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– Yo misma me digo eso muchas veces, padre -reconoce la Selvática, sobando la frente rugosa del padre García-. Y se lo digo a ellos en su cara, no crea.

Angélica Mercedes trae otra tacita de café, la Selvática vuelve a la mesa de los León y la gente amontonada en la puerta y detrás de las cañas después de un momento comienza a disgregarse. Los churres retornan a sus carreras polvorientas, de nuevo se oyen sus voces delgadas e hirientes. Los transeúntes hacen un alto frente a la chichería, meten la cabeza, señalan al padre García que, agachado, bebe su café a sorbitos, parten. Angélica Mercedes, los inconquistables y la Selvática, hablan a media voz de viandas y bebidas, calculan cuánta gente vendrá al velorio, musitan nombres, cifras y discuten precios.

– ¿Acabó su café? -dice el doctor Zevallos-. Ya tenemos ajetreos de sobra por hoy, vámonos a la cama.

No hay respuesta: el padre García duerme apaciblemente, la cabeza inclinada sobre el pecho, una punta de la bufanda sumergida en la tacita.

– Se quedó dormido -dice el doctor Zevallos-. No sé qué me da despertarlo.

– ¿Quiere que le preparemos una camita? -dice Angélica Mercedes-. En el otro cuarto, doctor. Lo abrigaremos bien, no haremos ruido.

– No, no, que se despierte y me lo llevo -dice el doctor Zevallos-. Él no da nunca su brazo a torcer, pero yo lo conozco. La muerte de Anselmo lo ha afectado bastante.

– Más bien debía estar contento -susurra el Mono, apenado-. Siempre que veía a don Anselmo en la calle, lo insultaba. Le tenía odio.

– Y el arpista no le contestaba, se hacía el que no oía y se iba a la otra vereda -dice José.

– No lo odiaba tanto -dice el doctor Zevallos-. Por lo menos, ya no en estos últimos años. Sólo que era una costumbre en él, un vicio.

– Cuando debió ser al revés -dice el Mono-. Don Anselmo sí tenía razones para odiarlo.

– No digas eso, es pecado -dice la Selvática-. Los padres son los ministros de Dios, no se los puede odiar.

– Si es verdad que le quemó la casa, ahí se ve el alma grande que tenía el arpista -dice el Mono-. Nunca le oí ni media palabra contra el padre García.

– ¿A don Anselmo le quemaron esa casa de verdad, doctor? -dice la Selvática.

– ¿Ya no te he contado esa historia cien veces? -dice Lituma-. ¿Para qué tienes que preguntarle al doctor?

– Porque siempre me la cuentas distinto -dice la Selvática-. Le pregunto porque quiero saber cómo fue de verdad.

– Cállate, déjanos a los hombres conversar en paz -dice Lituma.

– Yo también lo quería al arpista -dice la Selvática-. Yo tenía más cosas con él que tú, ¿acaso no era mi paisano?

– ¿Tu paisano? -dice el doctor Zevallos, interrumpiendo un bostezo.

– Claro, muchacha -dice don Anselmo-. Como tú, pero no de Santa María de Nieva, ni sé dónde queda ese pueblo.

– ¿De veras, don Anselmo? -dice la Selvática-. ¿Usted también nació allá? ¿No es cierto que la selva es linda, con tantos árboles y tantos pajaritos? ¿No es cierto que allá la gente es más buena?

– La gente es igual en todas partes, muchacha -dice el arpista-. Pero sí es cierto que la selva es linda. Ya me he olvidado de todo lo de allá, salvo del color, por eso pinté de verde el arpa.

– Aquí todos me desprecian, don Anselmo -dice la Selvática-. Dicen selvática como un insulto.

– No lo tomes así, muchacha -dice don Anselmo-. Más bien como cariño. A mí no me molestaría que me dijeran selvático.

– Es curioso -el doctor Zevallos se rasca el cuello, mientras bosteza-. Pero posible, después de todo. ¿De veras tenía el arpa pintada de verde, muchachos?

– Don Anselmo era mangache -dice el Mono-. Nació aquí, en el barrio, y nunca salió de aquí. Mil veces le oí decir soy el más viejo de los mangaches.

– Claro que la tenía -afirma la Selvática-. Y siempre hacía que el Bolas se la pintara de nuevo.

– ¿Anselmo selvático? -dice el doctor Zevallos-. Posible, después de todo, por qué no, qué curioso.

– Son mentiras de ésta, doctor -dice Lituma-. A nosotros nunca nos dijo eso la Selvática, lo acaba de inventar. ¿A ver por qué lo cuentas sólo ahora?

– Nadie me preguntó -dice la Selvática-. ¿No dices que las mujeres tienen que estar con la boca cerrada?

– ¿Y por qué te lo contó a ti? -dice el doctor Zevallos-. Antes, cuando le preguntábamos dónde había nacido, cambiaba de conversación.

– Porque yo también soy selvática -dice ella y lanza una mirada orgullosa a su alrededor-. Porque éramos paisanos.

– Te estás haciendo la burla de nosotros, recogida -dice Lituma.

– Recogida pero bien que te gusta mi plata -dice la Selvática-. ¿Mi plata también te parece recogida?

