Desde que se había unido a los bastaixos, al inicio de la época de navegación, no habían tenido oportunidad de dedicar un día a trabajar para Santa María.
– ¡Vamos por la Virgen! -se volvió a oír desde el grupo de bastaixos.
Arnau se fijó en sus compañeros: los rostros adormilados se transformaron en sonrisas. Algunos se desperezaron moviendo los brazos hacia atrás y hacia delante, preparando las espaldas. Arnau recordó cuando les daba agua, cuando los veía pasar por delante de él encorvados, apretando los dientes, cargados con aquellas enormes piedras. ¿Sería capaz? El temor atenazó sus músculos; quiso imitar a los bastaixos y empezó a desentumecerlos moviéndolos hacia delante y hacia atrás.
– Tu primera vez -le felicitó Ramon. Arnau no dijo nada y dejó caer los brazos a los costados. El joven bastaix entornó los ojos-. No te preocupes, muchacho -añadió apoyando el brazo sobre su hombro e instándolo a seguir al grupo, que ya se había puesto en movimiento-; piensa que cuando cargas piedras para la Virgen, parte del peso lo lleva ella.
Arnau levantó la mirada hacia Ramon.
– Es cierto -insistió el bastaix sonriendo-, hoy lo comprobarás.
Salieron desde Santa Clara, en el extremo oriental, para recorrer toda la ciudad, cruzar las murallas y subir hasta la cantera real de La Roca, en Montjuïc. Arnau caminaba en silencio; de cuando en cuando se sentía observado por alguno de ellos. Dejaron atrás el barrio de la Ribera, la lonja y el pórtico del Forment. Cuando pasaron por delante de la fuente del Ángel, Arnau miró a las mujeres que esperaban para llenar sus cántaros; muchas de ellas los habían dejado colarse cuando Joan y él aparecían con el pellejo. La gente los saludaba. Algunos niños se sumaron al grupo corriendo y saltando, cuchicheando y señalando a Arnau con respeto. Dejaron atrás los pórticos del astillero y llegaron al convento de Framenors, en el límite occidental de la ciudad, allí donde finalizaban las murallas de Barcelona; tras ellas, las nuevas atarazanas de la ciudad condal, cuyos muros empezaban a levantarse, y Después campos y huertas -Sant Nicolau, Sant Bertran y Sant Pau del Camp-, donde comenzaba el camino de subida a la cantera.
Pero antes de llegar hasta ella, los bastaixos tenían que cruzar el Cagalell. El olor de los desechos de la ciudad los asaltó mucho fintes de que lo vieran.
– Lo están desaguando -afirmó alguien ante el hedor. La mayoría de los hombres asintieron.
– No olería tanto si no lo estuvieran desaguando -añadió otro.
El Cagalell era un estanque que se formaba en la desembocadura de la rambla, junto a las murallas, y en el que se acumulaban los desechos y las aguas pútridas de la ciudad. Debido a lo accidentado del terreno nunca terminaba de desaguar en la playa, y las aguas permanecían estancadas hasta que un funcionario municipal cavaba una salida y empujaba los desechos hasta el mar. Era entonces cuando peor olía el Cagalell.
Bordearon el estanque para vadearlo allí por donde podían cruzarlo de un salto y continuaron atravesando los campos hacia la falda de Montjuïc.
– ¿Cómo se cruza de vuelta? -preguntó Arnau señalando la corriente.
Ramon negó con la cabeza.
– Todavía no he conocido a nadie capaz de saltar con una piedra en la espalda -le dijo.
Mientras ascendían a la cantera real, Arnau volvió la mirada hacia la ciudad. Quedaba lejos, muy lejos ¿Cómo iba a aguantar toda aquella caminata con una piedra a la espalda? Sintió que las piernas le flaqueaban y corrió para alcanzar al grupo, que seguía charlando y riendo.
La cantera real de La Roca se abrió ante ellos tras superar un recodo. Arnau dejó escapar una exclamación de asombro. ¡Era la plaza del Blat o cualquier otro mercado, pero sin mujeres! En una gran explanada, los funcionarios del rey trataban con la gente que había acudido en busca de piedra. Carros y reatas de mulas se acumulaban en uno de los lados de la explanada, allí donde las paredes de la montaña aún no se habían empezado a explotar; el resto aparecía cortado a pico, refulgente la piedra. Un sinfín de picapedreros desprendían peligrosamente grandes bloques de roca; luego reducían su tamaño en la explanada.
