– Paredes me ha dicho que no volveré a verlo -dijo Lalita-. También que me moriré aquí, de sirvienta de las madres. No me mandes nada. Te hará falta allá, en la ciudad se necesita mucha plata.
¿Le permitía, cholo? El sargento asintió, y el teniente abrazó a Bonifacia que pestañeaba mucho y movía la cabeza como aturdida, pero sus labios y sus ojos, aunque húmedos, sonreían aún, tenazmente, señora: ahora les tocaba a ellos. Primero la abrazó el Pesado y el Oscuro, caramba, cuánto se demoraba y él, mi sargento, no piense mal, era un abrazo de amigo, el Rubio, el Chiquito. El práctico Pintado había soltado las amarras y mantenía la lancha junto al embarcadero, curvado sobre la pértiga. El sargento y Bonifacia subieron, se instalaron entre los bultos, Pintado levantó la pértiga y la corriente se apoderó de la embarcación, comenzó a columpiarla, a llevársela sin apuro hacia el Marañón.
– Tienes que ir a verlo -dijo Bonifacia-. Te mandaré aunque no quieras. Y cuando salga, se irán a Piura, yo los ayudaré como ustedes me han ayudado. Allá nadie lo conoce a don Adrián y podrá trabajar en lo que sea.
– Ya cambiarás de cara cuando veas Pinta, chinita -dijo el sargento.
Bonifacia tenía una mano fuera de la lancha, sus dedos tocaban el agua turbia y abrían rectos, efímeros canales que desaparecían en la espumosa confusión que iba sembrando la hélice. A veces, bajo la opaca superficie del río se divisaba un pez breve y veloz. Sobre ellos, el cielo aparecía despejado pero, a lo lejos, en dirección a la cordillera, flotaban nubes gordas que el sol hendía como una cuchilla.
– ¿Estás triste sólo por las madres? -dijo el sargento.
– También por Lalita dijo Bonifacia-. Y pienso todo el tiempo en la madre Angélica. Anoche se me prendió, no quería soltarme y no le salían las palabras de la pena.
– Las monjitas se han portado bien -dijo el sargento-. Cuántos regalos te han hecho.
– ¿Alguna vez volveremos? -dijo Bonifacia-. ¿Siquiera una vez, de paseo?
– Quién sabe -dijo el sargento-. Pero está un poco lejos para venir de paseo hasta aquí.
– No llores -dijo Bonifacia-. Te voy a escribir y te voy a contar todo lo que haga.
– Desde que salí de Iquitos no he tenido amigas -dijo Lalita-. Desde que era chica. Allá en la isla, las achuales, las huambisas casi no hablaban cristiano y no nos entendíamos sino en ciertas cosas. Tú has sido mi mejor amiga.
– Y tú también la mía -dijo Bonifacia-. Más que amiga, Lalita. Tú y la madre Angélica son lo que más quiero aquí. Anda, no llores.
– Por qué no volvías, Aquilino -dijo Fushía-. Por qué no volvías, viejo.
– No pude venir más rápido, hombre, cálmate -dijo Aquilino-. El tipo me comía a preguntas, y decía las monjas y que el doctor y no podía convencerlo. Pero lo convencí, Fushía, ya está arreglado.
– ¿Las monjas? -dijo Fushía-. ¿También viven monjas ahí?
– Son como enfermeras, cuidan a la gente -dijo Aquilino.
– Llévame a otra parte, Aquilino -dijo Fushía-, no me dejes en San Pablo, no quiero morirme ahí.
– El tipo se quedó con toda la plata, pero me ha prometido un montón de cosas -dijo Aquilino-. Te conseguirá papeles, arreglará todo para que nadie sepa quién eres.
– ¿Le diste todo lo que junté estos años? -dijo Fushía-. ¿Para eso tantos sacrificios, tanta lucha? ¿Para que un tipo cualquiera se quede con todo?
– Tuve que ir subiendo a poquitos -dijo Aquilino-. Primero quinientos y nones, después mil y nones, ni quería discutir, decía la cárcel es más cara. También me prometió que te dará mejor comida, mejores remedios. Qué vamos a hacer, Fushía, hubiera sido peor si no acepta.
Llovía a cántaros y el viejo, calado hasta los huesos, maldiciendo contra el tiempo, sacó la lancha del caño a golpes de tangana. Ya cerca del embarcadero, divisó siluetas desnudas en lo alto del barranco. A gritos, ordenó en huambisa que bajaran a ayudarlo y aquéllas desaparecieron detrás de las lupunas que el viento sacudía, y surgieron, rojizas, dando saltitos, resbalando en el barro de la pendiente. Sujetaron la lancha a unas estacas y, chapoteando bajo los goterones que salpicaban en sus espaldas, llevaron en peso a don Aquilino a tierra. El viejo comenzó a desnudarse mientras trepaba el barranco. Al llegar a la cima se había quitado la camisa y, en el poblado, sin responder a los signos amistosos que le hacían niños y mujeres desde las cabañas, se sacó el pantalón. Así, con sólo su sombrero de paja y corto calzoncillo, cruzó el boscaje hacia el claro de los cristianos, y allí algo simiesco y tambaleante se descolgó de una baranda, Pantacha, lo abrazó, estás soñando, y balbuceó torpemente en su oído, atorado de yerbas y ni siquiera puedes hablar, suéltame. Pantacha tenía los ojos atormentados e hilillos de baba chorreaban de sus labios. Muy agitado, hacía gestos señalando las cabañas. El viejo vio en la terraza a la shapra, hosca, inmóvil, el cuello y los brazos ocultos por sartas de collares y brazaletes, la cara muy pintada.
