– También puede ser que fuera por pena -dijo Aquilino-. Diría está fregado, se va a quedar solo, al menos le dejaremos la plata para que se consuele un poco.
– Mejor debieron robársela esos perros -dijo Fushía-. Sin plata, el tipo no habría aceptado. Y tú que eres de buen corazón no me hubieras botado en el monte. Me habrías regresado a la isla, viejo.
– Vaya, por fin estás más tranquilo dijo Aquilino-. ¿Sabes qué voy a hacer? Machucar unos plátanos y hervirlos. Ya desde mañana comerás como los cristianos, será tu despedida de la comida pagana.
El viejo se rió, se tumbó en la hamaca vacía y comenzó a mecerse, impulsándose con un pie.
– Si fuera tu enemigo, no estaría aquí -dijo-. Todavía tengo esos quinientos soles, me hubiera quedado con ellos. Yo estaba seguro que esta vez no tendrías carga.
La lluvia barría la terraza, chasqueaba sordamente en el techo, y el aire caliente que venía de afuera levantaba el mosquitero, lo tenía aleteando como una cigüeña blanca.
– No necesitas taparte tanto -dijo Aquilino-. Ya sé que se te cae el pellejo de las piernas, Fushía.
– Te contó lo de los zancudos la puta esa? -murmuró Fushía-. Me rasqué y se me infectaron, pero ya está pasando. Ésos se creen que porque estoy así no iré a buscarlos. Ya veremos quién ríe último, Aquilino.
– No me cambies de tema -dijo Aquilino-. ¿De veras te estás sanando?
– Dame un poquito más, viejo -dijo Fushía-. ¿Queda todavía?
– Tómate el mío, ya no quiero más -dijo Aquilino-. A mí también me gusta. En eso soy como un huambisa, todas las mañanas cuando me despierto me machuco unos plátanos y los hiervo.
– Voy a extrañarla más que a Campo Grande, más que a Iquitos -dijo Fushía-. Me parece que la isla es la única patria que he tenido. Hasta a los huambisas voy a extrañarlos, Aquilino.
– Vas a extrañar a todos, pero no a tu hijo -dijo Aquilino-. Es el único del que no hablas. ¿No te importa nada que se lo llevara Lalita?
– A lo mejor no era mi hijo -dijo Fushía-. A lo mejor la perra esa…
– Calla, calla, ya hace años que te conozco y está difícil que me engañes -dijo Aquilino-. Dime la verdad, ¿se están sanando o están peor que antes?
– No me hables en ese tono -dijo Fushía-. No te permito, mierda.
Su voz, que carecía de convicción, se extinguió en una especie de aullido. Aquilino se levantó de la hamaca, fue hacia él y Fushía se cubrió la cara: era un bultito tímido y amorfo.
– No tengas vergüenza de mí, hombre -susurró el viejo-. Déjame ver.
Fushía no respondió y Aquilino cogió una punta de la manta y la alzó. Fushía no llevaba botas y el viejo estuvo mirando, su mano incrustada como una garra en la manta, la frente roída de arrugas, la boca abierta.
– Lo siento mucho, pero ya es hora, Fushía -dijo Aquilino-. Tenemos que irnos.
– Un ratito más, viejo -gimió Fushía-. Mira, préndeme un cigarro, me lo fumo y me llevas donde el tipo. Sólo diez minutos, Aquilino.
– Pero fúmatelo rápido -dijo el viejo-. El tipo estará esperando ya.
– Mira todo de una vez -gimió Fushía, bajo la manta-. Ni yo me acostumbro, viejo. Mira más arriba.
Las piernas se doblaron y, al estirarse, las mantas cayeron al suelo. Ahora Aquilino podía ver, también, los muslos translúcidos, las ingles, el pubis calvo, el pequeño garfio de carne que había sido el sexo y el vientre: allí la piel estaba intacta. El viejo se inclinó precipitadamente, cogió las mantas, cubrió la hamaca.
– ¿Ves, ves? -sollozó Fushía-. ¿Ves que ya ni soy hombre, Aquilino?
