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– Es rápida y muy segura -le comentó Filippo-; ha tenido varios encuentros con piratas y siempre ha logrado escapar. Dentro de tres o cuatro días estarás en Marsella. -Sahat asintió-. Desde allí no te será difícil embarcar en una nave de cabotaje y llegar a Barcelona.

Filippo se agarraba del brazo de Sahat con una mano mientras con el bastón señalaba la galera. Funcionarios, comerciantes y trabajadores del puerto lo saludaban con respeto al pasar junto a él; después hacían lo mismo con Sahat, el moro en el que el comerciante se apoyaba.

– Hace buen tiempo -añadió Filippo dirigiendo el bastón al cielo-; no tendrás problemas.

El piloto de la galera se acercó a la borda e hizo una señal dirigida a Filippo. Sahat notó cómo el anciano presionaba su antebrazo.

– Me da la impresión de que no volveré a verte -dijo el anciano. Sahat volvió el rostro hacia él pero Filippo lo agarró con más fuerza-.Ya soy viejo, Sahat.

Los dos hombres se abrazaron al pie de la galera.

– Cuida de mis asuntos -le dijo Sahat separándose de él.

– Lo haré, y cuando no pueda -añadió con voz trémula-, lo harán mis hijos. Entonces, estés donde estés, tendrás que ayudarlos tú.

– Lo haré -prometió a su vez Sahat.

Filippo atrajo hacia sí a Sahat y le besó en los labios ante la multitud que esperaba la partida de la galera, atenta al último pasajero; un murmullo se elevó ante aquella muestra de cariño por parte de Filippo Tescio.

– Ve -le dijo el anciano.

Sahat ordeno a los dos esclavos que portaban su equipaje que lo precediesen y subió a bordo. Cuando alcanzó la borda de la galera, Filippo había desaparecido.

La mar estaba en calma. El viento no soplaba y la galera avanzaba al ritmo del esfuerzo de sus ciento veinte remeros.

«Yo no tuve la valentía suficiente -decía Jucef en su carta tras explicar la situación provocada por el robo de la hostia- para escaparme de la judería y acompañar a mi padre en sus últimos instantes. Confío en que lo comprenda, esté donde esté ahora.»

Sahat, en la proa de la galera, levantó la vista hacia el horizonte. «Bastante valentía tenéis tú y los tuyos para vivir en una ciudad de cristianos», dijo para sí. Había leído y releído la carta:

Raquel no quería escapar, pero la convencimos.

Sahat se saltó el resto de la carta hasta el finaclass="underline"

Ayer, la Inquisición detuvo a Arnau y hoy he logrado enterarme a través de un judío que está en la corte del obispo, de que ha sido su esposa, Elionor, la que le ha denunciado por judaizante, y como la Inquisición necesita dos testigos para dar crédito a la denuncia, Elionor ha hecho llamar ante el Santo Oficio a varios sacerdotes de Santa María de la Mar que por lo visto presenciaron una discusión entre el matrimonio; al parecer, las palabras que dijo Arnau podrían considerarse sacrilegas y avalan suficientemente la denuncia de Elionor.

El asunto, continuaba escribiendo Jucef, era bastante complejo. Por una parte, Arnau era muy rico y ese patrimonio interesaba a la Inquisición, y por otra se hallaba en manos de un hombre como Nicolau Eimeric. Sahat recordó al soberbio inquisidor, que accedió al cargo seis años antes de que él abandonase el principado y a quien tuvo la oportunidad de ver en alguna celebración religiosa a la que se vio visto obligado a acompañar a Arnau.

Desde que te marchaste, Eimeric ha acumulado más y más poder, sin miedo alguno a enfrentarse públicamente al propio soberano. Hace años que el rey no paga las rentas al Papa, por lo que Urbano IV ha ofrecido Cerdeña en feudo al señor de Arbórea, el cabecilla de la sublevación contra los catalanes. Después de la larga guerra contra Castilla, vuelven a sublevarse los nobles corsos. Todo ello ha sido aprovechado por Eimeric, que depende directamente del Papa, para enfrentarse sin ambages al rey. Por una parte sostiene que la Inquisición debería ampliar sus competencias sobre los judíos y demás confesiones no cristianas, ¡Dios nos libre de ello!, a lo que el rey, como propietario de las juderías de Cataluña, se opone radicalmente. Sin embargo, Eimerich sigue insistiéndole al Papa, que no está muy dispuesto a defender los intereses de nuestro monarca.

Pero además de querer intervenir en las juderías en contra de los intereses del rey, Eimeric se ha atrevido a tachar de heréticas las obras del teólogo catalán Ramon Llull. Desde hace más de medio siglo, las doctrinas de Llull han sido respetadas por la Iglesia catalana, y el rey ha puesto a trabajar a juristas y pensadores en su defensa, pues se ha tomado el asunto como una ofensa personal por parte del inquisidor.

Así las cosas, me consta que Eimeric intentará convertir el proceso contra Arnau, barón catalán y cónsul de la Mar, en un nuevo enfrentamiento con el rey para afianzar más su posición y obtener una importante fortuna para la Inquisición. Tengo entendido que Eimeric ya ha escrito al papa Urbano diciéndole que retendrá la parte del rey de los bienes de Arnau para hacer frente a las rentas que le adeuda Pedro; de esta forma el inquisidor se venga del rey en un noble catalán y afianza su situación ante el Papa.

