De cuando en cuando, un estremecimiento recorría el cuerpo de Bonifacia de la cintura a los hombros. El velo se le había soltado y sus cabellos lacios ocultaban parte de su frente.
– Deja de llorar, Bonifacia -dijo la superiora-. Habla de una vez.
La misión despierta al alba, cuando al rumor de los insectos sucede el canto de los pájaros. Bonifacia entra al dormitorio agitando una campanilla: las pupilas saltan de los catrecillos, rezan avemarías, se enfundan los guardapolvos. Luego se reparten en grupos por la misión, de acuerdo a sus obligaciones: las menores barren el patio, la residencia, el refectorio; las mayores, la capilla y la sala de labores. Cinco pupilas acarrean los tachos de basura hasta el patio y esperan a Bonifacia. Guiadas por ella bajan el sendero, cruzan la plaza de Santa María de Nieva, atraviesan los sembríos y, antes de llegar a la cabaña del práctico Nieves, se internan por una trocha que serpea entre capanahuas, chontas y chambiras y desemboca en una pequeña garganta, que es el basural del pueblo. Una vez por semana, los sirvientes del alcalde Manuel Águila hacen una gran fogata con los desperdicios. Los aguarunas de los alrededores vienen a merodear cada tarde por el lugar, y unos escarban la basura en busca de comestibles y de objetos caseros mientras otros alejan a gritos y a palazos a las aves carniceras que planean codiciosamente sobre la garganta.
– ¿No te importa que esas niñas vuelvan a vivir en la indecencia y en el pecado? -dijo la superiora-. ¿Que pierdan todo lo que han aprendido aquí?
– Tu alma sigue siendo pagana, aunque hables cristiano y ya no andes desnuda -dijo la madre Angélica-. No sólo no le importa, madre, las hizo escapar porque quería que volvieran a ser salvajes.
– Ellas querían irse -dijo Bonifacia-, se salieron al patio y vinieron hasta la puerta y en sus caras vi que también querían irse con esas dos que llegaron ayer.
– ¡Y tú les diste gusto! -gritó la madre Angélica-. ¡Porque les tenías cólera! ¡Porque te daban trabajo y tú odias el trabajo, perezosa! ¡Demonio!
– Cálmese, madre Angélica -la superiora se puso de pie.
La madre Angélica se llevó una mano al pecho, se tocó la frente: las mentiras la sacaban de quicio, madre, lo sentía mucho.
– Fue por las dos que trajiste ayer, mamita -dijo Bonifacia-. Yo no quería que las otras se fueran, sólo esas dos porque me dieron pena. No grites así, mamita, después te enfermas., siempre que te da rabia te enfermas.
Cuando Bonifacia y lis pupilas de la basura regresan a la misión, la madre Griselda y sus ayudantas han preparado el refrigerio de la mañana: fruta, café y un panecillo que se elabora en el horno de la misión. Después del refrigerio, las pupilas van a la capilla, reciben lecciones de catecismo e historia sagrada y aprenden las oraciones. A mediodía vuelven a la cocina y, bajo la dirección de la madre Griselda -colorada, siempre movediza y locuaz-, preparan la colación del mediodía: sopa de legumbres, pescado, yuca, dos panecillos, fruta y agua del destiladero. Después, las pupilas pueden corretear una hora por el patio y la huerta, o sentarse a la sombra de los frutales. Luego suben a la sala de labores. A las novatas, la madre Angélica les enseña el castellano, el alfabeto y los números. La superiora tiene a su cargo los cursos de historia y de geografía, la madre Ángela el dibujo y las artes domésticas y la madre Patrocinio las matemáticas. Al atardecer, las madres y las pupilas rezan el rosario en la capilla y éstas vuelven a repartirse en grupos de trabajo: la cocina, la huerta, la despensa, el refectorio. La colación de la noche es más ligera que la de la mañana.
– Me contaban de su pueblo para convencerme, madre -dijo Bonifacia- Todo me ofrecían y me dieron pena.
– Ni siquiera sabes mentir, Bonifacia -la superiora desenlazó sus manos que revolotearon blancamente en las tinieblas azules y se juntaron de nuevo en una forma redonda-. Las niñas que trajo la madre Angélica de Chicais no hablaban cristiano, ¿ves cómo pecas en vano?
– Yo hablo pagano, madre, sólo que tú no sabías. -Bonifacia levantó la cabeza, dos llamitas verdes destellaron un segundo bajo la mata de cabellos-: Aprendí de tanto oírlas a las paganitas y no te conté nunca.
– Mentira, demonio -gritó la madre Angélica y la forma redonda se partió y aleteó suavemente-. Fíjese lo que inventa ahora, madre. ¡Bandida!
Pero la interrumpieron unos gruñidos que habían brotado como si en la despensa hubiera oculto un animal que, súbitamente enfurecido, se delataba aullando, roncando, ronroneando, chisporroteando ruidos altos y crujientes desde la oscuridad, en una especie de salvaje desafío:
– ¿Ves, mamita? -dijo Bonifacia-. ¿No me has entendido mi pagano?
Todos los días hay misa, antes del refrigerio de la mañana. La ofician los jesuitas de una misión vecina, generalmente el padre Venancio. La capilla abre sus puertas laterales los domingos, a fin de que los habitantes de Santa María de Nieva puedan asistir al oficio. Nunca faltan las autoridades y a veces vienen agricultores, caucheros de la región y muchos aguarunas que permanecen en las puertas, semidesnudos, apretados y cohibidos. En la tarde, la madre Angélica y Bonifacia llevan a las pupilas a la orilla del río, las dejan chapotear, pescar, subirse a los árboles. Los domingos la colación de la mañana es más abundante y suele incluir carne. Las pupilas son unas veinte, de edades que van de seis a quince años, todas aguarunas. A veces, hay entre ellas una muchacha huambisa, y hasta una shapra. Pero no es frecuente.
