– Qué buena vida te das, Josefino -dijo la Chunga-. Te estás cayendo.
– Buenos días, muchacho -dijo el arpista-. Creíamos que ya no vendrías a buscarla. La íbamos a llevar nosotros.
– Ni le hable, maestro -dijo el joven-. Está en las últimas.
La Selvática y el Bolas lo trajeron hasta la mesa, y Josefino no estaba en las últimas, qué cojudeces, la del estribo era de él, que nadie se mueva, y que la Chunguita se bajara una cervecita. El arpista se ponía de pie, muchacho, le agradecía la intención, pero era tarde y el taxi estaba esperando. Josefino hacía muecas, eufórico, todos se iban a enronchar, chillón, tomando leche, alimento de churres, y la Chunga sí, bueno, hasta luego, que se lo llevaran. Salieron y hacia el Cuartel Grau apuntaba ya una rayita azul horizontal y en la barriada soñolientas siluetas se movían tras la caña brava, se oía el chisporroteo de un brasero y el aire acarreaba olores rancios. Cruzaron el arenal, el arpista cogido de los brazos por el Bolas y el joven, Josefino apoyado en la Selvática y en la carretera entraron todos en un taxi, los músicos al asiento de atrás. Josefino se reía, la Selvática estaba celosa, viejo, le decía por qué tomas tanto, y dónde estuviste, y con quién, quería confesarlo, arpista.
– Bien hecho, muchacha -dijo el arpista-. Los mangaches son lo peor que hay, no te fíes nunca de él.
– ¿Qué cosa? -dijo Josefino-. ¿Te las das de vivo? ¿Qué cosa? No la toque, compañero, puede correr sangre, compañero, ¿qué cosa?
– Yo no me meto con nadie -dijo el chofer-. No es mi culpa si el auto es angosto. ¿Acaso la he tocado, señorita? Yo hago mi trabajo y no busco líos.
Josefino se rió con la boca abierta, no entendía las bromas, compañero, a carcajadas, que la tocara si le provocaba, tenía su consentimiento y el chofer se rió también, señor: se la había creído de veras. Josefino se volvió hacia los músicos, era el cumpleaños del Mono, que se vinieran con ellos, lo celebrarían juntos, los León lo quieren tanto, viejo. Pero el maestro estaba cansado y tenía que descansar, Josefino, y el Bolas le dio una palmada. Josefino se resentía, se resentía y bostezó y cerró los ojos. El taxi pasó frente a la catedral y los faroles de la plaza de Armas estaban ya apagados. Las siluetas terrosas de los tamarindos cercaban rígidamente la glorieta circular de techo curvo como el de un paraguas y la Selvática que no fuera así, malo, tanto que se lo había pedido. Verdes, grandes, asustados, sus ojos buscaban los de Josefino y él alargó burlonamente una mano, era malo, se los comía crudos y de un bocado. Tuvo un acceso de risa, el chofer lo observó de reojo: bajaba por la calle Lima, entre La Industria y las rejas de la alcaldía. Ella no querría pero el Mono cumplió ayer cien años, y la estaba esperando, y los León eran sus hermanos y él les daba gusto en todo.
– No molestes a la muchacha, Josefino -dijo el arpista-. Debe estar cansada, déjala tranquila.
– No quiere ir a mi casa, arpista -dijo Josefino-. No quiere ver a los inconquistables. Dice que le da vergüenza, figúrese. Pare, compañero, aquí nos quedamos.
El taxi frenó, la calle Tacna y la plaza Merino estaban a oscuras, pero la avenida Sánchez Cerro brillaba con los faros de una caravana de camiones que iban hacia el Puente Nuevo. Josefino bajó de un salto, la Selvática no se movió, comenzaron a forcejear y el arpista no se peleen, muchacho, amístense, y Josefino que vinieran, y el chofer también, el Mono estaba viejísimo, cumplía mil años. Pero el Bolas dio una orden al chofer y éste partió. Ahora también la avenida estaba a oscuras y los camiones eran unos guiños rojos y rugientes alejándose hacia el río. Josefino se puso a silbar entre dientes, tomó del hombro a la Selvática y ella no ofrecía ahora resistencia alguna y marchaba a su lado muy tranquila. Josefino abrió la puerta, la cerró tras ellos y, doblado en un sillón, la cabeza bajo una lamparilla de pie, estaba el Mono, roncando. Un humillo picante vagabundeaba por la habitación sobre botellas vacías, copas, puchos y restos de comida. Se habían rendido, ¿ésos eran los mangaches?, Josefino daba saltos, ¿los invencibles mangaches?, y una voz incoherente surgió en el cuarto vecino: José se había metido a su cama, lo mataba. El Mono se incorporó sacudiendo la cabeza, quién mierda se había rendido, y sonrió y le brillaron los ojos, pero Dios mío, y aflautó la voz, pero quién estaba aquí, y se levantó, pero cuánto tiempo, y avanzó dando traspiés, pero qué gustazo de verla, primita, apartando las sillas con las manos, las botellas del suelo con los pies, con las ganas que tenía de verla de nuevo, y Josefino ¿cumplo o no cumplo?, ¿su palabra valía o no valía tanto como la de un mangache? Los brazos abiertos, despeinado, una ancha sonrisa en la boca, el Mono avanzaba sinuosamente, tanto tiempo y, además, qué buena moza me he puesto, y por qué se retiraba, primita, tenía que felicitarlo, ¿no sabía que era su cumpleaños?
