– Pesado, no seas flojo, te vas a perder lo mejor -dice Lalita-. Mira mi tierra, Pesado, qué grande, qué linda. Ayúdame a buscar al Aquilino.
El rostro abatido de Huambachano esboza un simulacro de sonrisa, su cuerpo rechoncho se contorsiona y se incorpora al fin, trabajosamente. Un activo trajín gana la cubierta; los pasajeros revisan sus bultos, se los echan al hombro y, contagiados por la excitación, los chanchos gruñen, las gallinas cacarean y aletean frenéticas y los perros van y vienen, ladrando, las orejas tiesas, los rabos vibrantes. Una sirena perfora el aire, el humo negro de la chimenea se espesa y llueven partículas de carbón sobre la gente. Ya han entrado al puerto, avanzan por un archipiélago de lanchas a motor, balsas cargadas de plátanos, canoas, Pesado, ¿lo veía?, que se fijara bien, ahí tenía que estar, pero el Pesado se descomponía otra vez: suerte maldita. Tiene un acceso de arcadas pero no vomita, se contenta con escupir rabiosamente. Su rostro grasiento está contrito y violáceo, sus ojos han enrojecido mucho. Desde el puente de mando, un hombrecillo da órdenes a gritos, gesticulando, y dos marineros descalzos, el torso desnudo, encaramados en la proa, lanzan los cabos hacia el muelle.
– Todo lo malogras, Pesado -dice Lalita, sin dejar de observar el puerto-. Vuelvo a Iquitos después de tanto y tú te enfermas.
En el vaivén de las aguas aceitosas, se mecen latas, cajas, periódicos, desperdicios. Están rodeados de lanchas, algunas recién pintadas y con banderines en los mástiles, de botes, balsas, boyas y barcazas. En el muelle, junto a la pasarela de tablones, una pequeña turba amorfa de cargadores ruge y chilla en dirección a los pasajeros, dicen sus nombres, se golpean los pechos, todos tratan de ocupar el primer lugar frente a la pasarela. Detrás de ellos hay una alambrada y unos cobertizos de madera entre los cuales se apiña la gente que aguarda a los viajeros: ahí estaba, Pesado, el del sombrero. Qué grande, qué buen mozo, que le hiciera adiós, y Huambachano abre los ojos vidriosos, que lo saludara, Pesado, alza la mano y la agita, flojamente. La embarcación está quieta y los dos marineros saltan al muelle, manipulan los cabos, los sujetan a unos podios. Ahora los cargadores aúllan, brincan y con muecas y disfuerzos tratan de ganar la atención de los pasajeros. Un hombre de uniforme azul y gorra blanca pasea indiferente frente a los tablones. Detrás de la alambrada, la gente agita las manos, ríe y, en medio del bullicio, a intervalos regulares, resuena la estridente sirena: ¡Aquilino! ¡Aquilino! ¡Aquilino! Los colores vuelven al rostro de Huambachano y su sonrisa es ahora más natural, menos patética. Se abre paso entre las mujeres cargadas de atados, arrastrando una maleta hinchada y una bolsa.
– Ha engordado ¿ves? -dice Lalita-. Y cómo se ha puesto para recibirnos, Pesado. Di algo, no seas malagradecido, acaso no te das cuenta de todo lo que hace por nosotros.
– Sí, está gordo y se puso camisa blanca -dice, mecánicamente, Huambachano-. Ya era hora, no estoy hecho para el agua. Mi cuerpo no se acostumbra, he venido padeciendo todo el viaje.
El hombre del uniforme azul recibe los billetes y, a cada pasajero, con un amistoso empellón lo libra a los simiescos, desesperados cargadores que se abalanzan sobre él, le arrebatan los animales y los paquetes, suplicándole, increpándolo si se resiste a soltar su equipaje. Son una decena apenas, pero parecen cien por el ruido que hacen; sucios, greñudos, esqueléticos, sólo llevan pantalones cubiertos de remiendos y, uno que otro, camisetas en hilachas. Huambachano los aparta a empujones, patrón, lo que él quisiera, fuera, y ellos vuelven a la carga, so carajos, cinco reales, patrón y él fuera, paso. Los deja atrás y llega a la barrera, tambaleándose. Aquilino le sale al encuentro y se abrazan.
– Te has dejado bigote -dice Huambachano-, te has echado brillantina. Cómo has cambiado, Aquilino.
– Aquí no es como allá, hay que estar bien vestido -sonríe Aquilino-. ¿Qué tal el viaje? Estoy esperándolos desde esta mañana.
– Tu madre hizo un buen viaje, estuvo contenta -dice Huambachano-. Pero yo me mareé mucho, me la pasé vomitando. Tantos años sin subir a un barco.
– Eso se cura con trago -dice Aquilino-. Qué hace mi madre, por qué se ha quedado ahí.
Maciza, los largos cabellos entrecanos sueltos a la espalda, Lalita está rodeada de cargadores. Se ha inclinado hacia uno de ellos, sus labios se mueven, y lo observa muy de cerca, con una curiosidad casi agresiva: esos mierdas, ¿no veían que estaba sin maleta? Qué querían, ¿cargarla a ella? Aquilino se ríe, saca una cajetilla de Inca, ofrece un cigarrillo a Huambachano y se lo enciende. Ahora Lalita ha puesto una de sus manos en el hombro del cargador y le habla con vivacidad; él escucha en actitud reservada, niega con la cabeza y, después de un momento, se retira y se mezcla con los otros, comienza a brincar, a chillar, a corretear tras los viajeros. Lalita viene hacia la alambrada, muy ligera, con los brazos abiertos. Mientras ella y Aquilino se abrazan, Huambachano fuma y su rostro, entre las volutas de humo, aparece ya repuesto y plácido.