– También me prometió que te dará cigarros cuando quieras -dijo Aquilino-. Ya sabes, te dan ganas de fumar y le pides.
– Me gustaría morirme ahora mismo -dijo Fushía-, sin darme cuenta, de repente. Tú me envolverías en una manta y me colgarías de un árbol, como a un huambisa. Sólo que nadie me lloraría cada mañana. ¿De qué te ríes?
– De lo que te haces el que fumas, para que el cigarro dure más y se pase el tiempo -dijo Aquilino-. Pero si de todos modos vamos a ir, qué te hacen dos minutos más o menos, hombre.
– Cómo voy a viajar hasta allá, Aquilino -dijo Fushía-. Está muy lejos.
– Mejor que te mueras ahí que aquí -dijo el viejo-. Ahí te cuidarán y la enfermedad ya no seguirá subiendo. Yo conozco un tipo, con la plata que tienes te aceptará sin pedir papeles ni nada.
– No llegaremos, viejo, me agarrarán en el río.
– Yo te prometo que llegaremos -dijo Aquilino-. Aunque sea viajando sólo de noche, buscando los caños. Pero hay que partir hoy mismo, sin que nos vea el Pantacha ni los paganos. Nadie tiene que saber, es la única forma de que allá estés seguro.
– La policía, los soldados, viejo -dijo Fushía-. ¿No ves que todos me buscan? No puedo salir de acá. Hay mucha gente que quiere vengarse de mí.
– San Pablo es un sitio donde nunca te irán a buscar -dijo el viejo-. Aunque supieran que estás ahí, no irían. Pero nadie sabrá.
– Viejo, viejo -sollozó Fushía-. Tú eres bueno, te ruego, ¿crees en Dios?, por Dios hazlo, Aquilino, trata de comprenderme.
– Claro que te comprendo, Fushía -dijo el viejo levantándose-. Pero hace rato que oscureció, tengo que llevarte de una vez, el tipo se va a cansar de esperarnos.
Es otra vez de noche, la tierra es blanda, los pies se hunden hasta los tobillos y son siempre los mismos lugares: la ribera, el sendero que se adelgaza entre las chacras, un bosquecillo de algarrobos, el arenal. Tú por aquí, Toñita, nunca por allá, no los vayan a ver desde Castilla. La arena cae sin misericordia, cúbrela con la manta, ponle tu sombrero, que baje su cabecita si no quiere que le arda la cara. Los mismos ruidos: el runrún del viento en los algodonales, música de guitarras, cantos, jaleos y, al alba, los profundos mugidos de las reses. Tú ven, Toñita, sentémonos aquí, descansarán un rato y seguirán paseando. Las mismas imágenes: una cúpula negra, estrellas que parpadean, brillan fijas o se apagan, el desierto de pliegues y dunas azules y, a lo lejos, la construcción erecta, solitaria, sus luces lívidas, sombras que salen, sombras que entran y, a veces, en la madrugada, un jinete, unos peones, un rebaño de cabras, la lancha de Carlos Rojas y, en la otra orilla del río, las puertas grises del camal. Háblale del amanecer, tú ¿me oyes, Toñita?, ¿te dormiste?, cómo se divisan los campanarios, los tejados, los balcones, si lloverá y si hay neblina. Pregúntale si tiene frío, si quiere volver, abrígale las piernas con tu saco, que se apoye en tu hombro. Y ahí, de nuevo, el alboroto intempestivo, el extraño galope de esa noche, el sobresalto de su cuerpo. Incorpórate, mira, ¿quiénes corren?, ¿una apuesta?, ¿Chápiro, don Eusebio, los mellizos Temple? Tú escondámonos, agachémonos, no te muevas, no te asustes, son dos caballos y ahí, en la oscuridad, quién, por qué, cómo. Tú pasaron cerca y en caballos chúcaros, qué tales locos, van hasta el río, ahora regresan, no tengas miedo chiquita, y ahí su rostro girando, interrogando, su ansiedad, el temblor de su boca, sus uñas como clavos y su mano por qué, cómo, y