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– ¿Puedo bajarlo? -le preguntó.

El soldado dudó ante la mirada del niño, parado bajo el cadáver de su padre, señalándolo. ¿Qué habrían hecho sus hijos en el caso de que hubiera sido él el ahorcado?

– No -se vio obligado a contestar. Le hubiera gustado no estar allí. Hubiera preferido estar luchando contra una partida de moros, estar junto a sus hijos… ¿Qué tipo de muerte era aquélla? Aquel hombre sólo había luchado por sus hijos, por ese niño que ahora lo interrogaba con la mirada, como todos los presentes en la plaza. ¿Por qué no estaría allí el veguer?-. El veguer ha ordenado que permanezcan tres días expuestos en la plaza.

– Esperaré.

– Después serán trasladados a las puertas de la ciudad, como cualquier ajusticiado en Barcelona, para que todo aquel que las cruce conozca la ley del veguer.

El soldado dio la espalda a Arnau e inició una ronda que empezaba y terminaba siempre en un ahorcado.

– Hambre -escuchó tras él-. Sólo tenía hambre. Cuando aquella ronda sin sentido lo llevó otra vez hasta Bernat, el niño estaba sentado en el suelo, bajo su padre, con la cabeza entre las manos, llorando. El soldado no se atrevió a mirarlo. -Vamos, Arnau -insistió el padre, otra vez junto a él. Arnau negó con la cabeza. El padre Albert fue a hablar, pero un grito se lo impidió. Empezaban a llegar los familiares de los demás ahorcados. Madres, esposas, hijos y hermanos se agolparon al pie de los cadáveres, en un doloroso silencio interrumpido por algún grito de dolor. El soldado se concentró en su ronda, buscando en su memoria el grito de guerra de los infieles. Joan, que pasaba por la plaza de regreso a casa, se acercó a los muertos y se desmayó al ver el horrible espectáculo. Ni siquiera tuvo tiempo de ver a Arnau, que seguía sentado en el mismo lugar, ahora meciéndose hacia delante y hacia atrás. Los propios compañeros de Joan lo levantaron y lo llevaron al palacio del obispo. Arnau tampoco vio a su hermano.

Transcurrieron las horas y Arnau permanecía ajeno a los ciudadanos que acudían a la plaza del Blat movidos por la compasión, la curiosidad o el morbo. Sólo las botas del soldado que hacía la ronda frente a él interrumpían sus pensamientos.

«Arnau, yo abandoné cuanto tenía para que tú pudieras ser libre -le había dicho su padre no hacía mucho-. Abandoné nuestras tierras, que habían sido propiedad de los Estanyol durante siglos, para que nadie pudiera hacerte a ti lo que me habían hecho a mí, a mi padre y al padre de mi padre…, y ahora volvemos a estar en las mismas, al albur del capricho de los que se llaman nobles; pero con una diferencia: podemos negarnos. Hijo, aprende a usar la libertad que tanto esfuerzo nos ha costado alcanzar. Sólo a ti corresponde decidir.»

«¿De veras podemos negarnos, padre? -Las botas del soldado volvieron a pasar frente a sus ojos-. No hay libertad con hambre. Vos ya no tenéis hambre, padre. ¿Y vuestra libertad?»

– Miradlos bien, niños.

Aquella voz…

– Son delincuentes. Miradlos bien. -Por primera vez Arnau se permitió observar a la gente que se amontonaba ante los cadáveres. La baronesa y sus tres hijastros contemplaban el rostro desfigurado de Bernat Estanyol. Los ojos de Arnau se clavaron en los pies de Margarida; después la miró a la cara. Sus primos habían palidecido, pero la baronesa sonreía y lo miraba a él, directamente a él. Arnau se levantó temblando-. No merecían ser ciudadanos de Barcelona -oyó que decía Isabel. Las uñas se le clavaron en la palma de las manos; su rostro se congestionó y le temblaba el labio inferior. La baronesa seguía sonriendo-. ¿Qué podía esperarse de un siervo fugitivo?

Arnau fue a lanzarse sobre la baronesa pero el soldado se interpuso entre ellos. Arnau chocó con él.

– ¿Te ocurre algo, muchacho? -El soldado siguió la mirada de Arnau-.Yo no lo haría -le aconsejó. Arnau trató de esquivar al soldado, pero éste lo cogió por el brazo. Isabel ya no sonreía; permanecía erguida, altanera, desafiante-.Yo no lo haría, te buscarás la ruina -oyó que le decía el hombre. Arnau levantó la mirada-. Él está muerto -insistió el soldado-, tú no. Siéntate, muchacho. -El soldado notó que Arnau aflojaba un tanto-.

Siéntate -insistió.

Arnau desistió y el soldado permaneció de guardia a su lado.

– Miradlos bien, niños. -La baronesa sonreía de nuevo-. Mañana volveremos. Los ahorcados están expuestos hasta que se pudren, como deben pudrirse los delincuentes fugitivos.

Arnau no pudo controlar el temblor de su labio inferior. Continuó mirando a los Puig hasta que la baronesa decidió darle la espalda.

«Algún día…, algún día te veré muerta… Os veré muertos a todos…», se prometió. El odio de Arnau persiguió a la baronesa y a sus hijastros por toda la plaza del Blat. Ella había dicho que al día siguiente volvería. Arnau levantó la mirada hacia su padre.

«Juro por Dios que no lograrán regodearse una vez más con el cadáver de mi padre, pero ¿cómo? -Las botas del soldado volvieron a pasar frente a sus ojos-. Padre, no permitiré que os pudráis colgado de esa soga.»

