– Pero si los de la Roggero llegan de mañanita o de noche, nunca a estas horas -dijo Josefino.
– Se quedaron plantados en la cuesta de Olmos -dijo el Mono-. Se les reventó una llanta. La cambiaron y después se les reventaron otras dos. Vaya suertudos.
– Nos quedamos helados cuando lo vimos -dijo José.
– Quería salir a festejar ahí mismo -dijo el Mono-. Lo dejamos alistándose mientras veníamos a buscarte.
– Me ha tomado desprevenido, maldita sea -dijo Josefino.
– ¿Qué vamos a hacer ahora? -dijo José.
– Lo que tú mandes, primo -dijo el Mono.
– Tráiganse al coleguita, entonces -dijo Lituma-. Nos tomaremos unas copitas con él. Vayan a buscarlo, díganle que volvió el inconquistable número cuatro. A ver qué cara pone.
– ¿Estás hablando en serio, primo? -dijo José.
– Muy en serio -dijo Lituma-. Ahí traje unas botellas de Sol de Ica, nos vaciaremos una con él. Tengo unas ganas de verlo, palabra. Vayan, mientras me cambio de ropa.
– Ves que habla de ti dice el coleguita, el inconquistable -dijo el Mono-. Te estima tanto como a nosotros.
– Me imagino que se los comió a preguntas -dijo Josefino-. ¿Qué le inventaron?
– Te equivocas, no hablamos de eso para nada -dijo el Mono-. Ni siquiera la nombró. A lo mejor se ha olvidado de ella.
– Ahora que lleguemos nos soltará una andanada de preguntas -dijo Josefino-. Hay que arreglar esto hoy mismo, antes que le vayan con el cuento.
– Te encargarás tú -dijo el Mono-. Yo no me atrevo. ¿Qué le vas a decir?
– No sé -dijo Josefino-; depende cómo se presenten las cosas. Si por lo menos hubiera avisado que venía. Pero caernos así, de sopetón. Maldita sea, no me lo esperaba.
– Ya deja de frotarte tanto las manos -dijo José-. Me estás contagiando tus nervios, Josefino.
– Ha cambiado mucho -dijo el Mono-. Se le notan un poco los años, Josefino. Y ya no está tan gordo como antes.
Los faroles de la avenida Sánchez Cerro acababan de encenderse y las casas eran todavía amplias, suntuosas, de paredes claras, balcones de madera labrada y aldabas de bronce, pero al fondo, en los estertores azules del crepúsculo, aparecía ya el perfil contrahecho y borroso de la Mangachería. Una caravana de camiones desfilaba por la pista, en dirección al Puente Nuevo y, en las aceras, había parejas acurrucadas contra los portones, pandillas de muchachos, lentos ancianos con bastones.
– Los blancos se han vuelto valientes -dijo Lituma-. Ahora se pasean por la Mangachería como por su casa.
– La culpa es de la avenida -dijo el Mono-. Ha sido un verdadero fusilico contra los mangaches. Cuando la estaban construyendo, el arpista decía nos fregaron, se acabó la independencia, todo el mundo vendrá a meter la nariz en el barrio. Dicho y hecho, primo.
– No hay blanco que no remate ahora sus fiestas en las chicherías -dijo José-. ¿Ya has visto cómo ha crecido Piura, primo? Hay edificios nuevos por todas partes. Aunque eso no te llamará la atención viniendo de Lima.
– Les voy a decir una cosa -dijo Lituma-. Se acabaron los viajes para mí. Todo este tiempo he estado pensando y me he dado cuenta que la mala me vino por no haberme quedado en mi tierra, como ustedes. Al menos eso he aprendido, que quiero morirme aquí.
– Puede ser que cambie de idea cuando sepa lo que pasa -dijo Josefino-. Le dará vergüenza que la gente lo señale con el dedo en la calle. Y entonces se irá.
Josefino se detuvo y sacó un cigarrillo. Los León hicieron una pantalla con sus manos para que la brisa no apagara el fósforo. Siguieron andando, despacio.
– ¿Y si no se va? -dijo el Mono-. Piura les va a quedar chica a los dos, Josefino.
– Está difícil que Lituma se vaya, porque ha vuelto piurano hasta el tuétano -dijo José-. No es como cuando regresó de la montaña, que todo lo de aquí le apestaba. En Lima se le despertó el amor por la tierra.
– Nada de chifas -dijo Lituma-. Quiero platos piuranos. Un buen seco de chabelo, un piqueo, y clarito a mares.
– Vamos donde Angélica Mercedes entonces, primo -dijo el Mono-. Sigue siendo la reina de las cocineras. ¿No te has olvidado de ella, no?
– Mejor a Catacaos, primo -dijo José-. Al Carro Hundido, ahí el clarito es el mejor que conozco.
– Qué contentos se han puesto con la venida de Lituma -dijo Josefino-. Parecen de fiesta, los dos.
– Después de todo, es nuestro primo, inconquistable -dijo el Mono-. Siempre da gusto ver de nuevo a alguien de la familia.
– Tenemos que llevarlo a alguna parte -dijo Josefino-. Entonarlo un poco, antes de hablarle.
– Pero espérate, Josefino -dijo el Mono-, no te acabamos de contar.
– Mañana iremos donde doña Angélica -dijo Lituma-. O a Catacaos, si prefieren. Pero hoy ya sé dónde festejar mi regreso, tienen que darme gusto.
