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– Soy inocente -farfulló el Mallorquí.

– Ya te he dicho que tendrás oportunidad de demostrarlo -reiteró el cura.

– Si eres inocente -intervino Ramon-, explícanos qué hace tu puñal en el interior de la capilla.

El Mallorquí se volvió hacia Ramon.

– ¡Es una trampa! -respondió con rapidez-. Alguien lo habrá colocado allí para inculparme. ¡El muchacho! ¡Seguro que ha sido él!

El padre Albert volvió a abrir las rejas de la capilla del Santísimo y apareció con un puñal.

– ¿Es éste tu puñal? -le preguntó aproximándoselo al rostro.

– No…, no.

Los prohombres de la cofradía y varios bastaixos se acercaron al cura y le pidieron el puñal para examinarlo.

– Sí que es el suyo -dijo uno de los prohombres, sosteniéndolo en la mano.

Seis años atrás y debido a los muchos altercados que se producían en el puerto, el rey Alfonso prohibió llevar machete o armas parecidas a los bastaixos y demás personas no cautivas que trabajasen en él. La única arma permitida eran los puñales romos. El Mallorquí se había negado a acatar la orden real alardeando de su magnífico puñal con punta, que había enseñado una y otra vez para excusar su desobediencia. Sólo ante la amenaza de expulsión de la cofradía había accedido a llevarlo a casa del herrero para que lo limara.

– Mentiroso -estalló uno de los bastaixos.

– Ladrón -gritó otro.

– ¡Alguien me lo habrá robado para inculparme! -protestó mientras forcejeaba con los dos hombres que lo retenían.

Entonces hizo su aparición el tercero de los bastaixos que había ido con Ramon en busca del Mallorquí y que había registrado su casa para encontrar el dinero robado.

– Aquí está -gritó levantando una bolsa y entregándosela al cura, quien a su vez se la dio al oficial.

– Setenta y cuatro dineros y cinco sueldos -cantó el oficial tras contar su contenido.

A medida que el oficial contaba, los bastaixos habían ido cerrando el círculo en torno al Mallorquí. ¡Ninguno de ellos podía tener tanto dinero! Cuando terminó la cuenta, se echaron encima del ladrón. Hubo insultos, patadas, puñetazos, escupitajos. Los soldados se mantuvieron al margen y el oficial se encogió de hombros mirando al padre Albert.

– ¡Estamos en la casa de Dios! -gritó entonces el sacerdote tratando de apartar a los bastaixos-. ¡Estamos en la casa de Dios! -continuó gritando hasta que logró acercarse al Mallorquí, hecho un ovillo en el suelo-. Este hombre es un ladrón, cierto, y además un cobarde, pero merece un juicio. No podéis actuar como delincuentes. Llevádselo al obispo -ordenó al oficial.

Cuando el cura se dirigió al oficial, alguien volvió a patear al Mallorquí. Muchos le escupieron mientras los soldados lo levantaban y se lo llevaban.

Cuando los soldados abandonaron Santa María llevándose al Mallorquí, los bastaixos se acercaron a Arnau sonriéndole y pidiéndole disculpas. Luego, empezaron a retirarse hacia sus casas. Al final, frente a la capilla del Santísimo, otra vez abierta, sólo quedaron el padre Albert, Arnau, los tres prohombres de la cofradía y los diez testigos que exigían las ordenanzas cuando se trataba de la caja de los bastaixos.

El cura introdujo los dineros en la caja y anotó en el libro la incidencia sucedida durante la noche. Había amanecido y ya se había ido a avisar a un cerrajero para que recompusiera las tres cerraduras; todos tenían que esperar hasta que se volviera a cerrar la caja.

El padre Albert apoyó un brazo en el hombro de Arnau. Sólo entonces lo recordó sentado bajo el cadáver de Bernat, que colgaba de una soga. Apartó de su mente el fuego. ¡Sólo era un niño! Miró hacia la Virgen. «Se hubiera podrido en la puerta de la ciudad -le dijo en silencio-; ¡qué más da, pues! Sólo es un muchacho que ahora no tiene nada; ni padre, ni trabajo con el que alimentarse…»

– Creo -decidió de repente- que deberíais admitir a Arnau Estanyol en vuestra cofradía.

Ramon sonrió. También él, una vez que volvió la tranquilidad, había estado pensando en la confesión de Arnau. Los demás, incluido Arnau, miraron al cura con sorpresa.

– Es sólo un muchacho -dijo uno de los prohombres.

– Es débil. ¿Cómo podrá cargar fardos o piedras sobre la nuca? -preguntó otro.

– Es muy joven -afirmó un tercero.

Arnau los miraba a todos con los ojos abiertos de par en par.

– Todo lo que decís es cierto -contestó el cura-, pero ni su tamaño ni su fuerza ni su juventud le han impedido defender vuestros dineros. De no ser por él, la caja estaría vacía.

Los bastaixos permanecieron un rato escrutando a Arnau.

– Yo creo que podríamos probar -dijo al final Ramon-, y si no sirve…

Alguien del grupo asintió.

– De acuerdo -dijo al final uno de los prohombres de la cofradía mirando a sus dos compañeros, ninguno de los cuales se opuso-, lo admitiremos a prueba. Si durante los próximos tres meses demuestra su vaha, lo confirmaremos como bastaix. Cobrará en proporción a su trabajo.Toma -añadió entregándole el puñal del Mallorquí, que todavía conservaba en su poder-; éste es tu puñal de bastaix. Padre, anotadlo en el libro para que el chico no tenga problemas de ningún tipo.

