El 3 de noviembre de 1383 se colocó la última clave de la nave central, la más cercana a la puerta principal y que portaba el escudo de la Junta de Obra, en honor a todos aquellos ciudadanos anónimos que permitieron la construcción de la iglesia.
Arnau levantó la vista hacia ella. Mar y Bernat lo acompañaron y los tres sonrieron cuando emprendieron el camino hacia el altar mayor.
Desde que la clave se montó en el andamio, esperando a que las nervaduras de los arcos llegasen hasta ella, Arnau repitió una y otra vez los mismos argumentos:
– Ésa es nuestra enseña -le dijo un día a su hijo Bernat.
El muchacho miró hacia arriba.
– Padre -le contestó-, ése es el escudo del pueblo. La gente como tú tiene sus propios escudos grabados en los arcos y en las piedras, en las capillas y en los… -Arnau levantó una mano tratando de interrumpir las palabras de su hijo, pero el muchacho continuó-: ¡Ni siquiera tienes un sitial en el coro!
– Ésta es la iglesia del pueblo, hijo. Muchos hombres han dado su vida por ella y su nombre no está en lugar alguno.
Entonces los recuerdos de Arnau viajaban hasta el muchacho que cargaba piedras desde la cantera real hasta Santa María.
– Tu padre -intervino en aquella ocasión Mar- ha grabado con su sangre muchas de estas piedras. No hay mejor homenaje que ése.
Bernat se volvió hacia su padre con los ojos abiertos de par en par.
– Como tantos otros, hijo -le dijo éste-, como tantos otros.
Agosto en el Mediterráneo, agosto en Barcelona. El sol brillaba con una magnificencia difícil de encontrar en ningún otro lugar del orbe; porque antes de colarse a través de las vidrieras de Santa María para juguetear con el color y la piedra, el mar devolvía al sol el reflejo de su propia luz y los rayos llegaban a la ciudad embebidos de una suerte de esplendor inigualable. En el interior del templo, el reflejo colorido de los rayos solares al pasar por las vidrieras se confundía con el titilar de miles de cirios encendidos y repartidos entre el altar mayor y las capillas laterales de Santa María. El olor a incienso impregnaba el ambiente y la música del órgano resonaba en una construcción acústicamente perfecta.
Arnau, Mar y Bernat se dirigieron hacia el altar mayor. Bajo el magnífico ábside y rodeada por ocho esbeltas columnas, delante de un retablo, descansaba la pequeña figura de la Virgen de la Mar. Tras el altar, adornado con preciosas telas francesas que el rey Pedro había prestado para la ocasión no sin antes advertir mediante una carta desde Vilafranca del Penedès que le fueran devueltas inmediatamente después de la celebración, el obispo Pere de Planella se preparaba para oficiar la misa de consagración del templo. La gente abarrotaba Santa María y los tres tuvieron que detenerse. Algunos de los presentes reconocieron a Arnau y le abrieron paso hasta el altar mayor, pero Arnau se lo agradeció y siguió allí, en pie, entre ellos: su gente y su familia. Sólo le faltaba Guillem… y Joan. Arnau prefería recordarlo como el niño con quien descubrió el mundo, más que como al amargado monje que se sacrificó entre llamas.
El obispo Pere de Planella inició el oficio.
Arnau notó que le asaltaba la ansiedad. Guillem, Joan, Maria, su padre… y la anciana. ¿Por qué siempre que pensaba en los que faltaban, terminaba recordando a aquella anciana? Le había pedido a Guillem que la buscara, a ella y a Aledis.
– Han desaparecido -le dijo un día el moro.
– Dijeron que era mi madre -recordó Arnau en voz alta-. Insiste.
– No las he podido encontrar -le volvió a decir al cabo de un tiempo Guillem.
– Pero…
– Olvídalas -le aconsejó su amigo no sin cierta autoridad en su tono de voz.
Pere de Planella continuaba con la celebración.
Arnau tenía sesenta y tres años, estaba cansado, y buscó apoyo en su hijo.
Bernat apretó con cariño el brazo de su padre y éste lo obligó a acercar el oído a sus labios a la vez que señalaba hacia el altar mayor.
– ¿La ves sonreír, hijo? -le preguntó.
Nota del autor
En el desarrollo de esta novela he pretendido seguir la Crónica de Pedro III con las necesarias adaptaciones que requería una obra de ficción como la propuesta. La elección de Navarcles como enclave del castillo y tierras del señor del mismo nombre ha sido totalmente ficticia, no así las baronías de Granollers, Sant Vicenç dels Horts y Caldes de Montbui que el rey Pedro concede a Arnau en dote por su matrimonio con su pupila Elionor -creación esta última del autor-. Las baronías en cuestión fueron cedidas en 1380 por el infante Martín, hijo de Pedro el Ceremonioso, a Guillem Ramon de Monteada, de la rama siciliana de los Monteada, por sus buenos oficios en pro del matrimonio entre la reina María y uno de los hijos de Martín, quien después reinaría bajo el sobrenombre de «El Humano». Esos dominios, no obstante, duraron menos en poder de Guillem Ramon de Monteada de lo que le duran al protagonista de la novela. Nada más recibirlos, el señor de Monteada los vendió al conde de Urgell para, con el dinero obtenido, armar una flota y dedicarse a la piratería.
