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En una ocasión en que una gran vasija se les escapó de las manos cuando la llevaban al sol y rodó por el suelo, Jaume la emprendió a latigazos contra los culpables. La vasija ni siquiera se había roto, pero el oficial, gritando como un poseso, azotaba sin piedad a los tres esclavos que junto a Bernat habían transportado la pieza; en un momento determinado levantó el látigo contra Bernat.

– Hazlo y te mataré -lo amenazó éste, quieto frente a él.

Jaume vaciló; a renglón seguido, enrojeció e hizo restallar el látigo en dirección a los otros, que ya habían tenido buen cuidado de ponerse a la suficiente distancia. Jaume salió corriendo tras ellos. Al ver que se alejaba, Bernat respiró hondo.

Con todo, Bernat siguió trabajando duramente sin necesidad de que nadie lo azuzara. Comía lo que le ponían delante. Le hubiera gustado decir a la gruesa mujer que los servía que sus perros habían estado mejor alimentados, pero al ver que los aprendices y los esclavos se lanzaban con avidez sobre las escudillas, optó por callar. Dormía en el dormitorio común en un jergón de paja, bajo el que guardaba sus escasas pertenencias y el dinero que había logrado rescatar. Sin embargo, su enfrentamiento con Jaume parecía haberle granjeado el respeto de los esclavos y los aprendices, y también el de los demás oficiales, por lo que Bernat dormía tranquilo, pese a las pulgas, el olor a sudor y los ronquidos. Y todo lo soportaba por las dos veces a la semana en que la esclava mora le bajaba a Arnau, generalmente dormido, cuando Guiamona ya no la necesitaba. Bernat lo cogía en brazos y aspiraba su fragancia, a ropa limpia, a afeites para niños. Después, con cuidado para no despertarlo, le apartaba la ropa para verle las piernas y los brazos, y la barriga satisfecha. Crecía y engordaba. Bernat acunaba a su hijo y se volvía hacia Habiba, la joven mora, suplicándole con la mirada algo más de tiempo. En ocasiones intentaba acariciarlo, pero sus rugosas manos dañaban la piel del niño y Habiba se lo quitaba sin contemplaciones. Con el paso de los días, llegó a un acuerdo tácito con la mora -ella jamás le hablaba-, y Bernat acariciaba las sonrosadas mejillas del pequeño con el dorso de los dedos; el contacto con su piel le producía temblores. Cuando, finalmente, la chica le hacía gestos de que le devolviera al niño, Bernat lo besaba en la frente antes de entregárselo.

Con el transcurso de los meses, Jaume se dio cuenta de que Bernat podía realizar un trabajo más fructífero para el taller. Ambos habían aprendido a respetarse.

– Los esclavos no tienen solución -le comentó el oficial a Grau Puig en una ocasión-; sólo trabajan por miedo al látigo, no ponen cuidado alguno. Sin embargo, vuestro cuñado…

– ¡No digas que es mi cuñado! -lo interrumpió Grau una vez más, pero aquélla era una licencia que a Jaume le gustaba permitirse con su maestro.

– El campesino…-se corrigió el oficial simulando embarazo-, el campesino es diferente; pone interés hasta en las tareas menos importantes. Limpia los hornos con un cuidado que nunca antes…

– ¿Y qué propones? -volvió a interrumpirlo Grau sin levantar la mirada de los papeles que estaba examinando.

– Pues podría dedicarlo a otras labores de más responsabilidad, y con lo barato que nos sale…

Al escuchar esas palabras, Grau alzó la vista hacia el oficial.

– No te equivoques -le dijo-. No nos habrá costado dinero como un esclavo, tampoco tendrá un contrato de aprendizaje y no habrá que pagarle como a los oficiales, pero es el trabajador más caro que tengo.

– Yo me refería…

– Sé a qué te referías. -Grau volvió a sus papeles-. Haz lo que consideres oportuno, pero te lo advierto: que el campesino nunca olvide cuál es su sitio en este taller. Si ocurre, te echaré de aquí y jamás serás maestro. ¿Me has entendido?

Jaume asintió, pero desde aquel día Bernat ayudó directamente a los oficiales; pasó incluso por encima de los jóvenes aprendices, incapaces de manejar los grandes y pesados moldes de arcilla refractaria que soportaban la temperatura necesaria para cocer la loza o la cerámica. Con éstos hacían unas grandes tinajas panzudas, de boca estrecha, cuello muy corto, base plana y estrecha, con capacidad hasta para doscientos ochenta litros [2] y destinadas al transporte de grano o vino. Hasta entonces, Jaume había tenido que dedicar a aquellas tareas al menos a dos de sus oficiales; con la ayuda de Bernat, bastaba con uno para llevar a cabo todo el proceso: hacer el molde, cocerlo, aplicar a la tinaja una capa de óxido de estaño y óxido de plomo como fundente, y meterla en un segundo horno, a menor temperatura, a fin de que el estaño y el plomo se fundiesen y se mezclasen proporcionando a la pieza un revestimiento impermeable vidriado de color blanco.

Jaume estuvo pendiente del resultado de su decisión hasta que se dio por satisfecho: había aumentado considerablemente la producción del taller y Bernat seguía poniendo el mismo cuidado en sus labores. «¡Más incluso que alguno de los oficiales!», se vio obligado a aceptar en una de las ocasiones en que se acercó a Bernat y al oficial de turno para estampar el sello del maestro en la base del cuello de una nueva tinaja.