Arnau notó el apretón del cura en su hombro. Sin saber qué decir, sonriendo, mostró su agradecimiento a los bastaixos. ¡Él, un bastaixl ¡Si lo viera su padre!

18

– ¿Quién era? ¿Lo conoces, muchacho?

Todavía sonaban en la plaza las carreras y los gritos de alto de los soldados que perseguían a Arnau, pero Joan no los escuchaba: el crepitar del cadáver de Bernat retumbaba en sus oídos.

El oficial de noche que había permanecido junto al cadalso zarandeó a Joan y repitió la pregunta:

– ¿Lo conoces?

Pero Joan no separó los ojos de la tea en la que se estaba convirtiendo quien se había prestado a ser su padre.

El oficial volvió a zarandearlo hasta que logró que el niño se volviese hacia él, con la mirada perdida y los dientes castañeteando.

– ¿Quién era? ¿Por qué ha quemado a tu padre?

Joan ni siquiera escuchó la pregunta. Empezó a temblar.

– No puede hablar -intervino la mujer que había instado a huir a Arnau, la misma que había logrado separar de las llamas a Joan, que estaba paralizado, la misma que había reconocido en Arnau al muchacho que había velado al ahorcado durante toda la tarde. «Si yo me atreviera a hacer lo mismo -pensó-, el cuerpo de mi marido no se pudriría en las murallas, devorado por los pájaros.» Sí, aquel muchacho había hecho algo que cualquiera de los que estaban allí querría hacer, y el oficial… Era el oficial de noche, de modo que no podía haber reconocido a Arnau; para él, el hijo era el otro, el que estaba bajo el padre. La mujer abrazó a Joan y lo arrulló.

– Tengo que saber quién le ha prendido fuego -adujo el oficial.

Los dos se sumaron a la gente que miraba el cadáver de Bernat.

– ¿Qué más da? -murmuró la mujer notando las convulsiones de Joan-. Este niño está muerto de miedo y de hambre.

El soldado entornó los ojos; luego asintió con la cabeza, lentamente. ¡Hambre! Él mismo había perdido a un hijo de corta edad: el niño empezó a perder peso hasta que unas simples fiebres se lo llevaron. Su esposa lo abrazaba igual que aquella mujer hacía con el muchacho. Y él los veía a los dos, ella llorando, el pequeño buscando cobijo en sus pechos, igual…

– Llévalo a su casa -le dijo el oficial a la mujer.

«Hambre -murmuró volviendo a mirar hacia el cadáver en llamas de Bernat-. ¡Malditos genoveses!»

Había amanecido en Barcelona.

– ¡Joan! -gritó Arnau nada más abrir la puerta.

Pere y Mariona, en la planta baja, sentados junto al hogar, le indicaron que guardase silencio.

– Duerme -le dijo Mariona.

La mujer lo había llevado a casa y les había contado lo sucedido. Los dos ancianos lo cuidaron hasta que el muchacho logró conciliar el sueño; después, se sentaron al calor del hogar.

– ¿Qué será de ellos? -le preguntó Mariona a su esposo-; sin Bernat, el muchacho no aguantará en las cuadras.

«Y nosotros no podemos mantenerlos», pensó Pere. No podían permitirse dejarles la habitación sin cobrar, ni darles de comer. Pere se extrañó del brillo que había en los ojos de Arnau. ¡Acababan de ejecutar a su padre! Incluso le había prendido fuego; se lo contó la mujer. ¿A qué venía aquel brillo?

– ¡Soy un bastaixl -anunció Arnau dirigiéndose a los escasos restos de la cena de la noche anterior, fríos en la olla.

Los dos ancianos se miraron y después miraron al muchacho, que comía directamente del cucharón, de espaldas a ellos. ¡Estaba famélico! La falta de grano le había afectado, como a toda Barcelona. ¿Cómo iba aquel niño delgado a cargar nada?

Mariona negó con la cabeza, mirando a su esposo.

– Dios dirá -le contestó Pere.

– ¿Decíais? -preguntó Arnau volviéndose, con la boca llena.

– Nada, hijo, nada.

– Tengo que irme -dijo Arnau, que cogió un pedazo de pan duro y le dio un bocado. Los deseos de preguntarle lo que había sucedido en la plaza chocaban con una ilusión nueva: unirse a sus nuevos compañeros. Se decidió-: Cuando Joan despierte, contádselo.

En abril se iniciaba la época de navegación, interrumpida desde octubre. Los días se alargaban, los grandes barcos empezaban a arribar a puerto o a salir de él y nadie, ni patronos, ni armadores, ni pilotos, deseaba estar más tiempo del estrictamente necesario en el peligroso puerto de Barcelona.

Desde la playa, antes de unirse al grupo de bastaixos que esperaban en ella, Arnau contempló el mar. Siempre lo había tenido ahí, pero cuando salía con su padre le daba la espalda a los pocos pasos. Aquel día lo miró de modo distinto: iba a vivir de él. En el puerto, además de un sinfín de pequeñas embarcaciones, estaban ancladas dos naves grandes que acababan de arribar y una escuadra formada por seis inmensas galeras de guerra, con doscientos sesenta botes y veintiséis bancos de remeros cada una de ellas.