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Arnau lo interrogó con la mirada.

– De lo contrario no permitirá que vuelvas a trabajar… Todavía no había terminado la frase pero vio cómo los ojos de su pequeño adquirían una seriedad que él no había visto hasta entonces. Bernat desvió la mirada hacia Joan y lo vio también parado, a medio vestir, con la boca abierta. Intentó volver a hablar pero su garganta se negó.

– ¿Entonces? -preguntó Joan rompiendo el silencio. -¿Creéis que debo pedir perdón?

– Arnau, yo abandoné cuanto tenía para que tú pudieras ser libre. Abandoné nuestras tierras, que habían sido propiedad de los Estanyol durante siglos, para que nadie pudiera hacerte a ti lo que me habían hecho a mí, a mi padre y al padre de mi padre…, y ahora volvemos a estar en las mismas, al albur del capricho de los que se llaman nobles; pero con una diferencia: podemos negarnos. Hijo, aprende a usar la libertad que tanto esfuerzo nos ha costado alcanzar. Sólo a ti corresponde decidir.

– Pero ¿qué me aconsejáis, padre? Bernat se quedó en silencio durante un instante. -Yo que tú no me sometería. Joan intentó terciar en la conversación.

– ¡Son sólo barones catalanes! El perdón…, el perdón sólo lo concede el Señor.

– Y ¿cómo viviremos? -preguntó Arnau.

– No te preocupes por eso, hijo. Tengo algo de dinero ahorrado que nos permitirá salir adelante. Buscaremos otro lugar en el que trabajar. Grau Puig no es el único que tiene caballos.

Bernat no dejó pasar un solo día. Aquella misma tarde, cuando terminó su jornada, empezó a buscar trabajo para él y Arnau. Encontró una casa noble con cuadras y fue bien recibido por el encargado. Muchos eran los que en Barcelona envidiaban los cuidados que se daban a los caballos de Grau Puig y cuando Bernat se presentó como artífice de los mismos, el encargado mostró interés por contratarlos. Pero al día siguiente, cuando Bernat acudió de nuevo a las cuadras para confirmar una noticia que ya había celebrado con sus hijos, ni siquiera fue recibido. «No pagaban lo suficiente», mintió esa noche a la hora de la cena. Bernat volvió a intentarlo en otras casas nobles que disponían de cuadras, pero cuando parecía que había buena disposición a contratarlos, ésta desaparecía de la noche a la mañana.

– No lograrás encontrar trabajo -le confesó al fin un caballerizo, afectado por la desesperación que reflejaba el rostro de Bernat, que hundió la mirada en el empedrado de la enésima caballeriza que lo rechazaba-. La baronesa no permitirá que lo consigas -le explicó el caballerizo-. Después de que nos visitaras, mi señor recibió un mensaje de la baronesa rogándole que no te diera trabajo. Lo siento.

– Bastardo. -Se lo dijo al oído, en voz baja pero firme, arrastrando las vocales. Tomás el palafrenero se sobresaltó e intentó escapar, pero Bernat, a su espalda, lo agarró por el cuello y apretó hasta que el palafrenero empezó a doblarse sobre sí mismo. Sólo entonces aflojó la presión. «Si los nobles reciben mensajes -pensó Bernat-, alguien debe de estar siguiéndome.» «Déjame salir por otra puerta», le rogó al caballerizo.Tomas, apostado en una esquina frente a la puerta de las caballerizas, no le vio salir; Bernat se le acercó por detrás-.Tú preparaste el ronzal para que saltase, ¿verdad? Y ahora, ¿qué más quieres? -Bernat volvió a apretar el cuello del palafrenero.

– ¿Qué…? ¿Qué más da? -boqueó Tomàs.

– ¿Qué pretendes decir? -Bernat apretó con fuerza. El palafrenero movió los brazos sin conseguir zafarse. Al cabo de unos segundos, Bernat notó que el cuerpo de Tomas empezaba a desplomarse. Le soltó el cuello y lo volvió hacia él-. ¿Qué pretendes decir? -volvió a preguntarle.

Tomás tomó aire varias veces antes de contestar. En cuanto su rostro recuperó el color, una irónica sonrisa apareció en sus labios. -Mátame si quieres -le dijo entrecortadamente-, pero sabes muy bien que si no hubiera sido el ronzal, habría sido cualquier otra cosa. La baronesa te odia y te odiará siempre. No eres más que un siervo fugitivo, y tu hijo el hijo de un siervo fugitivo. No conseguirás trabajo en Barcelona. La baronesa lo ha ordenado y si no soy yo, será otro el encargado de espiarte.

Bernat le escupió a la cara. Tomas no sólo no se movió sino que su sonrisa se hizo más amplia.

– No tienes salida, Bernat Estanyol. Tu hijo deberá pedir perdón.

– Pediré perdón -claudicó Arnau esa noche con los puños cerrados y reprimiendo las lágrimas tras escuchar las explicaciones de su padre-. No podemos luchar contra los nobles y tenemos que trabajar. ¡Cerdos! ¡Cerdos, cerdos!

Bernat miró a su hijo. «Allí seremos libres», recordó que le había prometido a los pocos meses de nacer, a la vista de Barcelona. ¿Para eso tanto esfuerzo y tantas penurias? -No, hijo. Espera. Buscaremos otro…

– Ellos mandan, padre. Los nobles mandan. Mandan en el campo, mandaban en vuestras tierras y mandan en la ciudad.

Joanet los observaba en silencio. «Hay que obedecer y someterse a los príncipes -le habían enseñado sus profesores-. El hombre encontrará la libertad en el reino de Dios, no en éste.» -No pueden mandar en toda Barcelona. Sólo los nobles tienen caballos, pero podemos aprender otro oficio. Algo encontraremos, hijo.