El derecho a yacer la primera noche con la novia era efectivamente uno de los que concedían los Usatges a los señores sobre sus siervos. La existencia de los malos usos en la Cataluña vieja, que no en la nueva, llevó a los siervos de la tierra a rebelarse contra sus señores, con continuos conflictos hasta que no se derogaran por completo por la sentencia arbitral de Guadalupe de 1486, eso sí, mediante el pago de una importante indemnización a los señores desposeídos de sus derechos.
La sentencia real contra la madre de Joan, por la que se le obligaba a vivir en una habitación hasta su muerte a pan y agua, fue efectivamente dictada en 1330 por Alfonso III contra una mujer llamada Eulàlia, consorte de Juan Dosca.
El autor no comparte las consideraciones que a lo largo de la novela se efectúan sobre las mujeres o los payeses; todas ellas, o la gran mayoría, están textualmente copiadas del libro escrito por el monje Francesc Eiximenis, aproximadamente en el año 1381, Lo crestià.
En la Cataluña medieval, a diferencia de lo que ocurría en el resto de España, sometida a la tradición legal goda plasmada en el Fuero Juzgo que lo prohibía, los estupradores sí podían casarse con la estuprada, aun cuando hubiere existido violencia en el secuestro, por aplicación del usatge Si quis virginem, tal como sucede con el matrimonio de Mar y el señor de Ponts.
La obligación del estuprador era la de dotar a la mujer a fin de que pudiera encontrar marido, o bien contraer matrimonio con ella. Si la mujer estaba casada, se aplicaban las penas por adulterio.
No se sabe con certeza si el episodio en que el rey Jaime de Mallorca trata de secuestrar a su cuñado, Pedro III, y que fracasa porque un monje familiar del último se lo advierte tras escuchar el complot en confesión -en la novela ayudado por Joan-, sucedió en realidad o fue una invención de Pedro III para excusar el proceso abierto contra el rey de Mallorca y que finalizaría con la requisa de sus reinos. Lo que sí parece cierto fue la exigencia del rey Jaime de construir un puente cubierto desde sus galeras, fondeadas en el puerto de Barcelona, hasta el convento de Frame-nors, hecho que quizá exacerbase la imaginación del rey Pedro acerca del complot relatado en sus Crónicas.
El intento de invasión de Barcelona por parte de Pedro el Cruel, rey de Castilla, aparece minuciosamente detallado en la Crónica de Pedro III. Efectivamente el puerto de la ciudad condal, tras el avance de la tierra y la inhabilitación de los puertos anteriores, se hallaba indefenso ante los fenómenos naturales y ante los ataques enemigos; no fue hasta 1340 en que, bajo el reinado de Alfonso el Magnánimo, se inició la construcción de un nuevo puerto acorde con las necesidades de Barcelona.
Con todo, la batalla se produjo tal y como la relata Pedro III y la armada castellana no pudo acceder a la ciudad porque una nave -un ballenero, según Capmany- se atravesó en las tasques (bajíos) de acceso a la playa impidiendo el avance del rey de Castilla. Es en esta batalla donde se puede encontrar una de las primeras referencias al uso de la artillería -una brigola montada en la proa de la galera real- en las batallas navales. Poco después, lo que no había sido más que un medio de transporte de tropas, pasó a convertirse en grandes y pesadas naves armadas con cañones, lo que varió completamente el concepto de la batalla naval. En su Crónica, el rey Pedro III se recrea en la burla y el escarnio al que la host catalana, desde la playa o las numerosas barcas que salieron en defensa de la capital, sometió a las tropas de Pedro el Cruel y la considera, junto a la efectividad del uso de la brigola, una de las razones por las que el rey de Castilla cejó en su empeño de invadir Barcelona.
En la revuelta de la plaza del Blat del llamado primer mal año, en la que los barceloneses reclamaron el trigo, efectivamente se sometió a juicio sumarísimo a los promotores de la misma, a quienes se ejecutó en la horca, ejecución que por razones arguméntales se ha situado en la misma plaza del Blat. Lo cierto es que las autoridades municipales confiaron en que el simple juramento pudiera vencer al hambre del pueblo.
Quien sí fue ejecutado en el año 1360, por decapitación en este caso y frente a su mesa de cambio, como establecía la ley, cerca de la actual plaza Palacio, fue el cambista F. Castelló, declarado abatut, o en quiebra.
También en el año 1367, a raíz de la acusación de profanación de una hostia y tras haber sido encerrados en la sinagoga sin agua ni comida, tres judíos fueron ejecutados por orden del infante don Juan, lugarteniente del rey Pedro.
Durante la Pascua cristiana los judíos tenían terminantemente prohibido salir de sus casas; es más, a lo largo de aquellos días debían tener permanentemente cerradas las puertas y ventanas de sus hogares para que ni siquiera pudieran ver o interferir en las numerosas procesiones de los cristianos. Pero aun así la Pascua encendía, todavía más si cabe, los resquemores de los fanáticos y las acusaciones de celebraciones de rituales heréticos aumentaban durante unas fechas que los judíos temían con razón.