Trabajaré de sirvienta -dijo Bonifacia-. Y después me iré con él a Lima.
¿De sirvienta, barrigona? Estaba soñando, nadie querría emplearla y, si de casualidad alguien sí, la pondrían a fregar pisos y con tanto esfuerzo el hijo de su marido se le chorrearía o nacería muerto, o fenómeno, que le preguntara a un médico, y ella que se muera solo, pero ella no lo quería matar: era por gusto.
Comenzó a lloriquear de nuevo y Josefino se sentó a su lado y le pasó el brazo por los hombros. Era malagradecida, ingrata con él. ¿La trataba bien, sí o no? ¿Por qué la trajo a su casa?, porque la quería, ¿por qué le daba de comer?, porque la quería y en cambio, y encima, y a pesar de eso, ¿un entenado para que la gente se riera de él? Miéchica, un hombre no era un payaso. Y, además, ¿cuánto iba a cobrar la Santos? Un montón, una burrada de plata y, en lugar de agradecer, lloraba. ¿Por qué era así con él, Selvática? Parecía que no lo quería, y él a ella tanto, cholita, y le pellizcaba el cuello y le soplaba detrás de la oreja y ella gemía, su pueblo, las madrecitas, quería volverse, más que fuera tierra de chunchos, más que no hubiera edificios ni autos, Josefino, Josefino, volverse a Santa María de Nieva.
– Necesitas más plata para irte a tu pueblo que para hacerte una casa, cholita -dijo Josefino-. Hablas y hablas sin saber lo que estás diciendo. No hay que ser así, amor.
Sacó su pañuelo y le limpió los ojos y se los besó e hizo que medio cuerpo de ella se ladeara y la abrazó con pasión, él se preocupaba por ella, ¿por qué?, todo lo hacía pensando en su bien, ¿por qué, maldita sea, por qué?: porque la quería. Bonifacia suspiraba, el pañuelo sobre su boca: ¿cómo iba a ser por su bien que quisiera matar al hijo de su marido?
– Eso no es matarlo, sonsa, ¿acaso ya nació? -dijo Josefino-. Y por qué hablas tanto de tu marido si ya no es tu marido.
Sí era, se casaron por la iglesia y para Dios era el único que valía, y Josefino, qué manía, ¿por qué meter a Dios en todo?, Selvática, y ella ¿ves, ves?, y él cholita, sonsa, que le diera un beso, y ella no, y él qué le haría si no la quisiera tanto, meciéndola, buscándole las axilas, impidiéndole levantarse, sonsa, terquita, su Selvatiquita, ¿ves, ves?, y entre un hipo y un sollozo reía, y, por momentos, su boca se quedaba quieta y él alcanzaba a besarla. ¿Lo quería?, una vez, sólo una vez, sonsa, y ella no te quiero, y él pero yo mucho, Selvática, sólo que cómo te engríes y abusas por eso, y ella me dices pero no me quieres, y él que tocara su corazón y viera cómo latía por ella, y, además, si lo quisiera le daría gusto en todo, y bajo la falda todo era angosto, tibio, resbaloso, igual que debajo de la blusa, y también en la espalda, tibio, sediento y espeso, y la voz de Josefino comenzaba a vacilar y a ser, como la de ella, muy baja, no iría donde la Santos aunque lo quisiera, y contenida, más que la matara no iría, y perezosa, pero a él sí lo quería, y desigual y cálida.
– Pones una cara -dijo el sargento-, parece que te sacaran de aquí a la fuerza. ¿Por qué no estás contenta?
– Sí estoy -dijo Bonifacia-. Sólo que siento un poco de pena por las madrecitas.
– No pongas esa maleta tan al canto, Pintado -dijo el sargento-. Y las cajas están mal sujetas, se irán al agua al primer encontrón.
– Acuérdese de nosotros cuando esté en el paraíso, mi sargento -dijo el Chiquito-. Escríbanos, cuéntenos cómo es la vida en la ciudad. Si todavía existen las ciudades.
– Piura es la ciudad más alegre del Perú, señora -dijo el teniente-. Le va a gustar mucho.
– Así será, señor -dijo Bonifacia-. Si es tan alegre, me ha de gustar.
El práctico Pintado había ya instalado todo el equipaje en la lancha y ahora examinaba el motor, arrodillado entre dos latas de gasolina. Corría una brisa suave y las aguas del Nieva, color uva, avanzaban hacia el Marañón alborotadas de olitas, tumbos y breves remolinos. El sargento iba y venía por la lancha, diligente, risueño, verificando los bultos, las amarras y Bonifacia parecía interesada en ese trajín pero, a veces, sus ojos se apartaban de la embarcación y espiaban las colinas: bajo el cielo limpio la misión resplandecía ya entre los árboles, sus calaminas y sus muros reverberaban mansamente en la luz clara de la madrugada. El sendero pedregoso, en cambio, aparecía disimulado por hilachas de bruma que flotaban casi a ras de tierra, indemnes: el bosque desviaba la brisa que las hubiera disgregado.
– ¿No es cierto que nos pica el cuerpo por llegar a Piura, chinita? -dijo el sargento.
– Es la verdad -dijo Bonifacia-. Queremos llegar lo más pronto.
– Debe ser lejísimos -dijo Lalita-. Y la vida será tan distinta a la de aquí.