– No me gusta sentirme inútil, Aquilino -dijo Fushía-. Quisiera que fuera como antes. Nos turnaríamos, ¿te acuerdas?
– Me acuerdo, hombre -dijo Aquilino-. Si fue por ti que me volví lo que soy.
– De veras, todavía seguirías vendiendo agua de casa en casa si yo no hubiera llegado a Moyobamba -dijo Fushía-. Qué miedo le tenías al río, viejo.
– Sólo al Mayo porque casi me ahogué ahí, de muchacho -dijo Aquilino-. Pero en el Rumiyacu me bañaba siempre.
– ¿El Rumiyacu? -dijo Fushía-. ¿Pasa por Moyobamba?
– Ese río mansito, Fushía -dijo Aquilino-, el que cruza las ruinas, cerca de donde viven los lamistas. Hay muchas huertas con naranjas. ¿Tampoco te acuerdas de las naranjas más dulces del mundo?
– Me da vergüenza verte todo el día sudando y yo aquí, como un muerto-dijo Fushía.
– Si no hay que remar ni nada, hombre -dijo Aquilino-, sólo llevar el rumbo. Ahora que pasamos los pongos el Marañón hace el trabajo solito. Lo que no me gusta es que estés callado, y que te pongas a mirar el cielo como si vieras el chulla-chaqui.
– Nunca lo he visto -dijo Fushía-. Aquí en la selva todos lo vieron alguna vez, menos yo. Mala suerte también en eso.
– Más bien di buena suerte -dijo Aquilino-. ¿Sabías que una vez se le apareció al señor Julio Reátegui? En una quebrada del Nieva, dicen. Pero él vio que cojeaba mucho, y en una de ésas le descubrió la pata chiquita y lo corrió a balazos. A propósito, Fushía, ¿por qué te peleaste con el señor Reátegui? Le harías una de ésas, seguro.
Él le había hecho muchas y la primera antes de conocerlo, recién llegadito a Iquitos, viejo. Mucho después se lo contó y Reátegui se reía, ¿así que tú eras el que ensartó al pobre don Fabio?, y Aquilino ¿al señor don Fabio, al gobernador de Santa María de Nieva?
– Para servirlo, señor -dijo don Fabio-. Qué se le ofrece. ¿Se quedará mucho en Iquitos?
Se quedaría un buen tiempo, tal vez definitivamente. Un negocio de madera, ¿sabía?, iba a instalar un aserradero cerca de Nauta y esperaba a unos ingenieros. Tenía trabajo atrasado y le pagaría más, pero quería un cuarto grande, cómodo, y don Fabio no faltaba más, señor, estaba ahí para servir a los clientes, viejo: se la tragó entera.
– Me dio el mejor del hotel -dijo Fushía-. Con ventanas sobre un jardín donde había bombonajes. Me invitaba a almorzar con él y me hablaba hasta por los codos de su patrón. Yo le entendía apenas, mi español era muy malo en ese tiempo.
– ¿No estaba en Iquitos el señor Reátegui? -dijo Aquilino-. ¿Ya entonces era rico?
– No, se hizo rico de veras después, con el contrabando -dijo Fushía-. Pero ya tenía ese hotelito y comenzaba a comerciar con las tribus, por eso se fue a meter a Santa María de Nieva. Compraba caucho, pieles y las vendía en Iquitos. Ahí fue donde se me ocurrió la idea, Aquilino. Pero siempre lo mismo, se necesitaba un capitalito y yo no tenía un centavo.
– ¿Y te llevaste mucha plata, Fushía? -dijo Aquilino.
– Cinco mil soles, don Julio -dijo don Fabio-. Y mi pasaporte y unos cubiertos de plata. Estoy amargado, señor Reátegui, ya sé lo mal que pensará usted de mí. Pero yo le repondré todo, le juro, con el sudor de mi frente, don Julio, hasta el último centavo.
– ¿Nunca has tenido remordimientos, Fushía? -dijo Aquilino-. Hace un montón de años que estoy por hacerte esta pregunta.
– ¿Por robarle al perro de Reátegui? -dijo Fushía-. Ése es rico porque robó más que yo, viejo. Pero él comenzó con algo, yo no tenía nada. Ésa fue mi mala suerte siempre, tener que partir de cero.
– ¿Y para qué le sirve la cabeza entonces? -dijo Julio Reátegui-. Cómo no se le ocurrió siquiera pedirle sus papeles, don Fabio.
Pero él se los había pedido y su pasaporte parecía nuevecito, ¿cómo podía saber que era falso, don Julio? Y, además, llegó tan bien vestido y hablando de una manera que convencía. Él, incluso, se decía ahora que vuelva el señor Reátegui de Santa María de Nieva se lo presentaré y juntos harán grandes negocios. Incauto que uno era, don Julio.
– ¿Y qué llevabas entonces en esa maleta, Fushía? -dijo Aquilino.
– Mapas de la Amazonía, señor Reátegui -dijo don Fabio-. Enormes, como los que hay en el cuartel. Los clavó en su cuarto y decía es para saber por dónde sacaremos la madera. Había hecho rayas y anotaciones en brasileño, vea qué raro.