su respiración junto a la tuya. Ahora cálmala, tú yo te explico, Toñita, ya se fueron, iban tan rápido, no les vi las caras y ella tenaz, sedienta, averiguando en la negrura, quién, por qué, cómo. Tú no te pongas así, quiénes serían, qué importa, qué sonsita. Una trampa para distraerla: métete bajo la manta, ocúltate, deja que te tape, ahí vienen, son montones, si nos ven nos matan, siente su agitación, su furia, su terror, que se acerque, que te abrace, que se hunda en ti, tú más, Toñita, pégate más y dile ahora que mentira, no viene nadie, dame un beso, te engañé chiquita. Y hoy no le hables, escúchala a tu lado, su silueta es un barco, el arenal un mar, ella navega, tranquilamente sortea médanos y arbustos, no la interrumpas, no pises la sombra que proyecta. Enciende un cigarrillo y fuma, piensa que eres feliz. Charla con ella y bromea, tú estoy fumando, le enseñarás cuando crezca, las niñas no fuman, se atoraría, ríete, que se ría, ruégale, tú no estés siempre tan seria, Toñita, por lo que más quieras. Y ahí, de nuevo, la incertidumbre, ese ácido que roe la vida, tú ya sé, se aburre tanto, las mismas voces, el encierro, pero espérate, falta poco, viajarán a Lima, una casa para los dos solos, no habrá que esconderse, le comprarás todo, verás, Toñita, verás. Siente otra vez esa emoción amarga, tú nunca te enojas, chiquita, que sea distinta, que se enoje alguna vez, que rompa las cosas, llore a gritos y ahí, ausente, idéntica, la expresión de su rostro, el suave latido de sus sienes, sus párpados caídos, el secreto de sus labios. Ahora sólo recuerdos y un poco de melancolía, tú por eso te miman tanto, cómo se han portado, no dijeron nada, te traen dulces, te visten, te peinan, parecen otras, entre ellas se pelean tanto, qué maldades se hacen, contigo tan buenas y tan serviciales. Diles me la he traído, me la he robado, la quieres, va a vivir contigo, tienen que ayudarte y ahí, de nuevo, su excitación, sus protestas, le juramos, prometemos, responderemos a su confianza, sus cuchicheos, su revoloteo, míralas, conmovidas, curiosas, risueñas, siente su desesperación por subir a la torre, por verla y hablarle. Y otra vez ella y tú te quieren todas, ¿porque eres joven?, ¿porque no hablas?, ¿porque les das pena? Y ahí, esa noche: el río fluye oscuramente y en la ciudad no quedan luces, la luna alumbra apenas el desierto, los sembríos son manchas borrosas y ella está lejos y desamparada. Llámala, pregúntale, Toñita ¿me oyes?, ¿qué sientes?, por qué jala así tu mano, si se ha asustado de la arena que cae tan fuerte. Tú ven Toñita, abrígate, ya pasará, ¿crees que nos va a tapar, que nos va a enterrar vivos?, de qué tiemblas, qué sientes, ¿te falta el aire?, ¿quieres volver?, no respires así. Y no te dabas cuenta, tú soy tan bruto, qué terrible no comprender, chiquita, no saber nunca qué te ocurre, no adivinar. Y ahí, de nuevo, tu corazón como un surtidor y las preguntas, su chisporroteo, cómo piensas que soy, cómo las habitantas, y las caras, y la tierra que pisas, de dónde sale lo que oyes, cómo eres tú, qué significan esas voces, ¿piensas que todos son como tú?, ¿que oímos y no respondemos?, ¿que alguien nos da la comida, nos acuesta y nos ayuda a subir la escalera? Toñita, Toñita, ¿qué sientes por mí?, ¿sabes lo que es el amor?, ¿por qué me besas? Haz un esfuerzo ahora, no le contagies tu angustia, baja la voz y suavemente dile no importa, mis sentimientos son tus sentimientos, quieres sufrir cuando ella sufra. Que