, bajo la falda todo era estrecho, tenso y tibio, ¿cierto que el cachaco nunca la hizo gritar?, y ella con voz ida sí, la primera, de dolor más bien, ¿cierto que él sí la hacía gritar cuando le daba su gana?, y sólo de gusto ¿cierto?, y ella que se callara, Josefino, Dios estaba oyendo, y él te toco y ahí mismo cambias, me gustas porque eres ardiente. La soltó, ella dejó de ronronear y, un momento después, lloraba de nuevo.
– Él te estaba basureando, Selvática -dijo Josefino-; perdías tu tiempo con el cachaco. ¿Por qué le tienes tanta pena?
– Porque es mi marido -dijo Bonifacia-. Tengo que irme a Lima.
Josefino se inclinó, recogió la colilla del suelo, la encendió y unos churres correteaban en la plaza Merino, uno se había trepado a la estatua y las ventanillas de la casa del padre García estaban iluminadas, no debía ser tan tarde, ¿sabía que ayer empeñó su reloj?, se olvidaba de contarle, Selvática, y cierto, cierto, qué cabeza: todo estaba listo con doña Santos, mañana temprano.
– Ahora ya no quiero -dijo Bonifacia-. No quiero, no voy a ir.
Josefino disparó el pucho hacia la plaza Merino, pero no llegó ni siquiera a la avenida Sánchez Cerro, y se retiró de la ventana y ella estaba tiesa, y él qué te pasa, ¿quería matarlo con su mirada?, ya sabía que tenía bonitos ojos, para qué los abría tanto y qué cuento era ése. Bonifacia no lloraba y tenía un aire agresivo, una voz resuelta: no quería, era el hijo de su marido. ¿Y con qué le iba a dar de comer al hijo de su marido? ¿Y qué iba a comer ella hasta que naciera el hijo de su marido? ¿Y qué iba a hacer Josefino con un entenado? Lo peor de lo peor era que la gente nunca pensaba las cosas, qué hacían con la tutuma que Dios les puso sobre el pescuezo, qué mierda hacían.