El transcurso del tiempo, que ya había logrado despejar de arenales la pequeña iglesia, obligó también a la ciudad a buscar nuevos terrenos extramuros en los que dar cabida a la incipiente burguesía de Barcelona que ya no podía establecerse en el recinto romano. Y de los tres lindes de Barcelona, la burguesía optó por el oriental, aquel por el que transcurría el tráfico del puerto hasta la ciudad. Allí, en la misma calle de la Mar, se instalaron los plateros; las demás calles recibieron su nombre de los cambistas, algodoneros, carniceros y panaderos, vinateros y queseros, sombrereros, espaderos y multitud de otros artesanos. También se levantó allí una alhóndiga donde se alojaban los mercaderes extranjeros de visita en la ciudad, y se construyó la plaza del Born, a espaldas de Santa María, donde se celebraban justas y torneos. Pero no sólo los ricos artesanos se sintieron atraídos por el nuevo barrio de la Ribera; también muchos nobles se trasladaron allí, de la mano del senescal Guillem Ramon de Monteada, a quien el conde de Barcelona, Ramon Berenguer IV, cedió los terrenos que dieron lugar a la calle que llevaba su nombre, que desembocaba en la plaza del Born, junto a Santa María de la Mar, y en la que se alzaron grandes y lujosos palacios.
Después de que el barrio de la Ribera de la Mar de Barcelona se convirtiera en un lugar próspero y rico, la antigua iglesia románica a la que acudían los pescadores y demás gente de la mar a venerar a su patrona se quedó pequeña y pobre para sus prósperos y ricos parroquianos. Sin embargo, los esfuerzos económicos de la iglesia barcelonesa y de la realeza se dirigían exclusivamente a la reconstrucción de la catedral de la ciudad.
Los parroquianos de Santa María de la Mar, ricos y pobres, unidos por la devoción a la Virgen, no desfallecieron ante la falta de apoyo y, de la mano del recién nombrado archidiácono de la Mar, Bernat Llull, solicitaron a las autoridades eclesiásticas el permiso para alzar lo que querían que fuera el mayor monumento a la Virgen María. Y lo obtuvieron.
Santa María de la Mar se empezó a construir, pues, por y para el pueblo, de lo cual dio fe la primera piedra del edificio que se colocó en el lugar exacto donde iría el altar mayor y en la que, a diferencia de lo que ocurría con las construcciones que contaban con el apoyo de las autoridades, tan sólo se esculpió el escudo de la parroquia en señal de que la fábrica, con todos sus derechos, pertenecía única y exclusivamente a los parroquianos que la habían construido: los ricos, con sus dineros; los humildes, con su trabajo. Desde que se colocó la primera piedra, un grupo de feligreses y prohombres de la ciudad llamados laVigesimoquinta debía reunirse, cada año, con el rector de la parroquia para, asistidos de un notario, entregarle las llaves de la iglesia para ese año.
Arnau observó al hombre de la piedra. Todavía sudoroso, jadeante, sonreía mientras miraba hacia la construcción.
– ¿Podría verla? -preguntó Arnau.
– ¿A la Virgen? -preguntó a su vez el hombre dirigiendo su sonrisa hacia el pequeño.
¿Y si los niños no podían entrar solos en las iglesias?, se preguntó Arnau. ¿Y si tenían que hacerlo con sus padres? ¿Qué les había dicho el sacerdote de Sant Jaume?
– Por supuesto. La Virgen estará encantada de que unos niños como vosotros la visitéis.
Arnau rió, nervioso. Después miró a Joanet. -¿Vamos? -le instó.
– ¡Ehhh! Un momento -les dijo el hombre-; yo tengo que volver al trabajo. -Miró a los operarios que trabajaban la piedra-. Àngel -le gritó a un muchacho de unos doce años que se acercó a ellos corriendo-, acompaña a estos niños a la iglesia. Dile al cura que quieren ver a la Virgen.
El hombre volvió a revolver el cabello de Arnau y desapareció en dirección al mar. Arnau y Joanet se quedaron con el tal Àngel, pero cuando el muchacho los miró, ambos bajaron la vista. -¿Queréis ver a la Virgen? Su voz sonó sincera. Arnau asintió y le preguntó: -Tú… ¿la conoces?
– Claro -rió Àngel-. Es la Virgen de la Mar, mi Virgen. ¡Mi padre es barquero! -añadió con orgullo-.Venid.
Los dos lo siguieron hasta la entrada de la iglesia, Joanet con los ojos muy abiertos, Arnau cabizbajo.
– ¿Tienes madre? -preguntó de repente. -Sí, claro -contestó Àngel sin dejar de andar delante de ellos. A sus espaldas, Arnau sonrió a Joanet. Cruzaron las puertas de Santa María, y Arnau y Joanet se detuvieron hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Olía a cera y a incienso. Arnau comparó las altas y esbeltas columnas que se alzaban por fuera con las del interior de la iglesia: bajas, cuadradas y gruesas. La única luz que penetraba lo hacía por unas ventanas estrechas, alargadas y hundidas en los anchos muros de la construcción, que dejaban aquí y allá rectángulos amarillos sobre el suelo. Colgando del techo, en las paredes, en todas partes, había barcos: algunos laboriosamente trabajados, otros más toscos.
– Vamos -les susurró Àngel.
Mientras se dirigían hacia el altar, Joanet señaló a varias personas postradas de rodillas en el suelo y que les habían pasado inadvertidas al principio. Al pasar junto a ellas, el murmullo de sus oraciones extrañó a los niños.
– ¿Qué hacen? -preguntó Joanet acercándose al oído de Arnau.
– Rezan -le contestó éste.
