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El trigo volvió a la plaza, donde el hambre no había desaparecido. Unos juraron. Otros sospecharon, y se repitieron las acusaciones, los gritos y las reyertas. El pueblo volvió a enardecerse y a reclamar el trigo que según el fraile carmelita tenían escondido las autoridades.

Arnau y Bernat se hallaban todavía en la desembocadura de la calle de la Mar, en el extremo opuesto al palacio del veguer, donde se había iniciado la venta del trigo. La gente gritaba a su alrededor desaforadamente.

– Padre -preguntó Arnau-, ¿quedará trigo para nosotros?

– Confío en que sí, hijo. -Bernat trató de no mirar a su hijo. ¿Cómo iba a quedar trigo para ellos? No habría trigo ni para una cuarta parte de los ciudadanos.

– Padre -le dijo Arnau-, ¿por qué los presos tienen el trigo asegurado y nosotros no?

Escudándose en el griterío, Bernat hizo como si no hubiera oído la pregunta; con todo no pudo dejar de mirar a su hijo: estaba famélico, sus brazos y sus piernas se habían convertido en delgadas extremidades, y en su enjuto rostro destacaban unos ojos saltones que en otras épocas sonreían despreocupadamente. -Padre, ¿me habéis oído?

«Sí -pensó Bernat-, pero ¿qué puedo contestarte? ¿Que los pobres estamos unidos al hambre?, ¿que sólo los ricos pueden comer?, ¿que sólo los ricos pueden permitirse mantener a sus deudores?, ¿que los pobres no valemos nada para ellos?, ¿que los hijos de los pobres valen menos que uno de los presos encarcelados en el palacio del veguer?» Bernat no le contestó.

– ¡Hay trigo en el palacio! -gritó uniéndose al vocerío del pueblo-. ¡Hay trigo en el palacio! -repitió más alto todavía cuando los más cercanos a él callaron y se volvieron para mirarlo. Pronto fueron muchos los que fijaron su atención en aquel hombre que aseguraba que había trigo en el palacio-. ¿Cómo, si no lo hubiera, podían comer los presos? -volvió a gritar, levantando la bolsa de dinero de Grau-. ¡Los nobles y los ricos pagan la comida de los presos! ¿De dónde sacan los alcaides el trigo para los presos? ¿Acaso salen a comprarlo como nosotros?

La multitud fue abriéndose para dejar pasar a Bernat, que estaba fuera de sí. Arnau lo seguía tratando de llamar su atención.

– ¿Qué hacéis, padre?

– ¿Acaso los alcaides se ven obligados a jurar como nosotros?

– ¿Qué os sucede, padre?

– ¿De dónde sacan los alcaides el trigo para los presos? ¿Por qué no podemos dar de comer a nuestros hijos y sí a los presos?

La muchedumbre enloqueció más todavía tras las palabras de Bernat. En esta ocasión los medidores oficiales no pudieron retirar a tiempo el trigo y la gente los asaltó. Pere Juyol y el veguer estuvieron a punto de ser linchados. Salvaron la vida gracias a algunos alguaciles, que los defendieron y los escoltaron hasta el palacio. Pocos vieron sus necesidades satisfechas, ya que el trigo se desparramó por la plaza y fue pisoteado por la multitud, mientras algunos, en vano, intentaban recogerlo antes de ser ellos mismos pisoteados por sus conciudadanos.

Alguien gritó que la culpa era de los consejeros y la multitud se diseminó en busca de los prohombres de la ciudad, escondidos en sus casas.

Bernat no permaneció ajeno a la locura colectiva y gritó como el que más, dejándose llevar por las riadas de gente enardecida.

– Padre, padre.

Bernat miró a su hijo.

– ¿Qué haces aquí? -le preguntó sin dejar de andar y entre grito y grito.

– Yo…, ¿qué os sucede, padre?

– Vete de aquí. Éste no es lugar para niños.

– ¿Dónde voy a…?

– Toma. -Bernat le entregó dos bolsas de dinero: la suya propia y la destinada a presos y alcaides.

– ¿Qué tengo que hacer con…? -preguntó Arnau.

– Vete, hijo. Vete.

Arnau vio cómo desaparecía su padre entre la multitud. Lo último que atisbo de él fue el odio que escupían sus ojos.

– ¿Adonde vais, padre? -gritó cuando ya lo había perdido de vista.

– En busca de la libertad -le contestó una mujer que también observaba cómo la multitud se derramaba por las calles de la ciudad.

– Ya somos libres -se atrevió a afirmar Arnau.

– No hay libertad con hambre, hijo -sentenció la mujer.

Llorando, Arnau corrió contracorriente tropezando con el gentío.

Las algaradas duraron dos días enteros. Las casas de los consejeros y muchas otras residencias nobles fueron saqueadas y el pueblo, loco y encolerizado, anduvo de un lugar a otro, primero en busca de comida…, después en busca de venganza.

Durante dos días enteros la ciudad de Barcelona se vio sumida en el caos ante la impotencia de sus autoridades hasta que un enviado del rey Alfonso, con tropas suficientes, puso fin a los alborotos. Cien hombres fueron detenidos y muchos otros multados. De aquellos cien, diez fueron ejecutados en la horca tras un juicio sumarísimo. De los llamados a testificar en el juicio, pocos fueron los que no reconocieron en Bernat Estanyol, con su lunar en el ojo derecho, a uno de los principales instigadores de la revuelta ciudadana de la plaza del Blat.