Los León y Angélica Mercedes sonríen, Lituma ha arrugado la frente, el doctor Zevallos sigue rascándose el cuello con ojos meditabundos.

– No me calientes, chinita -sonríe artificialmente Lituma-. No es día de discusiones.

– Cuidado que se caliente ella, más bien -dice Angélica Mercedes-. Y te deje y tú te mueras de hambre. No te metas con el hombre de la familia, inconquistable.

Los León la festejan, sus caras ya no están de luto sino muy alegres, y Lituma acaba también por reír, doña Angélica, con buen humor, que se fuera cuando quisiera. Si andaba pegada a ellos como una lapa, si le tenía más miedo a Josefino que al diablo. Si lo dejaba a él, ése la mataba.

– ¿Nunca más te habló Anselmo de la selva, muchacha? -dice el doctor Zevallos.

– Era mangache, doctor -asegura el Mono-. Ésta le ha inventado que era su paisano porque está muerto y no puede defenderse, para hacerse la importante.

– Una vez le pregunté si tenía familia allá -dice la Selvática-. Quién sabe, dijo, ya se habrán muerto todos.

Pero otras veces negaba y me decía nací mangache y moriré mangache.

– ¿Ya ve, doctor? -dice José-. Si alguna vez le contó que era su paisano, sería bromeando. Por fin dices la verdad, prima.

– No soy tu prima -dice la Selvática-. Soy una puta y una recogida.

– Que no te oiga el padre García porque le da otra rabieta -dice el doctor Zevallos, un dedo sobre los labios-. ¿Y qué es del otro inconquistable, muchachos? ¿Por qué ya no andan con él?

– Nos peleamos, doctor -dice el Mono-. Le hemos prohibido la entrada a la Mangachería.

– Era un mal tipo, doctor -dice José-. Mala gente. ¿No supo que ha caído en lo más bajo? Hasta estuvo preso por ladrón.

– Pero antes eran inseparables y andaban fregándole la paciencia a todo Piura con él -dice el doctor Zevallos.

– Lo que pasa es que no era mangache -dice el Mono-. Un mal amigo, doctor.

– Hay que ir a contratar un padre -dice Angélica Mercedes-. Para la misa, y también para que venga al velorio y le rece.

Al oírla, los León y Lituma simultáneamente agravan los rostros, fruncen el ceño, asienten.

– Algún padre del Salesiano, doña Angélica- dice el Mono-. ¿Quiere que la acompañe? Hay uno simpático, que juega al fútbol con los churres. El padre Doménico.

– Sabe fútbol pero no sabe español -gruñe afónicamente la bufanda-. El padre Doménico, qué disparate.

– Como usted diga, padre -dice Angélica Mercedes-. Era para tener un velorio como Dios manda ¿ve usted? ¿A quién podríamos llamar, entonces?

El padre García se ha puesto de pie y está acomodándose el sombrero. El doctor Zevallos también se ha levantado.

– Vendré yo -el padre García hace un ademán impaciente-. ¿No ha pedido ese marimacho que yo venga? Para qué tanta habladuría entonces.

– Sí, padrecito -dice la Selvática-. La señora Chunga prefería que viniera usted.

El padre García se aleja hacia la puerta, curvo y oscuro, sin levantar los pies del suelo. El doctor Zevallos saca su cartera.

– No faltaba más, doctor -dice Angélica Mercedes-. Es una invitación mía, por el gusto que me dio trayendo al padre.

– Gracias, comadre -dice el doctor Zevallos-. Pero te dejo esto de todos modos, para los gastos del velorio. Hasta la noche, yo vendré también.

La Selvática y Angélica Mercedes acompañan al doctor Zevallos hasta la puerta, besan la mano del padre García y regresan a la chichería. Tomados del brazo, el padre García y el doctor Zevallos caminan dentro de un terral, bajo un sol animoso, entre piajenos cargados de leña y de tinajas, perros lanudos y churres, quemador, quemador, quemador, de voces incisivas e infatigables. El padre García no se inmuta: arrastra los pies empeñosamente y va con la cabeza colgando sobre el pecho, tosiendo y carraspeando. Al tomar una callecita recta, un poderoso rumor sale a su encuentro y tienen que pegarse contra un tabique de cañas para no ser atropellados por la masa de hombres y mujeres que escolta a un viejo taxi. Una bocina raquítica y desentonada cruza el aire todo el tiempo. De las chozas sale gente que se suma al tumulto, y algunas mujeres lanzan ya exclamaciones y otras elevan al cielo sus dedos en cruz. Un churre se planta frente a ellos sin mirarlos, los ojos vivaces y atolondrados, se murió el arpista, jala la manga al doctor Zevallos, ahí lo traían en el taxi, con su arpa y todo lo traían, y sale disparado, accionando. Por fin, termina de pasar el gentío. El padre García y el doctor Zevallos llegan a la avenida Sánchez Cerro, dando pasitos muy cortos, exhaustos.

– Yo pasaré a buscarlo -dice el doctor Zevallos-. Vendremos juntos al velorio. Trate de dormir unas ocho horas, lo menos.

– Ya sé, ya sé -gruñe el padre García-. No me esté dando consejos todo el tiempo.

Fin