Su tía Guiamona, cuando volvía de la iglesia con sus primos, lo obligaba a rezar, arrodillado en su dormitorio, frente a una cruz.
Cuando estuvieron ante el altar, un sacerdote delgado se les acercó. Joanet se colocó detrás de Arnau.
– ¿Qué te trae por aquí, Àngel? -preguntó el hombre en voz baja, pero mirando no obstante a los dos niños.
El sacerdote tendió la mano hacia Àngel, ante la que el joven se inclinó.
– Estos dos chicos, padre. Quieren ver a la Virgen.
Los ojos del sacerdote brillaron en la oscuridad al dirigirse a Arnau.
– Allí la tenéis -dijo señalando hacia el altar.
Arnau siguió la dirección que indicaba el sacerdote hasta dar con una pequeña y sencilla figura de mujer esculpida en piedra, con un niño sobre su hombro derecho y un barco de madera a sus pies. Entornó los ojos; las facciones de la mujer eran serenas. ¡Su madre!
– ¿Cómo os llamáis? -preguntó el sacerdote.
– Arnau Estanyol -contestó el uno.
– Joan, pero me llaman Joanet -respondió el otro.
– ¿Y de apellido?
La sonrisa desapareció del rostro de Joanet. Ignoraba cuál era su apellido. Su madre le había dicho que no debía utilizar el de Ponç el calderero, que si éste se enteraba, se enfadaría mucho, pero que tampoco utilizase el de ella. Nunca había tenido que decirle a nadie su apellido. ¿Por qué querría saberlo ahora ese sacerdote? Pero el cura insistía con la mirada.
– Igual que él -dijo al fin-. Estanyol.
Arnau se giró hacia él y leyó una súplica en los ojos de su amigo.
– Entonces sois hermanos.
– S…, sí -atinó a balbucear Joanet ante la silenciosa complicidad de Arnau.
– ¿Sabéis rezar?
– Sí -contestó Arnau.
– Yo no… todavía -añadió Joanet.
– Pues que te enseñe tu hermano mayor -le dijo el sacerdote-. Podéis rezar a la Virgen. Ven conmigo, Àngel, quisiera darte un recado para tu maestro. Hay allí unas piedras…
La voz del cura se fue perdiendo a medida que se alejaban; los dos niños quedaron frente al altar.
– ¿Habrá que rezar de rodillas? -le susurró Joanet a Arnau. Arnau volvió la vista hacia las sombras que le señalaba Joanet, y cuando éste ya se dirigía hacia los reclinatorios de seda roja que había frente al altar mayor, lo agarró del brazo.
– La gente se arrodilla en el suelo -le dijo también en un susurro señalando a los parroquianos-, pero además están rezando.
– ¿Y qué vas a hacer tú?
– Yo no rezo. Estoy hablando con mi madre. Tú no te arrodillas cuando hablas con tu madre, ¿verdad? Joanet lo miró. No, no lo hacía…
– Pero el cura no ha dicho que pudiéramos hablar con ella; sólo que podíamos rezar.
– Ni se te ocurra decirle nada al cura. Si lo haces, le diré que le has mentido y que no eres mi hermano.
Joanet se quedó junto a Arnau y se entretuvo mirando los numerosos barcos que adornaban la iglesia. Le hubiera gustado tener uno de aquellos barcos. Se preguntó si podrían flotar. Seguro que sí; si no, ¿para qué los habían tallado? Podría poner uno de aquellos barcos en la orilla del mar y…
Arnau tenía la vista fija en la figura de piedra. ¿Qué podía decirle? ¿Le habrían llevado el mensaje los pájaros? Les había dicho que la quería, se lo había dicho muchas veces.
«Mi padre me ha dicho que aunque era mora está contigo, pero que no puedo decírselo a nadie, porque la gente dice que los moros no van al cielo -siguió murmurando-. Era muy buena. Ella no tuvo la culpa de nada. Fue Margarida.»
Arnau miraba fijamente a la Virgen. Decenas de velas encendidas la rodeaban. El aire vibraba alrededor de la figura de piedra.
«¿Está contigo Habiba? Si la ves, dile que también la quiero. No te enfadas porque la quiera, ¿verdad?, aunque sea mora.»
Arnau, a través de la oscuridad, el aire y el titilar de las decenas de velas, observó cómo los labios de la pequeña figura de piedra se curvaban en una sonrisa.
– ¡Joanet! -le dijo a su amigo.
– ¿Qué?
Arnau señaló a la Virgen, pero ahora sus labios… ¿Tal vez la Virgen no quería que nadie más la viera sonreír? Tal vez fuera un secreto.
– ¿Qué? -insistió Joanet.
– Nada, nada.
– ¿Ya habéis rezado?
La presencia de Àngel y el clérigo los sorprendió.
– Sí -contestó Arnau.
– Yo no…-empezó a excusarse Joanet.
– Lo sé, lo sé -lo interrumpió cariñosamente el sacerdote acariciándole el cabello-.Y tú, ¿qué has rezado?
– El Ave María -contestó Arnau.
– Preciosa oración.Vamos, pues -añadió el cura mientras los acompañaba hasta la puerta.
– Padre -le dijo Arnau una vez en el exterior-, ¿podremos volver?
El sacerdote les sonrió.
– Por supuesto, pero espero que cuando lo hagáis, hayas enseñado a rezar a tu hermano. -Joanet aceptó con seriedad las dos palmadas que el sacerdote le propinó en las mejillas-.Volved cuando queráis -añadió éste-; siempre seréis bienvenidos.
Àngel empezó a andar en dirección al lugar en el que se amontonaban las piedras. Arnau y Joanet lo siguieron.