– Se escaparon, don Aquilino -gruñó por fin Pantacha, revolviendo los ojos-. Y el patrón rabiando, encerrado ahí hace meses, no quiere salir.
– ¿Está en su cabaña? -dijo el viejo-. Suéltame, tengo que hablar con él.
– Quién eres tú para mandarme -dijo Fushía-. Anda de nuevo, que el tipo te devuelva la plata. Llévame al Santiago, prefiero morirme entre gente que conozco.
– Tenemos que esperar hasta la noche -dijo Aquilino-. Cuando todos se duerman, te llevaré hasta la lancha donde hacen bañar a las visitas y ahí te recogerá el tipo. No sigas así, Fushía, ahora trata de dormir un poco. ¿O quieres comer algo?
– Así como me estás tratando tú, me tratarán ahí -dijo Fushía-. Ni me oyes, decides todo y yo tengo que obedecer. Es mi vida, Aquilino, no la tuya, no quiero, no me abandones en este sitio. Un poco de compasión, viejo, regresemos a la isla.
– Ni queriendo podría hacerte caso -dijo Aquilino-. De surcada hasta el Santiago y escondiéndose serían meses de viaje y ya no hay gasolina, ni plata para comprarla. Te he traído hasta acá por amistad, para que mueras entre cristianos, y no como un pagano. Hazme caso, duérmete un poco.
El cuerpo hinchaba apenas las mantas que lo cubrían hasta la barbilla. El mosquitero sólo protegía media hamaca y reinaba un gran desorden en torno: latas desparramadas, cáscaras, calabazas con sobras de masato, restos de comida. Había una extraña pestilencia y muchas moscas. El viejo tocó en el hombro a Fushía, éste roncó y, entonces, el viejo lo remeció con las dos manos. Los párpados de Fushía se separaron, dos brasas sanguinolentas se posaron fatigadamente en el rostro de Aquilino, se apagaron y encendieron varias veces. Fushía se incorporó algo, sobre los codos.
– Me agarró la lluvia en medio del caño -dijo Aquilino-. Estoy empapado.
Hablaba y escurría la camisa y el pantalón, los retorcía con furia; luego, los colgó en la cuerda del mosquitero. Afuera llovía muy fuerte siempre, una luz turbia bajaba hasta las charcas y el fango ceniza del claro, el viento embestía rugiendo contra los árboles. A veces, un zig zag multicolor aclaraba el cielo y, segundos después, venía el trueno.
– La puta esa se fue con Nieves -dijo Fushía, los ojos cerrados-. Se escaparon juntos ese par de perros, Aquilino.
– ¿Y qué te importa que se hayan ido? -dijo Aquilino, secándose el cuerpo con la mano-. Bah, uno está mejor solo que mal acompañado.
– La puta esa no me importa -dijo Fushía-. Pero sí que se haya ido con el práctico. Eso tiene que pagármelo.
Sin abrir los ojos, Fushía volvió el rostro, escupió, hombre, se subió las mantas hasta la boca, mejor miraba dónde escupía, le había pasado raspando.
– ¿Cuántos meses que no has venido? -dijo Fushía-. Hace siglos que te estoy esperando.
– ¿Tienes mucha carga? -dijo Aquilino-. ¿Cuántas bolas de jebe? ¿Cuántas pieles?
– Estuvimos de malas -dijo Fushía-. Sólo encontramos pueblos vacíos. Esta vez no tengo mercadería.
– Si ya no podías salir de viaje, si las piernas no te respondían ya para andar por el monte -dijo Aquilino-. ¡Morir entre conocidos! ¿Crees que los huambisas iban a seguir contigo? En cualquier momento se largaban.
– Yo podía dar órdenes desde la hamaca -dijo Fushía-. Jum y Pantacha los hubieran llevado donde yo mandara.
– No te hagas el tonto -dijo Aquilino-. A Jum lo odian y no lo mataron hasta ahora por ti. Y el Pantacha está zafado con sus cocimientos, apenas podía hablar cuando lo dejamos. Eso se había acabado, hombre, desengáñate.
– ¿Vendiste bien? -dijo Fushía-. ¿Cuánta plata me traes?
– Quinientos soles -dijo Aquilino-. No me tuerzas la cara, lo que llevé no valía más y he tenido que pelear para que me dieran eso. Pero qué ha pasado, es la primera vez que no tienes mercadería.
– La región está quemada -dijo Fushía-. Los perros esos andan prevenidos y se esconden. Iré más lejos, aunque sea a las ciudades me meteré, pero encontraré jebe.
– ¿Lalita te robó toda tu plata? -dijo Aquilino-. ¿Te dejaron algo?
– ¿Qué plata? -Fushía sujetaba las mantas junto a la boca, se había encogido más-. ¿De qué plata hablas?
– De la que te he ido trayendo, Fushía -dijo el viejo-. De las ganancias de tus robos. Ya sé que la tenías guardada. ¿Cuánto te queda? ¿Cinco mil soles? ¿Diez mil?
– Ni tú, ni tu madre ni nadie me va a quitar lo que es mío -dijo Fushía.
– No me des más pena de la que te tengo -dijo Aquilino-. Y no me mires así, tus ojos no me asustan. Más bien contéstame lo que te pregunto.
– ¿Me tendría tanto miedo o con el apuro se olvidaron de robarme la plata? -dijo Fushía-. Lalita sabía dónde la guardaba.