– ¿Te acuerdas de esas flores que había en la isla? -Fushía brinca en el sitio, como un monito lampiño y colorado-. Esas amarillas que se abren con el sol y se cierran al oscurecer, ésas que los huambisas decían son espíritus. ¿Te acuerdas?
– Me voy aunque llueva a torrentes -dice Aquilino-. No dormiré aquí.
– Así, igualito que esas flores -grita Fushía-. Se abren con el sol y sale baba, eso es lo que apesta Aquilino. Pero hace bien, ya no pica, uno se siente mejor. Nos ponemos contentos y no nos peleamos.
– No grites tanto, Fushía -dice Aquilino-. Mira cómo se ha nublado el cielo, y está corriendo tanto viento. La monja dijo que eso te hace daño, tienes que regresar a tu cabaña. Y yo me voy de una vez, mejor.
– Pero nosotros no sentimos ni con el sol ni cuando está nublado -grita Fushía-, nunca sentimos nada. Olemos lo mismo todo el tiempo y ya no parece que apestara, sino que así fuera el olor de la vida. ¿Me entiendes, viejo?
Aquilino suelta su nariz y respira hondo. Finas arrugas cuartean su rostro, lo fruncen bajo el sombrero de paja. El viento agita su camisa de tocuyo y, a ratos, descubre su pecho escuálido, las costillas salientes, la piel bruñida. El viejo baja los ojos, mira de soslayo: sigue ahí, en reposo, como un gran cangrejo.
– ¿A qué se parece? -grita Fushía-. ¿Como a pescado podrido?
– Por lo que más quieras, no sigas gritando -dice Aquilino-. Ahora tengo que irme. Cuando vuelva, te traeré cosas blanditas, para que las pases sin masticar. Ya buscaré, preguntaré en las tiendas.
– Siéntate, siéntate -grita Fushía-. ¿Por qué te has parado, Aquilino? Siéntate, siéntate.
Brinca en cuclillas alrededor de Aquilino y busca sus ojos, pero el viejo se empecina en mirar las nubes, las palmeras, las soñolientas aguas del río, las olitas sucias. Río abajo, un islote de tierra ocre escinde soberbiamente la corriente. Fushía está ahora junto a las piernas de Aquilino. El viejo se sienta.
– Un ratito más, Aquilino -grita Fushía-. No todavía, viejo, acabas de llegar apenas.
– Ahora me acuerdo, tengo que contarte una cosa -el viejo se golpea la frente y, un segundo, mira: el pie sano está escarbando la arena-. En abril estuve en Santa María de Nieva. ¿No ves cómo está mi cabeza? Ya me iba sin contarte. Me contrató la Naval, tenían un práctico enfermo y me llevaron en una de esas cañoneras que vuelan por el agua. Estuvimos allá dos días.
– Tenías miedo de que te agarrara -grita Fushía-. De que me abrazara a tus piernas y por eso te sentaste, Aquilino. Si no, te ibas despacito.
– Ya no des esos chillidos, deja que te cuente -dice Aquilino-. La Lalita ha engordado una barbaridad, al principio no nos reconocimos ninguno de los dos. Ella creía que yo me había muerto. Se puso a llorar de la emoción.
– Antes te quedabas todo el día -grita Fushía-. Te ibas a dormir a tu lancha y al día siguiente volvías y conversabas conmigo, Aquilino. Te quedabas dos o tres días. Ahora apenas vienes ya quieres irte.
– Me alojaron en su casa, Fushía -dice Aquilino-. Tiene un montón de hijos, no me acuerdo cuántos, muchos. Y el Aquilino es un hombre. Estuvo de balsero y ahora se ha ido a trabajar a Iquitos. Ya no es como era de chico, ya no tiene tan rasgados los ojos. Casi todos son hombres y si vieras a la Lalita no creerías que es ella, tan gorda. ¿Te acuerdas cómo la hice parir con estas manos? Es un hombrón el Aquilino, y simpático. Y los hijos de Nieves también y también los del policía. No hay quien los diferencie, todos se parecen a la Lalita.
– A mí todos me tenían envidia -grita Fushía-. Porque venías a verme y a ellos nadie viene a verlos. Y después se burlaban porque te demorabas tanto en volver. Ya viene, lo que pasa es que hace viajes, anda comerciando por los ríos, pero ya vendrá, mañana, o pasado, pero vendrá de todas maneras. Ahora es como si no vinieras nunca, Aquilino.
– La Lalita me contó su vida -dice Aquilino-. Ella no quería más hijos, pero el guardia sí quería y la llenó un montón de veces, y en Santa María de Nieva les dicen a los muchachos los Pesados. Pero no sólo a los hijos del guardia, también a los de Nieves y al tuyo.
– ¿Lalita?-grita Fushía-. ¿Lalita, viejo?
Brota una agitación rosácea, gemidos junto a exhalaciones pútridas y el viejo se tapa la nariz, echa atrás la cabeza. Ha comenzado a llover y el viento sisea entre los árboles, la maleza danza en la otra banda, hay un chasquido susurrante de hojas. La lluvia es todavía fina, invisible. Aquilino se pone de pie:
– Ya viste, empezó a llover, tengo que irme -ganguea-. Tendré que dormir en la lancha, empaparme toda la noche. No puedo ir de surcada con lluvia, si se me planta el motor no tendré fuerzas y me arrastrará la corriente, ya me ha pasado. ¿Te has puesto triste por lo que te conté de la Lalita? ¿Por qué ya no gritas, Fushía?