Bernat advirtió un rayo de esperanza en las pupilas de su hijo, que se agrandaron como si quisieran absorber el aliento de sus últimas palabras. «Te prometí la libertad, Arnau. Debo dártela y te la daré. No renuncies a ella tan temprano, chiquillo.»

Durante los días siguientes Bernat se lanzó a la calle en busca de la libertad. Al principio, cuando terminaba su trabajo en las cuadras de Grau, Tomás le seguía, ahora descaradamente, pero dejó de hacerlo cuando la baronesa comprendió que no podía influir en artesanos, pequeños mercaderes o constructores.

– Difícilmente conseguirá algo -trató de tranquilizarla Grau cuando su esposa acudió a él gritando por la actitud del payés.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó ella.

– Que no encontrará trabajo. Barcelona está sufriendo las consecuencias de la falta de previsión. -La baronesa lo instó a continuar; Grau nunca se equivocaba en sus apreciaciones-. Las cosechas de los últimos años han sido desastrosas -continuó explicándole su marido-; el campo está demasiado poblado y lo poco que recolectan no llega a las ciudades. Se lo comen ellos.

– Pero Cataluña es muy grande -intervino la baronesa.

– No te equivoques, querida. Cataluña es muy grande, es cierto, pero desde hace bastantes años los campesinos ya no se dedican a cultivar cereales, que es de lo que se come. Ahora cultivan lino, uva, aceitunas o frutos secos, pero no cereales. El cambio ha enriquecido a los señores de los campesinos y nos ha ido muy bien a nosotros, los mercaderes, pero la situación empieza a ser insostenible. Hasta ahora comíamos los cereales de Sicilia y Cerdeña, pero la guerra con Genova impide que podamos abastecernos de esos productos. Bernat no encontrará trabajo, pero todos, incluidos nosotros, tendremos problemas, y todo por culpa de cuatro nobles ineptos…

– ¿Cómo hablas así? -lo interrumpió la baronesa sintiéndose aludida.

– Verás, querida -contestó Grau con seriedad-. Nosotros nos dedicamos al comercio y ganamos mucho dinero. Parte de lo que ganamos lo dedicamos a invertir en nuestro propio negocio. Hoy no navegamos con los mismos barcos de hace diez años; por eso seguimos ganando dinero. Pero los nobles terratenientes no han invertido un solo sueldo en sus tierras o en sus métodos de trabajo; de hecho, siguen utilizando los mismos aperos de labranza y las mismas técnicas que utilizaban los romanos, ¡los romanos!; las tierras deben quedarse en barbecho cada dos o tres años, cuando bien cultivadas podrían aguantar el doble o hasta el triple. A esos nobles propietarios que tanto defiendes poco les importa el futuro; lo único que quieren es el dinero fácil y llevarán al principado a la ruina.

– No será para tanto -insistió la baronesa.

– ¿Sabes a cuánto está la cuartera de trigo? -Su mujer no contestó, y Grau negó con la cabeza antes de proseguir-: Está rondando los cien sueldos. ¿Sabes cuál es su precio normal? -En esta ocasión no esperó respuesta-. Diez sueldos sin moler y dieciséis molida. ¡La cuartera ha multiplicado por diez su valor!

– Pero nosotros ¿podremos comer? -preguntó la baronesa sin esconder la preocupación que la había asaltado.

– No quieres entenderlo, mujer. Podremos pagar el trigo… si lo hay, porque puede llegar un momento en que no lo haya… si es que no ha llegado ya. El problema es que pese a que el trigo ha aumentado diez veces su valor, el pueblo sigue cobrando lo mismo…

– Entonces no nos faltará trigo -lo interrumpió su mujer.

– No, pero…

– Y Bernat no encontrará trabajo.

– No creo, pero…

– Pues es lo único que me importa -le dijo ella antes de darle la espalda, cansada de tanta explicación.

– … pero algo terrible se avecina -terminó Grau cuando ya la baronesa no podía oír lo que decía.

Un mal año. Bernat estaba cansado de escuchar aquella excusa una y otra vez. El mal año aparecía allí adonde fuese a pedir trabajo. «He tenido que despedir a la mitad de mis aprendices, ¿cómo quieres que te dé trabajo?», le dijo uno. «Estamos en un mal año, no tengo para dar de comer a mis hijos», le dijo otro. «¿No te has enterado? -espetó un tercero-, estamos en un mal año; he gastado más de la mitad de mis ahorros para alimentar a mis niños cuando antes me hubiera bastado con una vigésima parte.» «¿Cómo no voy a enterarme?», pensó Bernat. Pero siguió buscando hasta que el invierno y el frío hicieron su aparición. Entonces hubo lugares en los que siquiera se atrevió a preguntar. Los niños tenían hambre, los padres ayunaban para alimentar a sus hijos, y la viruela, el tifus o la difteria empezaron a hacer su mortífera aparición.

Arnau revisaba la bolsa de su padre cuando éste se encontraba fuera de casa. Al principio lo hizo cada semana pero ahora lo hacía cada día; algunos días revisaba la bolsa en varias ocasiones, consciente de que su seguridad mermaba a pasos agigantados.

– ¿Cuál es el precio de la libertad? -le preguntó un día a Joan cuando los dos estaban rezando a la Virgen.

– Dice san Gregorio que en un principio todos los hombres nacieron iguales y por lo tanto todos eran libres. -Joan habló en voz queda, tranquila, como si repitiera una lección-. Fueron los hombres nacidos libres los que por su propio bien se sometieron a un señor para que cuidase de ellos. Perdieron parte de su libertad pero ganaron un señor que cuidase de ellos.