Joan no tardó en aprovechar las clases. Se puso a ello desde el mismo día en que el sacerdote que oficiaba de maestro lo felicitó públicamente. Joan sintió un agradable cosquilleo y se dejó contemplar por sus compañeros de clase. ¡Si viviera su madre! Correría en ese mismo momento a sentarse sobre el cajón y contarle cómo lo habían felicitado: el mejor, había dicho el maestro, y todos, todos, lo habían mirado. ¡Nunca había sido el mejor en nada!
Esa noche, Joan hizo el camino de vuelta a casa envuelto en una nube de satisfacción. Pere y Mariona lo escucharon sonrientes e ilusionados, y le pidieron que repitiese las frases que el muchacho creía haber pronunciado pero que se habían quedado en gritos y gestos. Cuando llegaron Arnau y Bernat, los tres miraron hacia la puerta. Joan hizo un amago de correr hacia ellos, pero el rostro de su hermano se lo impidió: se notaba que había llorado, y Bernat, con una mano sobre su hombro, no dejaba de achucharlo contra sí.
– ¿Qué…? -preguntó Mariona acercándose a Arnau para abrazarlo.
Pero Bernat la interrumpió con un gesto con la mano.
– Hay que aguantar -añadió sin dirigirse a nadie en concreto.
Joan buscó la mirada de su hermano, pero Arnau miraba a Mariona.
Y aguantaron. Tomás el palafrenero no se atrevía a pinchar a Bernat, pero sí lo hacía con Arnau.
– Está buscando un enfrentamiento, hijo -trataba de consolarlo Bernat cuando Arnau volvía a estallar en ira-. No debemos caer en la trampa.
– Pero no podemos seguir así toda la vida, padre -se quejó un día Arnau.
– Y no lo haremos. He oído que Jesús lo advertía en varias ocasiones. No trabaja bien y Jesús lo sabe. Los caballos que él toca son intratables: cocean y muerden. No tardará en caer, hijo, no tardará.
Y las consecuencias, como preveía Bernat, no se hicieron esperar. La baronesa estaba empeñada en que los hijos de Grau aprendieran a montar a caballo. Que Grau no supiera era admisible, pero los dos varones debían aprender. Por ello, varias veces a la semana, cuando los chicos terminaban sus clases, Isabel y Margarida -en el coche de caballos conducido por Jesús-, y los niños, el preceptor y Tomàs el palafrenero -a pie, y llevando a un caballo del ronzal este último- salían de la ciudad hasta un pequeño descampado situado extramuros, donde, uno a uno, recibían de Jesús las correspondientes clases.
Jesús cogía con la mano derecha una cuerda larga que había atado al freno del caballo, de forma que el animal se veía obligado a dar vueltas alrededor de él; con la mano izquierda empuñaba una tralla para azuzarlo y los aprendices de jinetes montaban uno tras otro y giraban y giraban alrededor del caballerizo mayor atendiendo sus órdenes y consejos.
Aquel día, desde el carruaje, donde vigilaba el tiro, Tomas no quitaba ojo de la boca del caballo; sólo sería necesario un tirón más fuerte de lo normal, sólo uno. Siempre había un momento en que el caballo se asustaba.
Genis Puig se hallaba a horcajadas sobre el animal. El palafrenero desvió la mirada hacia el rostro del muchacho. Pánico. Aquel chico tenía pánico a los caballos y se agarrotaba. Siempre había un momento en que un caballo se asustaba.
Jesús hizo restallar el látigo y azuzó al caballo para que galopase. El caballo pegó un fuerte cabezazo y tiró de la cuerda.
Tomàs no pudo evitar una sonrisa que instantáneamente se borró de sus labios, cuando el mosquetón se desprendió de la cuerda y el caballo quedó en libertad. No había sido difícil entrar a hurtadillas en el guadarnés y cortar la cuerda por dentro del mosquetón para dejarla precariamente agarrada.
Isabel y Margarida ahogaron sendos gritos. Jesús dejó caer la tralla al suelo e intentó detener al animal, pero fue en vano.
Genis, al ver que se soltaba la cuerda, empezó a chillar y se agarró al cuello del caballo. Sus pies y sus piernas se fijaron a los ijares del animal y éste, desbocado, salió a galope tendido, en dirección a las puertas de la ciudad, con Genis tambaleándose sobre él. Cuando el caballo saltó un pequeño montículo, el muchacho salió despedido por los aires y, después de dar varias vueltas por el suelo, se dio de bruces contra unos matorrales.
Desde el interior de las cuadras, Bernat oyó primero los cascos de los caballos sobre el empedrado del patio de acceso al palacio y, a renglón seguido, los gritos de la baronesa. En lugar de entrar al paso, con tranquilidad, como siempre hacían, los caballos golpeaban las piedras con fuerza. Cuando Bernat se encaminaba hacia la salida de las cuadras, Tomàs entró con el caballo. El animal estaba frenético, cubierto de sudor y resoplando por los ollares.
– ¿Qué…? -empezó a preguntar Bernat.
– La baronesa quiere ver a tu hijo -le gritó Tomás mientras golpeaba al animal.
Los gritos de la mujer seguían resonando en el exterior de las cuadras. Bernat miró de nuevo al pobre animal, que pateaba sobre el suelo.
– La señora quiere verte -volvió a gritar Tomàs cuando Arnau abandonó el guadarnés.
Arnau miró a su padre y éste se encogió de hombros.