olvide esos ruidos, tú nunca más, Toñita, me puse nervioso, cuéntale de la ciudad, de la pobre gallinaza que llora sus penas, del piajeno y las canastas, y lo que dice la gente en La Estrella del Norte, tú todos preguntan, Toñita, te buscan, están de duelo, pobrecita, ¿la habrán matado?, ¿un forastero se la robaría?, lo que inventa, sus mentiras, sus murmuraciones. Pregúntale si se acuerda, ¿le gustaría volver a la plaza?, ¿asolearse junto a la glorieta?, si extraña a la gallinaza, tú ¿quisieras verla de nuevo?, ¿nos la llevamos a Lima? Pero ella no puede o no quiere oír, algo la aísla, la atormenta y ahí, siempre, su mano, su temblor, su espanto, tú qué te pasa, ¿te está doliendo?, ¿quieres que te sobe? Dale gusto, toca donde ella te indica, no apoyes mucho, repasa su vientre, acaricia el mismo sitio, diez veces, cien veces, y entretanto ya sé, te duele, la comida, ¿quieres hacer pis?, ayúdala, ¿caquita?, que se acuclille, que no se preocupe, tú serás un toldo, abre la manta, ataja la lluvia sobre su cabeza, que la arena la deje tranquila. Pero es en vano y ahora sus mejillas están húmedas, ha aumentado la alarma de su cuerpo, la crispación de su rostro y saber que está llorando y no adivinar es terrible, Toñita, qué puedes hacer, qué quiere que hagas. Llévala en tus brazos, corre, bésala, tú ya llegamos, ya está sana, y que no llore, que por Dios no llore. Llama a Angélica Mercedes, que la cure, ella es un cólico, patrón, tú ¿un té caliente?, ¿unas ventosas?, ella no es nada grave, no se asuste, tú ¿yerbaluisa?, ¿manzanilla?, y su mano ahí, palpando, calentando, acariciando el mismo sitio, y qué bruto, qué bruto, no te dabas cuenta. Y ahí, las habitantas, su regocijo, sus cuerpos que atestan la torre, sus olores, cremas, talco y vaselina, sus chillidos y brincos, el patrón no se dio cuenta, qué inocente, qué churre. Míralas amontonadas, fíjate, la rodean, le hacen fiestas y le dicen cosas. Deja que la entretengan y baja al salón, abre una botella, túmbate en un sillón, brinda por ti, siente la turbación confusa, alborozada, cierra los ojos y trata de oírlas: lo menos dos, la Mariposa tres, la Luciérnaga cuatro y vaya si será tonto, ¿por qué creía, patrón, que no sangraba?, ¿cuánto que se le paró, patrón?, así sabremos justito. Siente el alcohol, su mitigada efervescencia que afloja las piernas y el remordimiento, cómo se va la inquietud, y tú nunca le llevé la cuenta. Qué te importaba, qué importa que nazca mañana o dentro de ocho meses, la Toñita engordará y después eso la tendrá contenta. Arrodíllate junto a su cama, tú no era nada, celebremos, lo engreirás, le cambiarás pañales, y si es hembrita que se le parezca. Y que ellas vayan donde don Eusebio, mañana mismo, que le compren lo que haga falta y seguramente los empleados se burlarán, ¿quién va a parir?, ¿y de quién?, y si es machito que se llame Anselmo. Anda a la Gallinacera, busca a los carpinteros, que traigan tablas, clavos y martillos, que construyan un cuartito, invéntales cualquier historia. Toñita, Toñita, ten antojos, vómitos, malhumor, sé como las otras, ¿puedes tocarlo?, ¿ya se mueve? Y una última vez pregúntate si fue mejor o peor, si la vida debe ser así, y lo que habría pasado si ella no, si tú y ella, si fue un sueño o si las cosas son siempre distintas a los sueños, y todavía un esfuerzo final y pregúntate si alguna vez te resignaste, y si es porque ella murió o porque eres viejo que estás tan conforme con la idea de morir tú mismo.