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Mar estaba entre Arnau y el fuego de la hoguera. El resplandor de las llamas definía su silueta y escondía en sombras sus rasgos. «¿Acaso estoy ya en el cielo?», pensó Arnau. A medida que sus ojos se acostumbraban a la penumbra, las facciones que habían perseguido sus sueños fueron cobrando forma; primero fueron sus ojos, brillantes, ¿cuántas noches había llorado por ellos?; después su nariz, sus pómulos, su mentón… y su boca, aquellos labios… La figura abrió los brazos hacia él y el resplandor de las llamas se coló por sus costados, acariciando un cuerpo delineado a través de unas vestiduras etéreas, cómplices de luz y oscuridad. Lo llamaba.

Arnau acudió a la llamada. ¿Qué sucedía? ¿Dónde estaba? ¿De verdad se trataba de Mar? Encontró la respuesta al coger sus manos, en la sonrisa que se abría a él, en el cálido beso que recibió en los labios.

Después, Mar se abrazó a Arnau con fuerza y el mundo volvió a la realidad. «Abrázame», oyó que le pedía. Arnau rodeó la espalda de la muchacha y apretó su cuerpo contra el de la joven. La oyó llorar. Sintió los espasmos de su pecho contra el suyo y le acarició la cabeza meciéndola con suavidad. ¿Cuántos años habían tenido que transcurrir para disfrutar de aquel momento? ¿Cuántos errores había llegado a cometer?

Arnau separó la cabeza de Mar de su hombro y la obligó a mirarlo a los ojos.

– Lo siento -empezó a decirle-, siento haberte entregado… -Calla -lo interrumpió ella-. No existe el pasado. No hay nada que perdonar. Empecemos a vivir desde hoy. Mira -le dijo separándose y cogiéndole de una mano-, el mar. El mar no sabe nada del pasado. Ahí está. Nunca nos pedirá explicaciones. Las estrellas, la luna, ahí están y siguen iluminándonos, brillan para nosotros. ¿Qué les importa a ellas lo que haya podido suceder? Nos acompañan y son felices por ello; ¿las ves brillar? Titilan en el cielo; ¿lo harían si les importara? ¿Acaso no se levantaría una tempestad si Dios quisiera castigarnos? Estamos solos, tú y yo, sin pasado, sin recuerdos, sin culpas, sin nada que pueda interponerse en nuestro… amor.

Arnau mantuvo la vista en el cielo, después lo hizo en el mar, en las pequeñas olas que arribaban suavemente hasta la cala sin ni siquiera llegar a romper. Miró la pared de roca que los protegía y se balanceó en el silencio.

Se volvió hacia Mar sin soltar su mano. Tenía algo que contarle, algo doloroso, algo que había jurado ante la Virgen tras la muerte de su primera esposa y a lo que no podía renunciar. Mirándola a los ojos, en un susurro, se lo explicó. Cuando terminó el relato, Mar suspiró.

– Sólo sé que no pienso volver a abandonarte, Arnau. Quiero estar contigo, cerca de ti… En las condiciones que tú propongas.

Al amanecer del quinto día llegó un laúd, del que sólo desembarcó Guillem. Los tres se encontraron en la orilla. Mar se separó de los dos hombres para permitir que se fundieran en un abrazo.

– ¡Dios! -sollozó Arnau.

– ¿Qué Dios? -preguntó Guillem con un nudo en la garganta, apartando a Arnau y mostrando en una sonrisa su blanca dentadura.

– El de todos -contestó Arnau sumándose a su alegría.

– Ven aquí, mi niña -dijo Guillem abriendo un brazo.

Mar se acercó a los dos y los abrazó por la cintura.

– Ya no soy tu niña -le dijo ella con una picara sonrisa.

– Siempre lo serás -corrigió Guillem.

– Siempre lo serás -confirmó Arnau.

De tal guisa, los tres abrazados, fueron a sentarse alrededor de los restos de la hoguera de la noche anterior.

– Eres libre, Arnau -le comunicó Guillem nada más acomodarse en el suelo; le tendió la sentencia.

– Dime qué dice -le pidió Arnau negándose a cogerla-. Nunca he leído un documento que viniera de ti.

– Dice que se requisan tus bienes… -Guillem miró a Arnau, pero no observó reacción alguna-.Y que se te condena a pena de sambenito durante todos los domingos de un año ante las puertas de Santa María. Por lo demás, la Inquisición te deja en libertad.

Arnau se imaginó descalzo, vestido con una túnica de penitente hasta los pies con dos cruces pintadas, antes las puertas de su iglesia.

– Debí suponer que lo conseguirías cuando te vi en el tribunal, pero no estaba en condiciones…

– Arnau -lo interrumpió Guillem-, ¿has oído lo que he dicho? La Inquisición requisa todos tus bienes.

Arnau guardó silencio durante unos instantes.

– Estaba muerto, Guillem -contestó-; Eimeric iba a por mí. Y por otra parte, habría dado todo lo que tengo…, tenía -se corrigió cogiendo a Mar de la mano- por estos últimos días.

– Guillem desvió la mirada hacia Mar y se encontró con una amplia sonrisa y unos ojos brillantes. Su niña; sonrió a su vez-. He estado pensando…

– ¡Traidor! -le reprochó Mar con un mohín simpático.

Arnau palmeó la mano de la muchacha.

– Por lo que recuerdo, debió de costar mucho dinero que el rey no se enfrentara a la host.

Guillem asintió.

– Gracias -dijo Arnau.

Los dos hombres se miraron.

– Bien -añadió Arnau decidiendo romper el hechizo-, ¿y a ti? ¿Cómo te ha ido durante estos años?