Salieron al patio. La baronesa, encolerizada, blandiendo el látigo de mano que siempre llevaba cuando salía a montar, gritaba a Jesús, al preceptor y a todos los esclavos que se habían acercado. Margarida y Josep permanecían tras ella. A su lado, estaba Genis, magullado, sangrando y con las vestiduras rotas. En cuanto Arnau y Bernat aparecieron, la baronesa dio unos pasos hacia el niño y le cruzó la cara con el látigo. Arnau se llevó las manos a la boca y la mejilla. Bernat intentó reaccionar, pero Jesús se interpuso:
– Mira esto -bramó el caballerizo mayor entregándole a Bernat la cuerda desgarrada y el mosquetón-. ¡Éste es el trabajo de tu hijo!
Bernat cogió la cuerda y el mosquetón y los examinó; Arnau, con las manos en el rostro, miró también. Los había comprobado el día anterior. Alzó la vista hacia su padre justo cuando éste lo hacía hacia la puerta de las cuadras, desde donde Tomàs observaba la escena.
– Estaba bien -gritó Arnau cogiendo la cuerda y el mosque-tón y agitándola ante Jesús. Volvió a mirar hacia la puerta de las cuadras-. Estaba bien -repitió mientras las primeras lágrimas asomaban a sus ojos.
– Mira cómo llora -se oyó de repente. Margarida señalaba a Arnau-. El es el culpable de tu accidente y está llorando -añadió dirigiéndose a su hermano Genis-.Tú no lo has hecho cuando has caído del caballo por su culpa -mintió.
Josep y Genis tardaron en reaccionar, pero cuando lo hicieron se burlaron de Arnau.
– Llora, nenita -dijo uno.
– Sí, llora, nenita -repitió el otro.
Arnau vio que le señalaban y se reían de él. ¡No podía dejar de llorar! Las lágrimas corrían por sus mejillas y su pecho se encogía al ritmo de los sollozos. Desde donde estaba, alargando las manos, volvió a mostrar la cuerda y el mosquetón a todos, incluso a los esclavos.
– En lugar de llorar deberías pedir perdón por tu descuido -le instó la baronesa tras dirigir una descarada sonrisa a sus hijastros.
¿Perdón? Arnau miró a su padre con un porqué dibujado en sus pupilas. Bernat tenía la mirada fija en la baronesa. Margarida continuaba señalándole y cuchicheaba con sus hermanos.
– No -se opuso-. Estaba bien -añadió tirando la cuerda y el mosquetón al suelo.
La baronesa empezó a gesticular pero se detuvo cuando Bernat dio un paso hacia ella. Jesús agarró a Bernat del brazo.
– Es noble -le susurró al oído.
Arnau los miró a todos y abandonó el palacio.
– ¡No! -gritó Isabel cuando Grau, enterado de los acontecimientos, decidió despedir a padre e hijo-. Quiero que el padre siga aquí, trabajando para tus hijos. Quiero que en todo momento se acuerde de que estamos pendientes de las disculpas de su hijo. ¡Quiero que ese niño se disculpe públicamente ante tus hijos! Y no lo conseguiré nunca si los echas. Mándale recado de que su hijo no podrá volver a trabajar hasta que no haya pedido perdón… -Isabel gritaba y gesticulaba sin cesar-. Dile que sólo cobrará la mitad del sueldo hasta entonces y que, en caso de que busque otro trabajo, pondremos en conocimiento de toda Barcelona lo que ha sucedido aquí para que no pueda encontrar de que vivir. ¡Quiero una disculpa! -exigió, histérica.
«Pondremos en conocimiento de toda Barcelona…» Grau notó cómo se le erizaba el vello. Tantos años tratando de esconder a su cuñado y ahora…, ¡ahora su mujer pretendía que toda Barcelona supiera de su existencia!
– Te ruego que seas discreta -fue todo lo que se le ocurrió decir.
Isabel lo miró con los ojos inyectados en sangre.
– ¡Quiero que se humillen!
Grau fue a decir algo pero calló de repente y frunció los labios.
– Discreción, Isabel, discreción -terminó diciéndole.
Grau se plegó a las exigencias de su esposa. Al fin y al cabo, Guiamona ya no vivía; no había más lunares en la familia y todos eran conocidos por Puig, no por Estanyol. Cuando Grau abandonó las cuadras, Bernat, con los ojos entornados, escuchó del caballerizo mayor las nuevas condiciones de su trabajo.
– Padre, ese ronzal estaba bien -se excusó Arnau por la noche, cuando estaban los tres en la pequeña habitación que compartían-. ¡Os lo juro! -insistió ante el silencio de Bernat.
– Pero no puedes probarlo -intervino Joan, al tanto ya de lo sucedido.
«No hace falta que me lo jures -pensó Bernat-, pero ¿cómo puedo explicarte…?» Bernat notó cómo se le erizaba el pelo cuando recordó la reacción de su hijo en las cuadras de Grau: «Yo no tengo la culpa y no debo disculparme».
– Padre -repitió Arnau-, os lo juro.
– Pero…
Bernat ordeno callar a Joan.
– Te creo, hijo. Ahora, a dormir.
– Pero… -intento esta vez Arnau.
– ¡A dormir!
Arnau y Joan apagaron el candil, pero Bernat tuvo que esperar hasta bien entrada la noche para oír la respiración rítmica que le indicaba que habían conciliado el sueño. ¿Cómo iba a decirle que exigían sus disculpas?
– Arnau… -La voz le tembló al ver cómo su hijo dejaba de vestirse y lo miraba-: Grau… Grau quiere que te disculpes; de lo contrario…