Jaume intentaba leer los pensamientos que se escondían tras la mirada del campesino. No había odio en sus ojos, ni tampoco parecía haber rencor. Se preguntaba qué le habría sucedido para haber acabado allí. No era como los demás parientes del maestro que se habían presentado en el taller: todos habían cedido por dinero. Sin embargo, Bernat… ¡Cómo acariciaba a su hijo cuando se lo llevaba la mora! Quería la libertad y trabajaba por ella, duramente, más que nadie.

El entendimiento entre los dos hombres dio otros frutos amén del aumento de la producción. En otra de las ocasiones en que Jaume se le acercó para estampar el sello del maestro, Bernat entrecerró los ojos y dirigió la mirada hacia la base de la tinaja.

«¡Jamás serás maestro!», lo había amenazado Grau. Esas palabras volvían a la cabeza de Jaume cada vez que pensaba en tener un trato más amistoso con Bernat.

Jaume simuló un repentino acceso de tos. Se separó de la tinaja sin marcarla todavía y miró hacia donde le había señalado el campesino: había una pequeña raja que significaría la rotura de la pieza en el horno. Montó en cólera contra el oficial… y contra Bernat. Transcurrieron el año y el día necesarios para que Bernat y su hijo pudieran ser libres. Por su parte, Grau Puig logró su codiciado puesto en el Consejo de Ciento de la ciudad. Sin embargo, Jaume no observó reacción alguna en el campesino. Otro hubiera exigido la carta de ciudadanía y se habría lanzado a las calles de Barcelona en busca de diversión y de mujeres, pero Bernat no lo había hecho. ¿Qué le pasaba al campesino?

Bernat vivía con el recuerdo permanente del muchacho de la forja. No se sentía culpable; aquel desgraciado se había interpuesto en el camino de su hijo. Pero si había muerto… Podía obtener la libertad de su señor, pero aunque hubiera transcurrido un año y un día no se libraría de la condena por asesinato. Guiamona le había recomendado que no se lo dijera a nadie, y así lo había hecho. No podía arriesgarse; quizá Llorenç de Bellera no sólohabía dado orden de capturarlo por fugitivo, sino también por asesino. ¿Qué pasaría con Arnau si lo detenían? El asesinato se castigaba con la muerte.

Su hijo seguía creciendo sano y fuerte. Todavía no hablaba, aunque ya gateaba y lanzaba unos gorgoritos que erizaban el vello de Bernat. Aun cuando Jaume seguía sin dirigirle la palabra, su nueva situación en el taller -que Grau, pendiente de sus negocios y sus cargos, ignoraba- había llevado a los demás a respetarlo más si cabe, y la mora le traía al niño con más frecuencia, despierto las más de las veces, con la aquiescencia tácita de Guiamona, que también estaba más ocupada debido a la nueva posición de su esposo.

Bernat no debía dejarse ver por Barcelona, ya que podía truncar el futuro de su hijo.

SEGUNDA PARTE SIERVOS DE LA NOBLEZA

6

Navidad de 1329

Barcelona

Arnau había cumplido ocho años y se había convertido en un niño tranquilo e inteligente. El cabello, castaño, largo y rizado, le caía sobre los hombros, enmarcando un rostro atractivo en el que destacaban los ojos, grandes, límpidos y de color miel.

La casa de Grau Puig estaba engalanada para celebrar la Navidad. Aquel muchacho que a los diez años había podido abandonar las tierras de su padre gracias a un vecino generoso había triunfado en Barcelona, y ahora esperaba junto a su esposa la llegada de sus invitados.

– Vienen a rendirme homenaje -le dijo a Guiamona-. ¿Cuándo se ha visto que nobles y mercaderes acudan a la casa de un artesano?

Ella se limitaba a escucharlo.

– El propio rey me apoya. ¿Lo entiendes? ¡El propio rey! El rey Alfonso.

Ese día no se trabajaba en el taller, y Bernat y Arnau, sentados en el suelo y aguantando el frío, observaban desde la explanada de las tinajas cómo esclavos, oficiales y aprendices entraban y salían sin cesar de la casa. En aquellos ocho años Bernat no había vuelto a poner los pies en el hogar de los Puig, pero no le importaba, pensó mientras revolvía el cabello de Arnau: ahí tenía a su hijo, abrazado a él, ¿qué más podía pedir? El niño comía y vivía con Guiamona, e incluso estudiaba con el preceptor de los hijos de Grau: había aprendido a leer, escribir y contar al mismo tiempo que sus primos. Sin embargo, sabía que Bernat era su padre, ya que Guiamona no había dejado que lo olvidara. En cuanto a Grau, trataba a su sobrino con absoluta indiferencia.

Arnau se portaba bien en el interior de la casa; Bernat se lo pedía una y otra vez. Cuando entraba riendo en el taller, el rostro de Bernat se iluminaba. Los esclavos y los oficiales, incluido Jaume, no podían dejar de mirar al niño con una sonrisa en los labios cuando corría hacia la explanada y se sentaba a esperar a que Bernat terminase de hacer alguna de sus tareas, para correr hacia él y abrazarlo con fuerza. Después volvía a sentarse, apartado del trajín, miraba a su padre y sonreía a todo aquel que se dirigiera a él. Alguna noche, cuando el taller cerraba, Habiba dejaba que se escapara y entonces padre e hijo charlaban y reían.

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[2] Para una mejor comprensión, se han utilizado medidas del sistema métrico decimal que obviamente no existían en la época. (N. del E.)