– Pues en esta ocasión -bramó a las espaldas de los dos hombres-, el señor de Navarcles incumplirá su juramento.
Los dos se volvieron.
– ¿Qué decís? -exclamó Jaume de Bellera.
– Que el Santo Oficio no puede permitir que dos… -hizo un gesto de desprecio con la mano- seglares pongan en entredicho la sentencia que se ha dictado. Ésa es la justicia divina. ¡No existe otra venganza! ¿Entendéis, Bellera? -El noble dudó-. Como cumpláis vuestro juramento os juzgaré por endemoniado. ¿Me habéis entendido ahora?
– Pero un juramento…
– En nombre de la Santa Inquisición os relevo de él. -Jaume de Bellera asintió-.Y vos -añadió dirigiéndose a Genis Puig-, os cuidaréis mucho de vengar aquello que la Inquisición ya ha juzgado. ¿Me he explicado?
Genis Puig asintió.
El laúd, una pequeña embarcación de diez metros de eslora arbolada con vela latina, había buscado refugio en una recóndita cala de las costas de Garraf, escondida del paso de otras embarcaciones y a la que sólo se podía acceder por mar.
Un chamizo precariamente construido por los pescadores con los desechos que el Mediterráneo arrojaba a la cala rompía la monotonía de las piedras y guijarros grises que peleaban con el sol por devolver la luz y el calor con que las acariciaba.
El piloto del laúd había recibido, junto con una buena bolsa de monedas, órdenes concretas de Guilleni. «Lo dejarás allí con un marinero de confianza, con agua y comida suficiente, y después te dedicarás al cabotaje, pero elige puertos cercanos y regresa a Barcelona al menos cada dos días para recibir instrucciones mías; recibirás más dinero cuando termine todo», le había prometido para ganarse su lealtad. No hubiera sido necesario que lo hiciera: Arnau era querido por la gente de la mar, que lo consideraba un cónsul justo, pero el hombre aceptó aquellos buenos dineros. Sin embargo, no contaba con Mar y la muchacha se negó a compartir los cuidados de Arnau con un marinero.
– Yo me ocuparé de él -le aseguró una vez que desembarcaron en la cala y acomodaron a Arnau bajo el chamizo. -Pero el pisano… -trató de intervenir el piloto.
– Dile al pisano que Mar está con él, y si pone algún inconveniente, vuelve con tu marinero.
Se expresó con una autoridad impropia en una mujer. El piloto la miró e intentó oponerse de nuevo.
– Ve -se limitó a ordenarle.
Cuando el laúd se perdió tras las rocas que protegían la cala, Mar respiró hondo y levantó el rostro al cielo. ¿Cuántas veces se había negado a sí misma aquella fantasía? ¿Cuántas veces, con el recuerdo de Arnau presente, trató de convencerse de que su destino era otro? Y ahora… Miró hacia el chamizo. Seguía durmiendo. Durante la travesía, Mar comprobó que no tuviera fiebre ni estuviera herido. Se sentó junto a la borda, con las piernas cruzadas, y apoyó la cabeza de Arnau en alto, sobre ellas.
Éste abrió los ojos en varias ocasiones, la miró y volvió a cerrarlos con una sonrisa en los labios. Ella, con sus dos manos, cogió una de las suyas y cada vez que Arnau la miraba, apretaba hasta que él, de nuevo, se entregaba complacido al sueño. Así una y otra vez, como si Arnau quisiera comprobar que su presencia era real.Y ahora… Mar volvió al chamizo y se sentó a los pies del hombre.
Estuvo dos días recorriendo Barcelona, recordando los lugares que habían formado parte de su vida durante tanto tiempo. Poco habían cambiado las cosas durante los cinco años que Guillem había estado en Pisa. Pese a la crisis, la ciudad era un hervidero. Barcelona continuaba abierta al mar, defendida tan sólo por las tasques en las que Arnau varó el ballenero cuando Pedro el Cruel amenazó con su flota las costas de la ciudad condal; mientras, seguía erigiéndose la muralla occidental que había ordenado levantar Pedro III. También continuaba la construcción de las atarazanas reales. Hasta que se terminaran, los barcos varaban y se reparaban o se construían en las viejas atarazanas, a pie de playa, frente a la torre de Regomir. Allí, Guillem se dejó llevar por el fuerte olor del alquitrán con el que los calafates, tras mezclarlo con estopa, impermeabilizaban las naves. Observó el trabajo de los carpinteros de ribera, de los remolares, de los herreros y de los sogueros. Tiempo atrás acompañaba a Arnau a inspeccionar el trabajo de estos últimos para comprobar que en las sogas destinadas a cabos o jarcias no se mezclara cáñamo viejo con el nuevo. Paseaban entre los barcos, solemnemente acompañados por los carpinteros de ribera. Después de comprobar las sogas, Arnau se dirigía, indefectiblemente, hacia los calafates. Despedía a cuantos lo acompañaban y junto a él, observado de lejos por los demás, hablaba en privado con ellos.
«Su labor es esencial; la ley impide que trabajen a destajo», le explicó a Guillem la primera vez. Por eso el cónsul hablaba con los calafates, para saber si alguno de ellos, movido por la necesidad, incumplía aquella norma destinada a garantizar la seguridad de los barcos.