Con el sol ya en lo alto, los tres se dirigieron hacia el laúd tras hacer señales al marinero para que se acercase a la cala. Arnau y Guillem embarcaron.

– Sólo un momento -les pidió Mar.

La muchacha se volvió hacia la cala y miró el chamizo. ¿Qué le esperaba ahora? La pena de sambenito, Elionor…

Mar bajó la mirada.

– No te preocupes por ella -la consoló Arnau acariciándole el cabello-; sin dinero no nos molestará. El palacio de la calle de Monteada forma parte de mi patrimonio, por lo que ahora pertenece a la Inquisición. Sólo le queda Montbui. Tendrá que marcharse allí.

– El castillo -murmuró Mar-. ¿Se lo quedará la Inquisición?

– No. El castillo y las tierras nos fueron entregadas en dote por el rey. La Inquisición no puede requisarlas como patrimonio mío.

– Lo siento por los payeses -murmuró Mar recordando el día en que Arnau derogó los malos usos.

Nadie habló de Mataró, de la masía de Felip de Ponts.

– Saldremos adelante…-empezó a decir Arnau.

– ¿De qué hablas? -lo interrumpió Guillem-.Tendréis todo el dinero que necesitéis. Si quisierais, podríamos volver a comprar el palacio de la calle Monteada.

– Ese es tu dinero -negó Arnau.

– Ése es nuestro dinero. Mirad -les dijo a ambos-, no tengo a nadie aparte de vosotros. ¿Que voy a hacer yo con el dinero que he conseguido gracias a tu generosidad? Es vuestro.

– No, no -insistió Arnau.

– Vosotros sois mi familia. Mi niña… y el hombre que me dio la libertad y riqueza. ¿Significa eso que no me queréis en vuestra familia?

Mar alargó el brazo para tocar a Guillem. Arnau balbuceó:

– No… No quería decir eso… Por supuesto…

– Pues el dinero va conmigo -volvió a interrumpirlo Guillem-. ¿O quieres que se lo ceda a la Inquisición?

La pregunta robó una sonrisa a Arnau.

– Y tengo grandes proyectos -añadió Guillem.

Mar continuó mirando hacia la cala. Una lágrima cayó por su mejilla. No se movió. Llegó hasta sus labios y se perdió en la comisura. Volvían a Barcelona. A cumplir una condena injusta, con la Inquisición, con Joan, el hermano que lo había traicionado…Y con una esposa a la que despreciaba y de la que no podía liberarse.

59

Guillem había alquilado una casa en el barrio de la Ribera. Evitó el lujo, pero la casa era suficientemente amplia para acoger a los tres; con una habitación para Joan, pensó Guillem cuando dio las oportunas instrucciones. Arnau fue recibido con cariño por las gentes de la playa cuando desembarcó del laúd en el puerto de Barcelona. Algunos mercaderes que vigilaban el transporte de sus mercaderías o transitaban por las cercanías de la lonja lo saludaron con un movimiento de cabeza.

– Ya no soy rico -le comentó a Guillem sin dejar de andar y devolviendo los saludos.

– Cómo corren las noticias -le contestó éste. Arnau había dicho que lo primero que quería hacer al desembarcar era visitar Santa María para agradecerle a la Virgen su liberación; sus sueños habían pasado de la confusión a la nitidez de la pequeña figura saltando por encima de las cabezas de la gente mientras él era llevado en volandas por los consejeros de la ciudad. Sin embargo, su trayecto se vio interrumpido al pasar por la esquina de Canvis Vells y Canvis Nous. La puerta y las ventanas de su casa, de su mesa de cambios, estaban abiertas de par en par. Frente a ella había un grupo de curiosos que se hicieron a un lado cuando vieron llegar a Arnau. No entraron. Los tres reconocieron algunos de los muebles y efectos que los soldados de la Inquisición amontonaban sobre un carro junto a la puerta: la larga mesa, que sobresalía del carro y había sido atada con cuerdas, el tapete rojo, la cizalla para cortar la moneda falsa, el abaco, los cofres…

La aparición de una figura de negro que anotaba los enseres desvió la atención de Arnau. El dominico dejó de apuntar y clavó la mirada en él. La gente guardó silencio mientras Arnau reconocía aquellos ojos: eran los que lo habían escrutado durante los interrogatorios, tras la mesa, junto al obispo.

– Carroñeros -musitó.

Eran sus pertenencias, su pasado, sus alegrías y sus sinsabores. Jamás hubiera pensado que presenciar cómo le expoliaban… Nunca había dado importancia a sus bienes, y, sin embargo, se llevaban toda una vida.

Mar notó sudor en la mano de Arnau.

Alguien, desde atrás, abucheó al fraile; inmediatamente, los soldados dejaron los enseres y desenvainaron sus armas. Tres soldados más aparecieron desde el interior con las armas ya en la mano.

– No permitirán otra humillación a manos del pueblo -advirtió Guillem tirando de Mar y Arnau.

Los soldados arremetieron contra el grupo de curiosos, que salió corriendo en todas direcciones. Arnau se dejó llevar por Guillem, mirando hacia atrás, con la vista puesta en el carro.

Olvidaron Santa María, hasta cuyo portal llegaron algunos de los soldados que perseguían a la gente. La rodearon apresuradamente para llegar a la plaza del Born y, desde allí, a su nueva casa.

La noticia del regreso de Arnau corrió por la ciudad. Los primeros en presentarse fueron unos missatges del consulado. El oficial no se atrevió a mirar a Arnau a la cara. Cuando se dirigió a él lo hizo utilizando su título, «muy honorable», pero debía entregarle la carta por la que el Consejo de Ciento de la ciudad lo destituía de su cargo. Tras leerla, Arnau ofreció su mano al oficial, quien entonces sí levantó la mirada.