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Dos eran las principales acusaciones que se efectuaban contra la comunidad judía relacionadas con la Pascua cristiana: el asesinato ritual de cristianos, esencialmente niños, para crucificarlos, torturarlos, beber su sangre o comer su corazón, y la profanación de la hostia, ambos, según el pueblo, destinados a revivir el dolor y el sufrimiento de la pasión del Cristo de los católicos.

La primera acusación conocida de crucifixión de un niño cristiano se produjo en la Alemania del Sacro Imperio, enWürz-burg, en el año 1147, si bien y como siempre había sucedido con los judíos, el morboso delirio del pueblo pronto logró que tales sucesos se trasladasen a toda Europa. Tan sólo un año después, en 1148, se acusó a los judíos ingleses de Norwich de crucificar a otro niño cristiano. A partir de ahí las acusaciones de asesinatos rituales, principalmente durante la Pascua y mediante la crucifixión, se generalizaron: Gloucester, 1168; Fulda, 1235; Lincoln, 1255; Munich, 1286… Hasta tal punto llegaba el odio a los judíos y la credibilidad de la gente, que en el siglo xv un franciscano italiano, Bernardino da Feltre, anunció con antelación la crucifixión de un niño, primero en Trento, donde ciertamente se cumplió la profecía y el pequeño Simón apareció muerto en la cruz. La Iglesia beatificó a Simón pero el fraile siguió «anunciando» crucifixiones: Reggio, Bassano o Mantua. Sólo a mediados del siglo XX la Iglesia rectificó y anuló la beatificación de Simón, mártir del fanatismo y no de la fe.

Una de las salidas que efectivamente efectuó la host de Barcelona, si bien con posterioridad a la fecha relacionada en la novela, puesto que se produjo en el año 1369, se hizo contra el pueblo de Creixell por impedir el libre tránsito y pastoraje del ganado con destino a la ciudad condal, el que sólo podía acceder vivo a Barcelona; ésta, la detención del ganado, fue una de las principales causas por las que la host ciudadana salía a defender sus privilegios frente a otros pueblos y señores feudales.

Santa María de la Mar es sin duda alguna uno de los templos más bellos que existen; carece de la monumentalidad de otras iglesias, coetáneas o posteriores, pero en su interior se puede respirar el espíritu que trató de imprimirle Berenguer de Montagut: la iglesia del pueblo, edificada por el pueblo y para el pueblo, como una gran masía catalana, austera, protegida y protectora, con la luz mediterránea como supremo elemento diferenciador.

La gran virtud de Santa María, al decir de los entendidos, es que se construyó en un período ininterrumpido de tiempo de cincuenta y cinco años, bajo una única influencia arquitectónica, con escasos elementos añadidos, lo que la convierte en el máximo exponente del llamado gótico catalán o gótico ancho. Como era costumbre en aquella época y a fin de no interrumpir los servicios religiosos, Santa María se construyó sobre la antigua iglesia. En un principio, el arquitecto Bassegoda Amigó situaba el templo primitivo en la esquina de la calle Espaseria, señalando que la actual se construyó delante de la vieja, más al norte, y dejando entre ellas una calle, hoy de Santa María. Sin embargo, el descubrimiento en 1966, a raíz de las obras de construcción de un nuevo presbiterio y cripta en el templo, de una necrópolis romana bajo Santa María modificó la idea originaria de Bassegoda, y su nieto, arquitecto y estudioso del templo, sostiene en la actualidad que las sucesivas iglesias de Santa María se hallaron siempre en el mismo lugar; unas construcciones se superponían a otras. Es en ese cementerio en el que se supone se enterró el cuerpo de santa Eulàlia, patrona de Barcelona, cuyos restos fueron trasladados por el rey Pedro desde Santa María hasta la catedral.

La imagen de la Virgen de la Mar que se utiliza en la novela es la que actualmente se encuentra en el altar mayor, antes situada en el tímpano del portal de la calle del Born.

De las campanas de Santa María no se tiene noticia hasta el año 1714 cuando Felipe V venció a los catalanes. El rey castellano gravó con un impuesto especial las campanas de Cataluña, como castigo a su constante repicar llamando a los patriotas catalanes a sometent, a tomar las armas para defender su tierra. Con todo, no fue patrimonio exclusivo de los castellanos ensañarse con las campanas que llamaban a la guerra a los ciudadanos. El propio Pedro el Ceremonioso, cuando logró vencer a la oposición valenciana que se había alzado en armas contra él, ordenó ejecutar a algunos de los sublevados obligándoles a beber el metal fundido de la campana de la Unión que había llamado a los valencianos a sometent.

Tal era la representatividad de Santa María que ciertamente el rey Pedro eligió su plaza para arengar a los ciudadanos en la guerra contra Cerdeña y desechó otros lugares de la ciudad como era la plaza del Blat, junto al palacio del veguer, para reunir a la ciudadanía.

Los humildes bastaixos, con su trabajo de transportar gratuitamente las piedras hasta Santa María, son el más claro ejemplo del fervor popular que levantó la iglesia. La parroquia les concedió privilegios y hoy su devoción mariana queda reflejada en las figuras de bronce del portal mayor, en relieves en el presbiterio o en capiteles de mármol, en todos los cuales se representan las figuras de los descargadores portuarios.

