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– No tiene nada de raro, don Fabio -dijo Fushía-. Además de la madera, también me interesa el comercio. Y a veces es útil tener contactos con los indígenas. Por eso marqué las tribus.

– Hasta las del Marañón y las de Ucayali, don Julio -dijo don Fabio-, y yo pensaba qué hombre de empresa, hará una buena pareja con el señor Reátegui.

– ¿Te acuerdas cómo quemamos tus mapas? -dijo Aquilino-. Pura basura, los que hacen mapas no saben que la Amazonía es como mujer caliente, no se está quieta. Aquí todo se mueve, los ríos, los animales, los árboles. Vaya tierra loca la que nos ha tocado, Fushía.

– Él también conoce la selva a fondo -dijo don Fabio-. Cuando venga del Alto Marañón se lo presentaré y se harán buenos amigos, señor.

– Aquí en Iquitos todos me hablan maravillas de él -dijo Fushía-. Tengo muchas ganas de conocerlo. ¿No sabe cuándo viene de Santa María de Nieva?

– Tiene sus negocios por allá y además la gobernación le quita tiempo, pero siempre se da sus escapaditas -dijo don Fabio-. Una voluntad de hierro, señor, la heredó del padre, otro gran hombre. Fue de los grandes del caucho, en la época próspera de Iquitos. Cuando el derrumbe se pegó un tiro. Perdieron hasta la camisa. Pero don Julio se levantó, solito. Una voluntad de hierro, le digo.

– Una vez en Santa María le dieron un almuerzo y le oí decir un discurso -dijo Aquilino-. Habló de su padre con mucho orgullo, Fushía.

– El padre era uno de sus temas -dijo Fushía-. A mí también me lo citaba para todo cuando trabajamos juntos. Ah, ese perro de Reátegui, suertudo de mierda. Siempre le tuve una envidia, viejo.

– Tan blanquito, tan cariñoso -dijo don Fabio-. Y pensar que le hacía gracias, le lamía los pies, él entraba al hotel y el Jesucristo paraba la colita, contentísimo. Qué hombre maldito, don Julio.

– En Campo Grande, pateando a los guardias y en Iquitos matando a un gato -dijo Aquilino-. Vaya despedidas las tuyas, Fushía.

– La verdad, don Fabio, eso no me parece tan grave -dijo Julio Reátegui-. Lo que siento es que se cargara mi plata.

Pero a él le dolía mucho, don julio, ahorcado del mosquitero con una sábana, y entrar al cuarto y, de repente, verlo bailando en el aire, tieso, con sus ojitos saltados. La maldad por la maldad era cosa que no comprendía, señor Reátegui.

– El hombre hace lo que puede para vivir y yo comprendo tus robos -dijo Aquilino-. Pero para qué hacerle eso al gato, ¿era cosa de la cólera, por lo que no tenías ese capitalito para comenzar?

– También eso -dijo Fushía-. Y, además, el animal apestaba y se orinó en mi cama un montón de veces.

Y también cosa de asiáticos, don julio, tenían unas costumbres más canallas, nadie podía saber y él había averiguado y, por ejemplo, los chinos de Iquitos criaban gatos enjaulas, los engordaban con leche y después los metían a la olla y se los comían, señor Reátegui. Pero él quería hablar ahora de las compras, don Fabio, para eso había venido de Santa María de Nieva, que olvidaran las cosas tristes, ¿había comprado?

– Todo lo que usted encargó, don Julio -dijo don Fabio-, los espejitos, los cuchillos, las telas, la mostacilla, y con buenos descuentos. ¿Cuándo regresa usted al Alto Marañón?

– No podía meterme al monte solo a hacer comercio, necesitaba un socio -dijo Fushía-. Y tenía que buscarlo lejos de Iquitos, después de ese lío.

– Por eso te viniste hasta Moyobamba -dijo Aquilino-. Y te hiciste mi amigo para que te acompañara a las tribus. Así que comenzaste imitándolo a Reátegui antes de haberlo visto siquiera, antes de ser su empleado. Cómo hablabas de la plata, Fushía, vente conmigo Aquilino, en un año te haces rico, me volvías loco con ese cantito.

– Y ya ves, todo por gusto -dijo Fushía-. Me he sacrificado más que cualquiera, nadie ha arriesgado tanto como yo, viejo. ¿Es justo que acabe así, Aquilino?

– Son cosas de Dios, Fushía -dijo Aquilino-. A nosotros no nos toca juzgar eso.