– Ya eres un hombre, ya te vas a casar, pronto me vas a dar nietos -Lalita estruja a Aquilino, lo obliga a retroceder y a girar-. Y tan elegante que estás, tan buen mozo.
– ¿Saben adónde se van a alojar? -dice Aquilino-. Donde los padres de Amelia, yo había buscado un hotelito pero ellos no, aquí les arreglamos una cama en la entrada. Son buenas personas, se harán amigos.
– ¿Cuándo es la boda? -dice Lalita-. Me he traído un vestido nuevo, Aquilino, para estrenarlo ese día. Y el Pesado tiene que comprarse una corbata, la que tenía era muy vieja y no dejé que la trajera.
– El domingo -dice Aquilino-. Ya está todo listo, la iglesia pagada y una fiestita en casa de los padres de Amelia. Mañana me despiden mis amigos. Pero no me has contado de mis hermanos. ¿Todos están bien?
– Bien, pero soñando con venir a Iquitos -dice Huambachano-. Hasta el menorcito quiere largarse, como tú.
Han salido al Malecón y Aquilino lleva la maleta al hombro y la bolsa bajo el brazo. Huambachano fuma y Lalita observa codiciosamente el parque, las casas, los transeúntes, los automóviles, Pesado, ¿no era una linda ciudad? Cómo había crecido, nada de eso existía cuando ella era chica, y Huambachano sí, la cara desganada: a primera vista parecía linda.
– ¿Nunca estuvo aquí cuando era guardia civil? -dice Aquilino.
– No, sólo en sitios de la costa -dice Huambachano-. Y, después, en Santa María de Nieva.
– No podemos ir a pie, los padres de Amelia viven lejos -dice Aquilino-. Vamos a tomar un taxi.
– Un día quiero ir donde yo nací -dice Lalita-. ¿Existirá todavía mi casa, Aquilino? Voy a llorar cuando vea Belén, a lo mejor la casa existe y está igualita.
– ¿Y tu trabajo? -dice Huambachano-. ¿Ganas bien?
– Por ahora poco -dice Aquilino-. Pero el dueño de la curtiembre nos va a mejorar el próximo año, así nos prometió. Él me adelantó la plata para el pasaje de ustedes.
– ¿Qué es curtiembre? -dice Lalita-. ¿No trabajabas en una fábrica?
– Donde se curten los cueros de los lagartos -dice Aquilino-. Se hacen zapatos, carteras. Cuando entré no sabía nada, y ahora me ponen a enseñar a los nuevos.
Él y Huambachano llaman a gritos a cada taxi que pasa, pero ninguno se detiene.
– Ya se me quitó el mareo del agua -dice Huambachano-. Pero ahora tengo mareo de ciudad. También me he desacostumbrado a esto.
– Lo que pasa es que para usted no hay como Santa María de Nieva -dice Aquilino-. Es lo único que le gusta en el mundo.
– Es verdad, ya no viviría en la ciudad -dice Huambachano-. Prefiero la chacrita, la vida tranquila. Cuando pedí mi baja en la Guardia Civil le dije a tu madre me moriré en Santa María de Nieva, y voy a cumplirlo.
Un viejo carromato frena ante ellos con un estruendo de latas, rechinando como si fuera a desarmarse. El chofer coloca la maleta en el techo, la amarra con una soga y Lalita y Huambachano se sientan atrás, Aquilino junto al chofer.
– Averigüé lo que usted me pidió, madre -dice Aquilino-. Me costó mucho trabajo, nadie sabía, me mandaban aquí y allá. Pero al fin averigüé.
– ¿Qué cosa? -dice Lalita. Mira embriagada las calles de Iquitos, una sonrisa en los labios, los ojos conmovidos.
– Del señor Nieves -dice Aquilino y Huambachano, con brusco empeño, se pone a mirar por la ventanilla-. Lo soltaron el año pasado.
– ¿Tanto tiempo lo tuvieron preso? -dice Lalita.
– Se habrá ido al Brasil -dice Aquilino-. Los que salen de la cárcel se van a Manaos. Aquí no les dan trabajo. Él habrá conseguido allá, si es que era tan buen práctico como cuentan. Sólo que tanto tiempo lejos del río, a lo mejor se le olvidó el oficio.
– No creo que se haya olvidado -dice Lalita, otra vez interesada en el espectáculo de las calles estrechas y populosas, de altas veredas y fachadas con barandales-. Por lo menos, está bien que al fin lo soltaran.
– ¿Cómo se apellida tu novia? -dice Huambachano.
– Marín -dice Aquilino-. Es una morenita. También trabaja en la curtiembre. ¿No recibieron la foto que les mandé?
– Años sin pensar en las cosas pasadas -dice Lalita, de pronto, volviéndose hacia Aquilino-. Y hoy veo Iquitos de nuevo y tú me hablas de Adrián.
– También el auto me marea -la interrumpe Huambachano-. ¿Falta mucho para que lleguemos, Aquilino?
Ya amanece entre las dunas, detrás del Cuartel Grau, pero las sombras ocultan todavía la ciudad cuando el doctor Pedro Zevallos y el padre García cruzan el arenal tomados del brazo y suben al taxi estacionado en la carretera. Embozado en su bufanda, el sombrero caído, el padre García es un par de ojos afiebrados, una carnosa nariz que crece bajo dos cejas tupidas.