16

Arnau corrió toda la calle de la Mar hasta casa de Pere Juyol sin siquiera dedicar una mirada a Santa María. Los ojos de su padre estaban grabados en sus retinas, y sus gritos resonaban en sus oídos. Nunca lo había visto así. ¿Qué os pasa, padre? ¿Es cierto que no somos libres como dice esa mujer? Entró en casa de Pere sin reparar en nada ni en nadie y se encerró en su habitación. Joan lo encontró llorando.

– La ciudad se ha vuelto loca… -dijo nada más abrir la puerta de la habitación-. ¿Qué te pasa?

Arnau no contestó. Su hermano dio una rápida mirada en derredor.

– ¿Y padre? -Arnau moqueó y señaló con la mano en dirección a la ciudad-. ¿Está con ellos?

– Sí -logró balbucear Arnau.

Joan revivió las algaradas que había tenido que sortear desde el palacio del obispo hasta su casa. Los soldados habían cerrado las puertas de la judería y se habían apostado delante de ellas para evitar que la asaltara la muchedumbre, la cual se dedicaba ahora a saquear las casas de los cristianos. ¿Cómo podía estar Bernat con ellos? Las imágenes de grupos de exaltados derribando las puertas de los hogares de las gentes de bien y saliendo de ellos cargados con sus enseres volvieron a la memoria de Joan. No podía ser.

– No puede ser -repitió en voz alta. Arnau lo miró desde el jergón en el que estaba sentado-. Bernat no es como ellos… ¿Cómo es posible?

– No sé… Había mucha gente.Todos gritaban…

– Pero… ¿Bernat? Bernat no es capaz, quizá sólo esté… ¡No sé, tratando de encontrar a alguien!

Arnau miró a Joan. «¿Cómo quieres que te diga que era él quien gritaba, el que más gritaba, el que ha enardecido a la gente? ¿Cómo quieres que te lo diga si yo mismo no me lo creo?»

– No sé, Joan. Había mucha gente.

– ¡Están robando, Arnau! Están atacando a los prohombres de la ciudad.

Una mirada fue suficiente.

Los dos niños esperaron en vano a su padre aquella noche. Al día siguiente Joan se dispuso a acudir a clase.

– No deberías ir -le aconsejó Arnau.

En esta ocasión fue Joan quien le contestó con la mirada.

– Los soldados del rey Alfonso han sofocado la revuelta -se limitó a comentar Joan al regresar a casa de Pere. Aquella noche Bernat tampoco acudió a dormir. Por la mañana, Joan volvió a despedirse de Arnau. -Deberías salir -le dijo.

– ¿Y si vuelve? Sólo puede volver aquí -añadió Arnau con voz entrecortada.

Los dos hermanos se abrazaron. ¿Dónde estáis, padre?

Quien sí salió en busca de noticias fue Pere, y no le costó tanto encontrarlas como volver a su casa.

– Lo siento, muchacho -le dijo a Arnau-.Tu padre ha sido detenido.

– ¿Dónde está?

– En el palacio del veguer, pero…

Arnau ya corría en dirección al palacio. Pere miró a su mujer y negó con la cabeza; la anciana se llevó las manos al rostro.

– Han sido juicios de urgencia -le explicó Pere-. Un montón de testigos han reconocido a Bernat, con su lunar, como principal instigador de la revuelta. ¿Por qué lo habrá hecho? Parecía…

– Porque tiene dos hijos a los que alimentar -lo interrumpió su mujer con lágrimas en los ojos.

– Tenía… -corrigió Pere con voz cansina-; lo han ahorcado en la plaza del Blat junto a nueve alborotadores más.

Mariona volvió a llevarse las manos al rostro, pero de repente se las quitó.

– Arnau… -exclamó dirigiéndose a la puerta, pero se quedó a medio camino al oír las palabras de su esposo:

– Déjalo, mujer. A partir de hoy no volverá a ser un niño.

Mariona afirmó con la cabeza. Pere fue a abrazarla.

Las ejecuciones fueron inmediatas por orden expresa del rey. Ni siquiera dio tiempo a construir un cadalso y a los presos se les ejecutó sobre simples carros.

Arnau interrumpió bruscamente su carrera al entrar en la plaza del Blat. Jadeaba. La plaza estaba llena de gente, en silencio, todos de espaldas a él, quietos, con la mirada en… Por encima de la gente, junto al palacio, se alzaban una decena de cuerpos inertes.

– ¡No…! ¡Padre!

El aullido resonó por toda la plaza y la gente se volvió a mirarlo. Arnau cruzó despacio la plaza mientras la gente le abría paso. Buscaba entre los diez…

– Déjame, por lo menos, ir a avisar al sacerdote. -pidió la esposa de Pere.

– Ya lo he hecho yo. Estará allí.

Arnau vomitó a la vista del cadáver de su padre. La gente se apartó de un salto. El muchacho volvió a mirar aquel rostro desfigurado, morado hasta la negrura, caído a un lado, con los rasgos contraídos, los ojos abiertos en una lucha que ya sería eterna por salir de sus órbitas y con la larga lengua colgando inerte entre las comisuras de los labios. La segunda y la tercera vez que miró sólo arrojó bilis.

Arnau notó un brazo sobre sus hombros.

– Vamos, hijo -le dijo el padre Albert.

El sacerdote tiró de él hacia Santa María pero Arnau no se movió. Volvió a mirar a su padre y cerró los ojos. Ya no volvería a tener hambre. El muchacho se encogió en una tremenda convulsión. El padre Albert intentó de nuevo tirar de él para que abandonase el macabro escenario. -Dejadme, padre. Por favor.

Bajo la mirada de éste y de todos los presentes, Arnau salvó tambaleándose los pocos pasos que le separaban del improvisado cadalso. Se agarraba el estómago con las manos y temblaba. Cuando estuvo bajo su padre, miró a uno de los soldados que hacían guardia junto a los ahorcados.