Una calurosa madrugada de diciembre arribó a Pinta un hombre. En una mula que se arrastraba penosamente, surgió de improviso entre las dunas del sur: una silueta con sombrero de alas anchas, envuelta en un poncho ligero. A través de la rojiza luz del alba, cuando las lenguas del sol comienzan a reptar por el desierto, el forastero descubriría alborozado la aparición de los primeros matorrales de cactus, los algarrobos calcinados, las viviendas blancas de Castilla que se apiñan y multiplican a medida que se acercan al río. Por la densa atmósfera avanzó hacia la ciudad, que divisaba ya, a la otra orilla, reverberando como un espejo. Cruzó la única calle de Castilla, desierta todavía y, al llegar al Viejo Puente, desmontó. Estuvo unos segundos contemplando las construcciones de la otra ribera, las calles empedradas, las casas con balcones, el aire cuajado de granitos de arena que descendían suavemente, la maciza torre de la catedral con su redonda campana color hollín y, hacia el norte, las manchas verdosas de las chacras que siguen el curso del río en dirección a Catacaos. Tomó las riendas de la mula, cruzó el Viejo Puente y, golpeándose a ratos las piernas con el fuete, recorrió el jirón principal de la ciudad, aquel que va, derecho y elegante, desde el río hasta la plaza de Armas. Allí se detuvo, ató el animal a un tamarindo, se sentó en la tierra, bajó las alas de su sombrero para defenderse de la arena que acribillaba sus ojos sin piedad. Debía haber realizado un largo viaje: sus movimientos eran lentos, fatigados. Cuando, acabada la lluvia de arena, los primeros vecinos asomaron a la plaza enteramente iluminada por el sol, el extraño dormía. A su lado yacía la mula, el hocico cubierto de baba verdosa, los ojos en blanco. Nadie se atrevía a despertarlo. La noticia se propagó por el contorno, pronto la plaza de Armas estuvo llena de curiosos que, dándose codazos, murmuraban acerca del forastero, se empujaban para llegar junto a él. Algunos se subieron a la glorieta, otros lo observaban encaramados en las palmeras. Era un joven atlético, de hombros cuadrados, una barbita crespa bañaba su rostro y la camisa sin botones dejaba ver un pecho lleno de músculos y vello. Dormía con la boca abierta, roncando suavemente; entre sus labios resecos asomaban sus dientes como los de un mastín: amarillos, grandes, carniceros. Su pantalón, sus botas, el descolorido poncho estaban en jirones, muy sucios, y lo mismo su sombrero. No iba armado.

Al despertar, se incorporó de un salto, en actitud defensiva: bajo los párpados hinchados, sus ojos escrutaban llenos de zozobra la multitud de rostros. De todos lados brotaron sonrisas, manos espontáneas, un anciano se abrió camino hasta él a empellones y le alcanzó una calabaza de agua fresca. Entonces, el desconocido sonrió. Bebió despacio, paladeando el agua con codicia, los ojos aliviados. Había un murmullo creciente, todos pugnaban por conversar con el recién llegado, lo interrogaban sobre su viaje, lo compadecían por la muerte de la mula. Él reía ahora a sus anchas, estrechaba muchas manos. Luego, de un tirón arrebató las alforjas de la montura del animal y preguntó por un hotel. Rodeado de vecinos solícitos, cruzó la plaza de Armas y entró a La Estrella del Norte: estaba lleno. Los vecinos lo tranquilizaron, muchas voces le ofrecieron hospitalidad. Se alojó en casa de Melchor Espinoza, un viejo que vivía solo, en el malecón, cerca del Viejo Puente. Tenía una pequeña chacra lejana, a orillas del Chira, a la que iba dos veces al mes. Aquel año, Melchor Espinoza obtuvo un récord: hospedó a cinco forasteros. Por lo común, éstos permanecían en Piura el tiempo indispensable para comprar una cosecha de algodón, vender unas reses, colocar unos productos; es decir, unos días, unas semanas cuando más.

El extraño, en cambio, se quedó. Los vecinos averiguaron pocas cosas sobre él, casi todas negativas: no era tratante de ganado, ni recaudador de impuestos, ni agente viajero. Se llamaba Anselmo y decía ser peruano, pero nadie logró reconocer la procedencia de su acento: no tenía el habla dubitativa y afeminada de los limeños, ni la cantante entonación de un chiclayano; no pronunciaba las palabras con la viciosa perfección de la gente de Trujillo, ni debía ser serrano, pues no chasqueaba la lengua en las erres y las eses. Su dejo era distinto, muy musical y un poco lánguido, insólitos los giros y modismos que empleaba, y, cuando discutía, la violencia de su voz hacía pensar en un capitán de montoneras. Las alforjas que constituían todo su equipaje debían estar llenas de dinero: ¿cómo había atravesado el arenal sin ser asaltado por los bandoleros? Los vecinos no consiguieron saber de dónde venía, ni por qué había elegido Piura como destino.

Al día siguiente de llegar, apareció en la plaza de Armas, afeitado, y la juventud de su rostro sorprendió a todo el mundo. En el almacén del español Eusebio Romero compró un pantalón nuevo y botas; pagó al contado. Dos días más tarde, encargó a Saturnina, la célebre tejedora de Catacaos, un sombrero de paja blanca, de esos que pueden guardarse en el bolsillo y luego no tienen ni una arruga. Todas la mañanas, Anselmo salía a la plaza de Armas e, instalado en la terraza de La Estrella del Norte, convidaba a los transeúntes a beber. Así se hizo de amigos. Era conversador y bromista, y conquistó a los vecinos celebrando los encantos de la ciudad: la simpatía de las gentes, la belleza de las mujeres, sus espléndidos crepúsculos. Pronto aprendió las fórmulas del lenguaje local y su tonada caliente, perezosa: a las pocas semanas decía que para mostrar asombro, llamaba churres a los niños, piajenos a los burros, formaba superlativos de superlativos, sabía distinguir el clarito de la chicha espesa y las variedades de picantes, conocía de memoria los nombres de las personas y de las calles, y bailaba el tondero como los mangaches.