Está más replegado que antes, curvo, ovoide, y no responde. Su pie sano juguetea con los guijarros esparcidos sobre la arena: los derrama y amontona, los derrama y amontona, iguala sus bordes, y en todos esos movimientos minuciosos y lentos hay una especie de melancolía. Aquilino da dos pasos, no despega ahora la vista de esa espalda encendida, de esos huesos que el agua va lavando. Retrocede un poco más y ahora ya no se distinguen las llagas y la piel, todo es una superficie entre cárdena y violeta, tornasolada. Suelta su nariz y respira hondo.
– No te pongas triste, Fushía -murmura-. Vendré el otro año, aunque esté muy cansado, mi palabra. Te traeré cosas blanditas. ¿Te enojaste por lo de Lalita? ¿Te acordaste de otros tiempos? Así es la vida, hombre, al menos te fue mejor que a otros, fíjate Nieves.
Murmura y va retrocediendo, ya está en el sendero. Hay charcas en los desniveles y un aliento vegetal muy fuerte invade la atmósfera, un olor a savias, resinas y plantas germinando. Un vapor tibio, ralo aún, asciende en capas ondulantes. El viejo sigue retrocediendo, el montoncito de carne viva y sangrienta está inmóvil a lo lejos, desaparece tras los helechos. Aquilino da media vuelta, corre hacia las cabañas, Fushía, vendría el próximo año, susurrando, que no se pusiera triste. Ahora, llueve a cántaros.
– Apúrese, padre -dijo la Selvática-. Ahí tengo un taxi esperando.
– Un momento -carraspeó el padre García, frotándose los ojos-. Tengo que vestirme.
Se hundió en la casa y la Selvática hizo señas al chofer del taxi que esperara. Puñados de insectos revoloteaban crepitando en torno a los faroles de la desierta plazuela Merino, el cielo estaba alto y estrellado y por la avenida Sánchez Cerro aparecían ya, rugiendo, los primeros camiones y ómnibus nocturnos. La Selvática permaneció en la calzada hasta que la puerta volvió a abrirse y salió el padre García, la cara oculta tras una bufanda gris, un sombrero de paño calado hasta las cejas. Subieron al taxi y éste partió.
– Vaya rápido, maestro -dijo la Selvática-. A toda velocidad, maestro.
– ¿Está lejos? -dijo el padre García y su voz se transformó en un largo bostezo.
– Un poquito, padre -dijo la Selvática-. Por el Club Grau.
– ¿Y para qué viniste hasta aquí entonces? -gruñó el padre García-. ¿Para qué existe la parroquia de Buenos Aires? ¿Por qué tenías que despertarme a mí y no al padre Rubio?
El Tres Estrellas estaba cerrado pero se veía luz en el interior, padre: la señora quería que viniera él. Tres hombres abrazados canturreaban en la esquina y otro, un poco más allá, orinaba contra la pared. Un camión sobrecargado de cajones avanzaba impávidamente por el centro de la calle, el chofer del taxi le pedía paso en vano, a bocinazos, apagando y encendiendo los faros y, de pronto, el sombrero de paño se adelantó hasta la boca misma de la Selvática: ¿qué señora quería que él viniera? El camión se apartó, por fin, y el taxi pudo pasar, padre, la señora Chunga, un sobresalto brusco, ¿qué?, ¿quién se estaba muriendo?, el hábito comenzó a agitarse y una especie de arcada estrangulaba la voz del padre García bajo la bufanda: ¿a quién estaba yendo a confesar?
– Al señor don Anselmo, padre -susurró la Selvática.
– ¿Se está muriendo el arpista? -exclamó el chofer-. ¿Qué cosa? ¿Era él?
El coche, frenado bruscamente, rechinó sobre la avenida Grau, luego salió despedido hacia adelante con más impulso y, las luces largas encendidas, siguió aumentando la velocidad y en las bocacalles no la reducía, se limitaba a anunciar su paso veloz con fuertes bocinazos. Entre tanto, el sombrero de paño pendulaba aturdido ante la cara de la Selvática y la garganta del padre García parecía empeñada en una ronca batalla contra algo que la obstruía y asfixiaba.
– Estaba tocando de lo más alegre y, de repente, se cayó al suelo -suspiró la Selvática-. Se puso todo morado el pobre, padre.
Una mano salió disparada de la sombra, sacudió a la Selvática del hombro y ella gimió, ¿estaban yendo al prostíbulo?, asustada, y se arrinconó contra la puerta del taxi: no, padre, no, a la Casa Verde. Ahí se estaba muriendo, por qué la empujaba así, qué le había hecho, y el padre García la soltó y a manotones se arrancó la bufanda del cuello. Respirando trabajosamente acercó su boca a la ventanilla y estuvo así un momento, inclinado, los ojos cerrados, aspirando con angustia el aire leve de la noche. Luego, se dejó caer de espaldas contra el asiento y volvió a arroparse con la bufanda.
– La Casa Verde es el prostíbulo, infeliz -roncó-. Ya sé quién eres tú, ya sé por qué estás medio desnuda y tan pintada.
– ¿No han llamado a un médico? -dijo el chofer-. Qué noticia tan triste, señorita. Perdóneme que me meta, pero es que conozco tanto al arpista. Quién no lo conoce, y todos lo estimamos mucho.