– ¿Dónde mierda quiere ir? -dijo Josefino-. ¿Al Reina, al Tres Estrellas?
– Donde la Chunga Chunguita -dijo Lituma.
– Qué cosas -dijo el Mono-. A la Casa Verde, nada menos. Date cuenta, inconquistable.
– Eres el mismo demonio -dijo la madre Angélica y se inclinó hacia Bonifacia, tendida en el suelo como una oscura, compacta alimaña-. Una malvada y una ingrata.
– La ingratitud es lo peor, Bonifacia -dijo la superiora lentamente-. Hasta los animales son agradecidos. ¿No has visto a los frailecillos cuando les tiran unos plátanos?
Los rostros, las manos, los velos de las madres parecían fosforescentes en la penumbra de la despensa; Bonifacia seguía inmóvil.
– Algún día te darás cuenta de lo que has hecho y te arrepentirás -dijo la madre Angélica-. Y si no te arrepientes, te irás al infierno, perversa.
Las pupilas duermen en una habitación larga, angosta, honda como un pozo; en las paredes desnudas hay tres ventanas que dan sobre el Nieva, la única puerta comunica con el ancho patio de la misión. En el suelo, apoyados contra la pared, están los catrecitos plegables de lona: las pupilas los enrollan al levantarse, los despliegan y tienden en la noche. Bonifacia duerme en un catre de madera, al otro lado de la puerta, en un cuartito que es como una cuña entre el dormitorio de las pupilas y el patio. Sobre su lecho hay un crucifijo y, al lado, un baúl. Las celdas de las madres están al otro extremo del patio, en la residencia: una construcción blanca, con techo de dos aguas, muchas ventanas simétricas y un macizo barandal de madera. Junto a la residencia están el refectorío y la sala de labores, que es donde aprenden las pupilas a hablar en cristiano, deletrear, sumar, coser y bordar. Las clases de religión y de moral se dan en la capilla. En una esquina del patio hay un local parecido a un hangar, que colinda con la huerta de la misión; su alta chimenea rojiza destaca entre las ramas invasoras del bosque: es la cocina.
– Eras de este tamaño pero ya se podía adivinar lo que serías -la mano de la superiora estaba a medio metro del suelo-. Sabes de qué hablo ¿no es cierto?
Bonifacia se ladeó, alzó la cabeza, sus ojos examinaron la mano de la superiora. Hasta ese rincón de la despensa llegaba el parloteo de los loros de la huerta. Por la ventana, el ramaje de los árboles se veía oscuro ya, inextricable. Bonifacia apoyó los codos en la tierra: no sabía, madre.
– ¿Tampoco sabes todo lo que hemos hecho por ti, no? -estalló la madre Angélica que iba de un lado a otro, los puños cerrados-. ¿Tampoco sabes cómo eras cuando te recogimos, no?
– Cómo quieres que sepa -susurró Bonifacia-. Era muy chica, mamita, no me acuerdo.
– Fíjese la vocecita que pone, madre, qué dócil parece -chilló la madre Angélica-. ¿Crees que vas a engañarme? ¿Acaso no te conozco? Y con qué permiso me sigues diciendo mamita.
Después de las oraciones de la noche, las madres entran al refectorio y las pupilas, precedidas por Bonifacia, se dirigen al dormitorio. Tienden sus camas y, cuando están acostadas, Bonifacia apaga las lamparillas de resina, echa llave a la puerta, se arrodilla al pie del crucifijo, reza y se acuesta.
– Corrías a la huerta, arañabas la tierra y, apenas encontrabas una lombriz, un gusano, te lo metías a la boca -dijo la superiora-. Siempre andabas enferma y ¿quiénes te curaban y te cuidaban? ¿Tampoco te acuerdas?
– Y estabas desnuda -gritó la madre Angélica- y era por gusto que yo te hiciera vestidos, te los arrancabas y salías mostrando tus vergüenzas a todo el mundo y ya debías tener más de diez años. Tenías malos instintos, demonio, sólo las inmundicias te gustaban.
Había terminado la estación de las lluvias y anochecía rápido: detrás del encrespamiento de ramas y hojas de la ventana, el cielo era una constelación de formas sombrías y de chispas. La superiora se hallaba sentada en un costal, muy erguida, y la madre Angélica iba y venía, agitando el puño, a veces se corría la manga del hábito y asomaba su brazo, una delgada viborilla blanca.
– Nunca hubiera imaginado que serías capaz de una cosa así -dijo la superiora-. ¿Cómo ha sido, Bonifacia? ¿Por qué lo hiciste?
– ¿No se te ocurrió que podían morirse de hambre o ahogarse en el río? -dijo la madre Angélica-. ¿Que cogerían fiebres? ¿No pensaste en nada, bandida?
Bonifacia sollozó. La despensa se había impregnado de ese olor a tierra ácida y vegetales húmedos que aparecía y se acentuaba con las sombras. Olor espeso y picante, nocturno, parecía cruzar la ventana mezclado a los chirridos de grillos y cigarras, muy nítidos ya.
– Eras como un animalito y aquí te dimos un hogar, una familia y un nombre -dijo la superiora-. También te dimos un Dios. ¿Eso no significa nada para ti?
– No tenías qué comer ni qué ponerte -gruñó la madre Angélica-, y nosotras te criamos, te vestimos, te educamos. ¿Por qué has hecho eso con las niñas, malvada?