Creo, por otra parte, que la situación personal de Arnau es bastante delicada, cuando no desesperada; su hermano Joan es inquisidor, bastante cruel por cierto; su esposa es quien lo ha denunciado; mi padre ha muerto, y nosotros, dada la acusación de judaizante y por su propio bien, no debemos mostrar nuestro aprecio hacia él. Sólo le quedas tú.

Así terminaba Jucef: «Sólo le quedas tú». Sahat introdujo la carta en el cofrecillo en el que guardaba la correspondencia que durante cinco años había mantenido con Hasdai. «Sólo le quedas tú.» Con el cofrecillo entre las manos, de pie en la proa, volvió a otear el horizonte. «Bogad, marselleses…, sólo le quedo yo.»

Eulàlia y Teresa se retiraron a una señal de Aledis. Joan lo había hecho hacía rato; su despedida no encontró respuesta por parte de Mar.

– ¿Por qué lo tratas así? -preguntó Aledis cuando se quedaron solas en los bajos del hostal. Sólo se oía el crepitar de la leña casi consumida. Mar guardó silencio-. A fin de cuentas, es su hermano…

– Ese fraile no merece nada mejor.

Mar no levantó la vista, fija en la mesa, de la que intentaba hacer saltar una astilla que sobresalía. «Es bella», pensó Aledis. El cabello, brillante y ondulado, le caía por los hombros y sus facciones eran bien definidas: labios delineados, pómulos altos, barbilla marcada y nariz recta. Aledis se sorprendió cuando le vio los dientes, blancos y perfectos, y durante el trayecto del palacio al hostal no pudo dejar de advertir su cuerpo firme y bien formado. Sin embargo, las manos eran las de una persona que había trabajado el campo: ásperas y encallecidas.

Mar dejó la astilla y dirigió su atención hacia Aledis, que le sostuvo la mirada en silencio.

– Es una larga historia -confesó.

– Si lo deseas, tengo tiempo -dijo Aledis.

Mar contestó con una mueca y dejó transcurrir los segundos. ¿Por qué no? Hacía años que no hablaba con una mujer; hacía años que vivía encerrada en sí misma, volcada en trabajar unas tierras desagradecidas, tratando de que las espigas y el sol comprendiesen su desgracia y se apiadasen de ella. ¿Por qué no? Parecía una buena mujer.

– Mis padres murieron en la gran peste, cuando sólo era una niña…

No escatimó detalles. Aledis tembló cuando Mar habló del amor que sintió en la explanada del castillo de Montbui. «Te entiendo -estuvo a punto de decirle-; yo también…» Arnau, Arnau, Arnau; de cada cinco palabras una era Arnau. Aledis recordó la brisa del mar acariciando su cuerpo joven, traicionando su inocencia, enardeciendo su deseo. Mar le relató la historia de su secuestro y de su matrimonio; la confesión la hizo estallar en llanto.

– Gracias -dijo Mar cuando su garganta se lo permitió.

Aledis le cogió la mano.

– ¿Tienes hijos? -le preguntó cuando se rehízo.

– Tuve uno. -Aledis le apretó la mano-. Murió hace cuatro años, recién nacido, en la epidemia de peste que se cebó en los niños. Su padre no llegó a conocerlo; ni siquiera supo nunca que estaba embarazada. Murió en Calatayud defendiendo a un rey que en lugar de capitanear sus ejércitos, zarpaba desde Valencia con destino al Rosellón para librar a su familia del nuevo brote de peste.- Mar acompañó sus palabras con una sonrisa despectiva.

– ¿Y qué tiene que ver todo eso con Joan? -preguntó Aledis.

– Él sabía que yo amaba a Arnau… y que él me correspondía.

Aledis golpeó la mesa cuando terminó de escuchar la historia. La noche se les había echado encima y el golpe retumbó en el hostal.

– ¿Piensas denunciarlos?

– Arnau siempre ha protegido a ese fraile. Es su hermano y lo quiere. -Aledis recordó a los dos muchachos que dormían en los bajos de la casa de Pere y Mariona: Arnau transportando piedras, Joan estudiando-. No quisiera hacerle daño a Arnau y, sin embargo, ahora…, ahora no puedo verlo ni sé si él sabe que estoy aquí y que lo sigo amando… Van a juzgarlo. Quizá, quizá lo condenen a…

Mar volvió a estallar en llanto.

– No creas que voy a romper el juramento que te hice, pero tengo que hablar con él -le dijo cuando ya se despedía. Francesca intentó escrutar su rostro en la penumbra-. Confía en mí -añadió Aledis.

Arnau se había levantado en el momento en que Aledis volvió a entrar en las mazmorras, pero no la llamó. Se limitó a observar en silencio cómo cuchicheaban las dos mujeres. ¿Dónde estaba Joan? Hacía dos días que no iba a visitarlo y tenía que preguntarle muchísimas cosas. Quería que averiguase quién era aquella anciana. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué le había dicho el alguacil que era su madre? ¿Qué sucedía con su proceso? ¿Y con sus negocios?

¿Y Mar? ¿Qué era de Mar? Algo iba mal. Desde la última vez que Joan lo había visitado, el alguacil había vuelto a tratarle como a uno más; la comida consistía de nuevo en un mendrugo y agua podrida y el cubo había desaparecido.

Arnau vio cómo la mujer se separaba de la anciana. Con la espalda apoyada en la pared empezó a dejarse caer, pero…, pero se dirigía hacia él.

En la oscuridad, Arnau vio que se acercaba y se irguió. La mujer se detuvo a algunos pasos de él, apartada de los escasos y tenues rayos de luz que alumbraban la mazmorra.