– Es cierto, cumple un millón de años -dijo Josefino-. Basta de respingos, Selvática, dale un abrazo.
Se dejó caer en un sillón, atrapó una botella y se la llevó a la boca, y bebió, y la cachetada resonó como un pedrusco en el agua, primita mala, Josefino se rió, el Mono se dejó cachetear otra vez, primita mala, y ahora la Selvática iba de un lado a otro, se quebraban copas, el Mono tras ella, resbalando y riendo, y en el cuarto vecino eran los inconquistables, no sabían trabajar, sólo chupar, y la voz de José iba y Josefino canturreaba también, enroscado bajo la lamparilla de pie, la botella se le escurría de la mano a poquitos. Ahora la Selvática y el Mono estaban quietos en un rincón, y ella lo cacheteaba siempre, primita mala, ya le dolía de veras, ¿por qué le pegaba?, y se reía, que lo besara más bien, y ella también se reía de las payasadas del Mono, y hasta el invisible José se reía, primita bonita.
El gobernador da tres suaves toques con los nudillos, la puerta de la residencia se abre: el rostro rosado de la madre Griselda porfía por sonreír a Julio Reátegui, pero sus ojos se desvían llenos de azoro hacia la plaza de Santa María de Nieva y su boca tiembla. El gobernador entra, la chiquilla lo sigue dócilmente. Avanzan por un sombreado pasadizo hacia el despacho de la superiora y el vocerío del pueblo es ahora apagado y lejano, como el bullicio de los domingos, cuando las pupilas bajan al río. En el despacho, el gobernador se deja caer en una de las sillas de lona. Suspira con alivio, cierra los ojos. La chiquilla permanece en la puerta, la cabeza gacha, pero un momento después, al entrar la superiora, corre hacia Julio Reátegui, madre, que se ha incorporado: buenos días. La superiora le responde con una sonrisa glacial, le indica con la mano que vuelva a sentarse y ella queda de pie, junto al escritorio. Le había dado pena verla hecha una salvajita en Urakusa, madre, con los ojos inteligentes que tenía, Julio Reátegui pensaba que en la misión podrían educarla, ¿había hecho bien? Muy bien, don julio, y la superiora habla como sonríe, fría y distante, sin mirar a la chiquilla: para eso estaban ellas aquí. No entendía nada de español, madre, pero lo aprendería pronto, era muy viva y no les había dado ninguna molestia en todo el viaje. La superiora lo escuchaba con atención, tan inmóvil como el crucifijo de madera clavado en la pared y, cuando Julio Reátegui calla, ella no asiente ni pregunta, espera con sus manos enlazadas sobre el hábito y la boca levemente fruncida, madre: entonces se la dejaba. Julio Reátegui se pone de pie, tenía que irse ahora, y sonríe a la superiora. Había sido muy penoso todo esto, muy pesado, tuvieron lluvias e inconvenientes de toda clase, y todavía no podía ir a acostarse como le hubiera gustado, los amigos habían preparado un almuerzo y, si no iba se resentirían, la gente era tan susceptible. La superiora estira la mano y en ese instante el ruido aumenta de volumen, unos segundos resuena muy próximo, como si exclamaciones y gritos no subieran desde la plaza sino estallaran en la huerta, en la capilla. Luego disminuye y continúa como antes, moderado, difuso, inofensivo, y la superiora pestañea una vez, se detiene antes de llegar a la puerta, se vuelve hacia el gobernador, don julio, sin sonreír, pálida, los labios húmedos: el Señor tendría en cuenta lo que hacía por esta niña, la voz apenada, ella sólo quería recordarle que un cristiano debe saber perdonar. Julio Reátegui asiente, inclina un poco la cabeza, cruza los brazos, su postura es a la vez grave, mansa y solemne, don Julio: que lo hiciera por Dios. La superiora habla con calor ahora, y también por su familia, y sus mejillas se han encendido, don julio, por su esposa que era tan buena y tan piadosa. El gobernador asiente de nuevo, ¿no era un pobre hombre