Guillem observó cómo uno de ellos, de rodillas, repasaba minuciosamente la juntura que acababa de calafatear. La imagen le hizo cerrar los ojos. Apretó los labios y movió la cabeza. Habían luchado mucho el uno junto al otro, y ahora Arnau estaba recluido en una cala a la espera de que el inquisidor lo sentenciase a una condena menor. ¡Cristianos! Al menos tenía consigo a Mar…, su niña. Guillem no se extrañó cuando el piloto del laúd, tras dejar a Mar y Arnau, apareció en la alhóndiga y le explicó lo sucedido. ¡Aquélla era su niña!
– Suerte, preciosa -murmuró.
– ¿Cómo decís?
– Nada, nada. Habéis hecho bien. Salid del puerto y volved dentro de un par de días.
El primer día no recibió noticia de Eimeric. El segundo volvió a adentrarse en Barcelona. No podía seguir esperando en la alhóndiga; dejó en ella a sus criados con la orden de que lo buscasen por toda la ciudad si alguien preguntaba por él.
Los barrios de los mercaderes seguían exactamente igual. Barcelona podía recorrerse con los ojos cerrados, con la única guía del característico olor de cada uno de ellos. La catedral, como Santa María o la iglesia del Pi, seguían en construcción, aunque el templo de la mar estaba mucho más avanzado que los otros dos.
Santa Clara estaba en obras y también Santa Anna. Guillem se paró ante cada una de las iglesias para observar el trabajo de carpinteros y albañiles. ¿Y la muralla del mar?, ¿y el puerto? Curiosos aquellos cristianos.
– Preguntan por vos en la alhóndiga -le dijo jadeando uno de los criados el tercer día.
«¿Ya has cedido, Nicolau?», se preguntó Guillem apresurándose hacia la alhóndiga.
Nicolau Eimeric firmó la sentencia en presencia de Guillem, en pie frente a la mesa. Después la selló y se la entregó en silencio.
Guillem cogió el documento y allí mismo empezó a leerlo.
– Al final, al final -lo urgió el inquisidor.
Había obligado al escribano a trabajar toda la noche y no iba a estar todo el día esperando a que aquel infiel la leyera.
Guillem miró a Nicolau por encima del documento y continuó leyendo los razonamientos del inquisidor. O sea que Jaume de Bellera y Genis Puig habían retirado su denuncia; ¿cómo lo habría conseguido Nicolau? El testimonio de Margarida Puig era cuestionado por Nicolau tras tener conocimiento el tribunal de que su familia había sido arruinada debido a los negocios mantenidos con Arnau; y la de Elionor…, ¡no había acreditado la entrega y sumisión obligada de toda mujer a su esposo!
Además, Elionor sostenía que el denunciado había abrazado públicamente a una judía con quien le suponía relaciones carnales, y citaba como testigos de dicho acto público al propio Nicolau y al obispo Berenguer d'Erill. Guillem volvió a observar a Nicolau por encima de la sentencia; el inquisidor sostuvo su mirada. «No es cierto -decía Nicolau- que el denunciado abrazara a ninguna judía en el momento referido por doña Elionor. Ni él ni Berenguer d'Erill, quien también firmaba la sentencia -Guillem pasó entonces a la última página para comprobar la firma y el sello del obispo-, podían corroborar tal denuncia. El humo, el fuego, el bullicio, la pasión, cualquiera de esas circunstancias -continuaba diciendo Nicolau-, puede haber propiciado que una mujer, débil por naturaleza, haya creído presenciar tal situación. Siendo, pues, notoriamente falsa la acusación vertida por doña Elionor en cuanto a la relación de Arnau con una judía, poca credibilidad podía otorgársele al resto de su denuncia.»
Guillem sonrió.
Los únicos hechos que ciertamente podían considerarse punibles eran los denunciados por los sacerdotes de Santa María de la Mar. Las palabras blasfemas habían sido reconocidas por el reo, si bien se había arrepentido de ellas ante el tribunal, objetivo último de todo proceso inquisitorial. Por ello se condenaba a Arnau Estanyol a una multa consistente en la requisa de todos sus bienes, así como a cumplir penitencia durante todos los domingos de un año, frente a Santa María de la Mar, cubierto con el sambenito propio de los condenados.
Guillem terminó de leer los formalismos legales y se fijó en las firmas y sellos del inquisidor y el obispo. ¡Lo había conseguido!
Enrolló el documento y buscó en el interior de sus ropas la carta de pago firmada por Abraham Leví para entregársela a Nicolau. Guillem presenció en silencio cómo éste leía el documento que significaba la ruina de Arnau, pero también su libertad y su vida; de todas formas, tampoco hubiera sabido explicarle nunca de dónde provenía ese dinero y por qué aquella carta de pago había estado escondida durante tantos años.
58
Arnau durmió lo que restaba de día. Al anochecer, Mar encendió una pequeña hoguera con la hojarasca y los leños que los pescadores habían acumulado en el chamizo. El mar estaba en calma. La mujer alzó la mirada al cielo estrellado. Después lo hizo hacia el despeñadero que rodeaba la cala; la luna jugaba con las aristas de las rocas iluminándolas caprichosamente aquí y allá.
Respiró el silencio y saboreó la calma. El mundo no existía. Barcelona no existía, la Inquisición tampoco, ni siquiera Elionor o Joan: sólo ella… y Arnau.
A medianoche oyó ruidos en el interior del chamizo. Se levantó para dirigirse hacia él cuando Arnau salió a la luz de la luna. Ambos se quedaron quietos, a unos pasos de distancia.