Arnau dedicó las siguientes horas a pensar cómo podía lograr hacer desaparecer el cadáver de su padre, pero cualquier idea que se le ocurría se estrellaba contra las botas que pasaban junto a él. Ni siquiera podría descolgarlo sin que lo vieran y de noche tendrían teas encendidas…, teas encendidas…, teas encendidas. En ese preciso momento apareció Joan en la plaza con el rostro pálido, casi blanco, los ojos hinchados e inyectados en sangre, los andares cansinos. Arnau se levantó y Joan se echó en sus brazos en cuanto estuvo a su altura.

– Arnau…, yo… -balbuceó.

– Escúchame bien -lo interrumpió Arnau abrazado a él-. No dejes de llorar. -«No podría, Arnau», pensó Joan sorprendido por el tono de su hermano-. Quiero que esta noche, a las diez, me esperes escondido en la esquina de la calle de la Mar con la plaza; que nadie te vea.Trae…, trae una manta, la más grande que encuentres en casa de Pere. Y ahora, vete.

– Pero…

– Vete, Joan. No quiero que los soldados se fijen en ti.

Arnau tuvo que empujar a su hermano para deshacerse de su abrazo. Los ojos de Joan se pararon en el rostro de Arnau; después, miraron una vez más a Bernat. El muchacho tembló.

– ¡Vete, Joan! -le susurró Arnau.

Aquella noche, cuando ya nadie paseaba por la plaza y sólo los familiares de los ahorcados permanecían a sus pies, cambió la guardia y los nuevos soldados dejaron de rondar frente a los cadáveres para sentarse alrededor de un fuego que encendieron junto a uno de los extremos de la fila de carretas. Todo estaba tranquilo y la noche había refrescado el ambiente. Arnau se levantó y pasó junto a los soldados procurando esconder el rostro.

– Voy a buscar una manta -dijo.

Uno de ellos lo miró de reojo.

Cruzó la plaza del Blat hasta la esquina de la calle de la Mar y se quedó allí durante unos instantes, preguntándose dónde estaría Joan. Ya era la hora convenida, debería haber llegado. Arnau chistó. El silencio continuó acompañándolo.

– ¿Joan? -se atrevió a llamar.

Del quicio de la puerta de una casa surgió una sombra.

– ¿Arnau? -se oyó en la noche.

– Claro que soy yo. -El suspiro de Joan se oyó a varios metros-. ¿Quién pensabas que era? ¿Por qué no has contestado?

– Está muy oscuro -se limitó a responder Joan.

– ¿Has traído la manta? -La sombra levantó un bulto-. Bien, ya les he dicho que iba a buscar una. Quiero que te tapes con ella y que ocupes mi lugar. Anda de puntillas para que parezca que eres más alto.

– ¿Qué te propones?

– Voy a quemarlo -le contestó cuando Joan ya se encontraba a su lado-. Quiero que ocupes mi lugar. Quiero que los soldados crean que tú eres yo. Limítate a sentarte bajo…, limítate a sentarte donde yo estaba y no hagas nada; simplemente, tápate la cara. No te muevas. No hagas nada veas lo que veas o pase lo que pase, ¿me has entendido? -Arnau no esperó a que Joan le contestase-. Cuando todo haya terminado, tú serás yo, tú serás Arnau Estanyol y tu padre no tenía ningún otro hijo. ¿Has entendido? Si los soldados te preguntasen…

– Arnau.

– ¿Qué?

– No me atrevo.

– ¿Có…, cómo?

– Que no me atrevo. Me descubrirán. Cuando vea a padre…

– ¿Prefieres ver cómo se pudre? ¿Prefieres verlo colgado a las puertas de la ciudad mientras los cuervos y los gusanos devoran su cadáver?

Arnau esperó unos instantes a que su hermano imaginara semejante escena.

– ¿Acaso quieres que la baronesa siga burlándose de nuestro padre… incluso muerto?

– ¿No será pecado? -preguntó de repente Joan.

Arnau trató de ver a su hermano en la noche, pero tan sólo vislumbró una sombra.

– ¡Sólo tenía hambre! No sé si será pecado, pero no estoy dispuesto a que nuestro padre se pudra colgado de una soga. Yo voy a hacerlo. Si quieres ayudarme ponte esa manta por encima y limítate a no hacer nada. Si no quieres hacerlo…

Sin más, Arnau partió calle de la Mar abajo mientras Joan se dirigía hacia la plaza del Blat cubierto con la manta y con 1 a vista fija en Bernat: un fantasma entre los diez que colgaban de los carros, tenuemente alumbrado por el resplandor de la hoguera de los soldados. Joan no quería ver su rostro, no quería enfrentarse a su lengua morada colgando, pero sus ojos traicionaban su voluntad y caminaba con la vista fija en Bernat. Los soldados le vieron acercarse. Mientras, Arnau corrió a casa de Pere; cogió su pellejo y lo vació de agua; después lo llenó con el aceite de los candiles. Pere y su mujer, sentados alrededor del hogar, lo miraron hacer.

– Yo no existo -les dijo Arnau con un hilo de voz arrodillándose frente a ellos y tomando la mano de la anciana, que lo miró con cariño-.Joan será yo. Mi padre sólo tiene un hijo… Cuidad de él si sucediese algo.

– Pero Arnau… -empezó a decir Pere.

– Chist -siseó Arnau.

– ¿Qué vas a hacer, hijo? -insistió el anciano.

– Tengo que hacerlo -le contestó Arnau levantándose.

Yo no existo. Soy Arnau Estanyol. Los soldados seguían observándolo. «Quemar un cadáver debe de ser pecado», pensaba Joan. ¡Bernat lo miraba! Joan se quedó parado a unos metros del ahorcado. ¡Lo miraba! «Es idea de Arnau.»

– ¿Te sucede algo, muchacho? -Uno de los soldados hizo ademán de levantarse.