acaso, un infeliz?, el rostro cada vez más preocupado, ¿acaso había recibido educación?, su mano izquierda acaricia reflexivamente la mejilla, ¿sabía lo que hacía?, y han brotado unos pliegues en su frente. La chiquilla los mira de soslayo, entre sus pelos brillan sus ojos, asustadizos, verdes y salvajes: a él le dolía más que a nadie, madre. El gobernador habla sin levantar la voz, era algo que iba contra su naturaleza y contra sus ideas, con cierta pesadumbre, pero no se trataba de él que ya se iba de Santa María de Nieva, sino de los que se quedaban, madre, de Benzas, de Escabino, de Águila, de ella, de las pupilas y de la misión: ¿no quería que ésta fuera una tierra habitable, madre? Pero un cristiano tenía otras armas para poner remedio a las injusticias, don julio, ella sabía que él tenía buenos sentimientos, no podía estar de acuerdo con esos métodos. Que tratara de hacerlos entrar en razón, aquí le obedecían todos, que no hicieran eso con el desdichado. Iba a decepcionarla, madre, lo sentía mucho pero él también pensaba que era la única manera. ¿Otras armas? ¿Las de los misioneros, madre? ¿Cuántos siglos estaban aquí? ¿Cuánto se había avanzado con esas armas? Sólo se trataba de evitar lamentaciones futuras, madre, ese forajido y su gente habían golpeado bárbaramente a un cabo de Borja, matado a un recluta, estafado a don Pedro Escabino y, de golpe, la superiora no, niega con cólera, no, no, eleva la voz: la venganza era inhumana, cosa de salvajes, y eso es lo que estaban haciendo ellos con el desdichado. ¿Por qué no juzgarlo? ¿Por qué no a la cárcel? ¿No se daba cuenta que era horrible, que no se podía tratar así a un ser humano? No era venganza, ni siquiera era un castigo, madre, y Julio Reátegui baja la voz y acaricia con la punta de los dedos los pelos sucios de la chiquilla: se trataba de prevenir. Lo entristecía irse de aquí dejando ese mal recuerdo en la misión, madre, pero era necesario, por el bien de todos. Él tenía cariño a Santa María de Nieva, la Gobernación lo había hecho descuidar sus asuntos, perder dinero, pero no se arrepentía, madre, ¿cierto que había hecho progresar al pueblo? Ahora había autoridades, pronto se instalaría un puesto de Guardia Civil, la gente viviría en paz, madre: eso no podía perderse. La misión era la primera en agradecerle lo que había hecho por Santa María de Nieva, don Julio, ¿pero qué cristiano podía comprender que mataran a un pobre infeliz? ¿Qué culpa tenía él que nadie le enseñara lo bueno y lo malo? No iban a matarlo, madre, tampoco lo mandarían a la cárcel, era seguro que él prefería también esto a que lo metieran preso. No le tenían odio, madre, sólo querían que los aguarunas aprendieran eso, qué era bueno y qué era malo, si sólo entendían así no era culpa de ellos, madre. Quedan en silencio unos segundos, luego el gobernador da la mano a la superiora, sale y la chiquilla lo sigue pero apenas da unos pasos, la superiora la coge del brazo y ella no intenta zafarse, sólo baja la cabeza, don Julio, ¿tenía nombre?, porque había que bautizarla. ¿La niña, madre? No sabía, de todos modos no tendría un nombre cristiano, que ellas le buscaran uno. Hace una venia, sale de la residencia, cruza a trancos el patio de la misión y baja muy rápido el sendero. Al llegar a la plaza mira a Jum: las manos atadas sobre la cabeza, cuelga como una plomada de las capironas y entre sus pies suspendidos en el vacío y las cabezas de los mirones hay un metro de luz. Benzas, Águila, Escabino ya no están allí, sólo el cabo Roberto Delgado, unos soldados, y aguarunas viejos y jóvenes reunidos en un grupo compacto. El cabo ya no vocifera, Jum está callado también. Julio Reátegui observa el embarcadero: las lanchas se balancean vacías, ya terminaron de descargar. El sol es crudo, vertical, de un amarillo casi blanco.