El judío Hasdai Crescas existió -también existió un tal Bernat Estanyol, capitán de los almogávares-, pero así como el primero ha sido elegido por el autor, el segundo no se debe más que a una coincidencia. El oficio de cambista y la vida que se le atribuye, no obstante, son invención del autor. Siete años después de que fuese oficialmente inaugurada Santa María, en el año 1391 -más de cien años antes de que los Reyes Católicos ordenasen la expulsión de los judíos de sus reinos-, la judería de Barcelona fue arrasada por el pueblo, sus moradores ejecutados y aquellos que tuvieron mejor suerte, como por ejemplo los que lograron refugiarse en un convento, obligados a convertirse. Totalmente destruida la judería barcelonesa, derribados sus edificios y construidas iglesias en su interior, el rey Juan, preocupado por los perjuicios económicos que implicaba para las arcas reales la desaparición de los judíos, intentó que volvieran a Barcelona; prometió exenciones fiscales hasta que su comunidad no superase el número de doscientas personas y derogó obligaciones tales como dejar sus lechos y muebles cuando la corte estaba en Barcelona o la de alimentar los leones y demás fieras reales. Pero los judíos no volvieron y en el año 1397 el rey concedió a Barcelona el privilegio de no tener judería.

Nicolau Eimeric, el inquisidor general, terminó refugiándose en Aviñón con el Papa, pero a la muerte del rey Pedro volvió a Cataluña y continuó atacando las obras de Ramon Llull. El rey Juan lo desterró de Catalunya en 1393 y el inquisidor se refugió de nuevo junto al Papa; sin embargo, ese mismo año volvió a la Seu d'Urgell y el rey Juan tuvo que exigir al obispo de la ciudad su expulsión inmediata. Nicolau huyó una vez más a Aviñón y, cuando el rey Juan murió, consiguió permiso del rey Martín el Humano para poder pasar los últimos años de su vida en Gerona, su ciudad natal, donde falleció a los ochenta años de edad. Las referencias acerca de las máximas de Eimeric sobre la posibilidad de torturar más de una vez como continuación de una tortura anterior, tanto como las condiciones que deben concurrir en una cárcel, hasta hacer perecer al reo, son ciertas.

Desde 1249, a diferencia de Castilla donde no se instituyó la Inquisición hasta el año 1487 por más que el recuerdo de sus terribles procesos perdurara durante siglos, Cataluña dispuso de tribunales de la Inquisición totalmente diferenciados e independientes de la tradicional jurisdicción eclesiástica ejercida a través de los tribunales episcopales. La prelación de la institución oficial de los tribunales de la Inquisición en Cataluña encontró su razón de ser en el originario objetivo de los mismos: la lucha contra la herejía en aquellos años identificada con los cataros del sur de Francia y los valdenses de Pedro Valdo en Lyon. Ambas doctrinas, consideradas heréticas por la Iglesia, captaron adeptos en la población de la Cataluña vieja debido a la cercanía geográfica; llegaron a contarse entre ellos, como seguidores de los cataros, a nobles catalanes pirenaicos como el vizconde Arnau y su esposa Ermessen-da; Ramon, señor del Cadí, y Guillem de Niort, veguer del conde Nunó Sanç en Cerdanya y Conflent.

Por esa razón, la Inquisición empezó precisamente en Cataluña su triste andadura por tierras ibéricas. En 1286, sin embargo, se puso fin al movimiento cátaro y la Inquisición catalana, entrado el siglo xiv, recibió órdenes por parte del papa Clemente V de dirigir sus esfuerzos hacia la proscrita orden de los caballeros del Temple tal como se estaba efectuando en el vecino reino francés. Pero en Cataluña los templarios no sufrían la misma inquina que la prodigada por el monarca francés -aun cuando ésta estuviera principalmente basada en motivos económicos-, y en un concilio provincial convocado por el metropolitano de Tarragona para tratar del asunto de los templarios, todos los obispos presentes adoptaron unánimemente una resolución por la que se les declaraba libres de culpa y no se encontraba razón alguna para la herejía de la que eran acusados.

Después de los templarios, la Inquisición catalana dirigió su mirada hacia los begardos, que también habían logrado introducirse en Cataluña, y dictó algunas sentencias de muerte ejecutadas, como era norma, por el brazo secular tras la relajación del condenado. Con todo, a mediados del siglo xiv, en 1348, con el asalto popular a las juderías de toda Europa a raíz de la epidemia de peste y de las generalizadas acusaciones contra los judíos, la Inquisición catalana, carente de herejes y de otras sectas o movimientos espirituales, empezó a dirigir sus actuaciones hacia los judaizantes.

Mi agradecimiento a mi esposa, Carmen, sin la que no hubiera sido posible esta novela, a Pau Pérez, por haberla vivido con la misma pasión que yo, a la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès por su magnífica labor didáctica en el mundo de las letras, así como a Sandra Bruna, mi agente, y Ana Liarás, mi editora.

Barcelona, noviembre de 2005