– Dicen que cien veces más grande que Santa María de Nieva -dijo Bonifacia-, con casas como se ven en las revistas de las madres. Hay pocos árboles, dicen, y arena, mucha arena.
– Me da pena que te vayas, pero por ti me alegro -dijo Lalita-. ¿Ya saben las madres?
– Me han dado muchos consejos -dijo Bonifacia-. La madre Angélica ha llorado. Qué viejita se ha puesto, ya no oye lo que se le dice, tuve que gritarle. Apenas camina, Lalita, tiene los ojos como bailando todo el tiempo. Me llevó a la capilla y rezamos juntas. Ya nunca más la veré, seguro.
– Es una vieja mala, perversa -dijo Lalita-. No barriste eso, no lavaste las ollas, y me asusta con el infierno, cada mañana ¿te has arrepentido de tus pecados? Y también me dice cosas terribles de Adrián, que es un bandido, que engañaba a todos.
– Tiene mal genio porque está viejita -dijo Bonifacia-. Se dará cuenta que se va a morir pronto. Pero conmigo es buena. Me quiere y yo también la quiero.
– Algarrobos, burros y tonderos -dijo el teniente-. Y conocerá el mar, señora, no está lejos de Piura. Eso es mejor que bañarse en el río.
– Y, además, dicen que ahí están las mujeres más lindas del Perú, señora -dijo el Pesado.
– Ah, Pesado -dijo el Rubio-. ¿Y qué le importa a la señora que haya mujeres lindas en Piura?
– Le digo para que se cuide de las piuranas -dijo el Pesado-. No vayan a dejarla sin marido.
– Ella sabe que soy serio -dijo el sargento-. Sólo sueño con ver a mis amigos, a mis primos. Para mujeres, con la mía me basta y sobra.
– Ah, cholo cínico -rió el teniente-. Cuídelo mucho, señora, y si se le suelta déle palo.
– Si es posible, me empaqueta una piurana y me la manda, mi sargento -dijo el Pesado.
Bonifacia sonreía a unos y a otros pero, al mismo tiempo, se mordía los labios y, a intervalos regulares, una expresión distinta volvía a su rostro y lo abatía, unos segundos empañaba su mirada y agitaba su boca con un leve temblor, y luego desaparecía y sus ojos sonreían de nuevo. El pueblo despertaba ya, había cristianos reunidos en la tienda de Paredes, la vieja sirvienta de don Fabio barría la terraza de la Gobernación y, bajo las capironas, pasaban aguarunas jóvenes y viejos en dirección al río, con pértigas y arpones. El sol encendía los techos de yarina.
– Sería bueno partir de una vez, sargento -dijo Pintado-. Mejor pasar el pongo ahora, después habrá más viento.
– Óyeme primero y después dices no -dijo Bonifacia-. Al menos, deja que te explique.
– Mejor nunca hagas planes -dijo Lalita-. Después, si no salen es peor. Piensa sólo en lo que está pasando en el momento, Bonifacia.
– Ya le he dicho y él está de acuerdo -dijo Bonifacia-. Me dará un sol cada semana, y yo haré trabajos para la gente, ¿no ves que las madres me enseñaron a coser? ¿Pero no se la robarán? Tiene que pasar por tantas manos, a lo mejor no te llega.
– No quiero que me mandes -dijo Lalita-. Para qué necesito plata.
– Pero ya se me ocurrió la manera -dijo Bonifacia, tocándose la cabeza-. Se la mandaré a las madres, ¿quién se va a atrever a robarles a ellas? Y las madres te la darán a ti.
– A pesar de las ganas que uno tiene de irse, siempre da un poco de tristeza -dijo el sargento-. A mí me ha dado ahorita, muchachos, por primera vez. Uno se encariña con los lugares, aunque valgan poca cosa.
La brisa se había transformado en viento y las copas de los árboles más altos inclinaban sus plumeros, los mecían sobre los árboles pequeños. Allá arriba, la puerta de la residencia se abrió, la silueta oscura de una madre salió apresurada y, mientras cruzaba el patio en dirección a la capilla, el viento hinchaba su hábito, lo encrespaba como una ola. Los Paredes habían salido a la puerta de su cabaña y, acodados en la baranda, miraban el embarcadero, hacían adiós.
– Es humano, mi sargento -dijo el Oscuro-. Tanto tiempo aquí, y, además, casado con una de aquí. Se comprende que le dé un poco de pena. A usted le dará más, señora.
– Gracias por todo, mi teniente -dijo el sargento-. Si puedo servirle de algo en Piura, ya sabe, estoy a sus órdenes para cualquier cosa. ¿Cuándo estará usted en Lima?
– Dentro de un mes, más o menos -dijo el teniente-. Tengo que ir a Iquitos antes, a liquidar este asunto. Que te vaya bien en tu tierra, cholo, de repente te caigo por ahí un día de ésos.
– Guárdate mejor la plata para cuando tengas hijos -dijo Lalita-. Adrián decía al otro mes comenzamos, y en seis meses habrá para un motor nuevo. Y nunca ahorramos ni un centavo. Pero él no gastaba casi nada, todo era para la comida y los hijos.
– Y entonces podrás ir a Iquitos -dijo Bonifacia-. Haz que las madres te guarden la plata que voy a mandarte, hasta que haya bastante para el pasaje. Entonces irás a verlo.