Los bastaixos fueron acogidos con cariño por todos cuantos esperaban rocas y, mientras los prohombres se dirigían hacia los funcionarios, los demás se mezclaron con la gente; hubo abrazos, apretones de manos, bromas y risas, y botijos de agua o vino que se alzaban sobre sus cabezas.
Arnau no podía dejar de observar el trabajo de los picapedreros o de los peones, que cargaban carros y muías seguidos siempre por algún funcionario que tomaba nota. Como en los mercados, la gente discutía o aguardaba impaciente su turno. -No te esperabas esto, ¿verdad?
Arnau se volvió a tiempo de ver cómo Ramon devolvía un botijo, y negó con la cabeza.
– ¿Para quién es tanta piedra?
– ¡Huy! -contestó Ramon. Empezó a recitar-: para la catedral, para Santa María del Pi, para Santa Anna, para el monasterio de Pedralbes, para las atarazanas reales, para Santa Clara, para las murallas; todo se está construyendo o modificando, por no hablar de las nuevas casas de ricos y nobles.Ya nadie quiere madera o ladrillo de adobe. Piedra, sólo piedra.
– ¿Y toda la piedra la cede el rey?
Ramon soltó una carcajada.
– Sólo la de Santa María de la Mar; ésa sí que la ha cedido gratis… y supongo que la del monasterio de Pedralbes, que se construye por orden de la reina. Para el resto se cobra sus buenos dineros.
– ¿Y las de las atarazanas reales? -preguntó Arnau-. Si son reales…
Ramon volvió a sonreír.
– Serán reales -le interrumpió-, pero no las paga el rey.
– ¿La ciudad?
– Tampoco.
– ¿Los mercaderes?
– Tampoco.
– ¿Entonces? -inquirió Arnau volviéndose hacia el bastaix.
– Las atarazanas reales las están pagando…
– ¡Los pecadores! -le quitó la palabra el hombre que le había dado el botijo, un arriero de la catedral.
Ramon y él rieron ante la cara de asombro de Arnau.
– ¿Los pecadores?
– Sí -continuó Ramon-, las nuevas atarazanas se pagan con todos los dineros de los mercaderes pecadores. Escucha, es muy sencillo: desde que tras las cruzadas…, ¿sabes qué fueron las cruzadas? -Arnau asintió; ¿cómo no iba a saber qué habían sido las cruzadas?-. Bien, pues desde que se perdió definitivamente la Ciudad Santa, la Iglesia prohibió el comercio con el soldán de Egipto, pero resulta que allí es donde nuestros comerciantes obtienen las mejores mercaderías, y ninguno de ellos está dispuesto a dejar de comerciar con el soldán; por eso, antes de hacerlo, acuden a los consulados de la mar y pagan una multa por el pecado que van a cometer. Entonces se les absuelve por adelantado y ya no pecan. El rey Alfonso ordenó que todos esos dineros sirviesen para construir las nuevas atarazanas de Barcelona.
Arnau iba a intervenir pero Ramon lo interrumpió con la mano. Los prohombres los llamaban y le indicó que lo siguiera.
– ¿Pasamos delante de ellos? -preguntó Arnau señalando a los arrieros que iban quedando atrás.
– Claro -contestó Ramon sin dejar de caminar-; nosotros no necesitamos tantos controles como ellos; la piedra es gratis y contarla es bastante sencillo: un bastaix, una piedra.
«Un bastaix, una piedra», repitió para sí Arnau en el momento en que el primer bastaix y la primera piedra pasaron por su lado. Habían llegado al lugar en el que los picapedreros reducían los grandes bloques. Miró el rostro del hombre, contraído, tenso. Arnau sonrió, pero su compañero de cofradía no le contestó; se habían terminado las bromas, ya nadie reía o charlaba, todos miraban el montón de piedras en el suelo, con la capçana agarrada a su frente. ¡La capçanal Arnau se la colocó. Los bastaixos pasaban a su lado, uno tras otro, en fila, en silencio, sin esperar al siguiente, y a medida que pasaban, el grupo que rodeaba las piedras menguaba.
Arnau miró las piedras; se le secó la boca y se le encogió el estómago. Un bastaix ofreció su espalda y dos peones levantaron la piedra para cargarla sobre ella. Lo vio ceder. ¡Las rodillas le temblaban! Aguantó unos segundos, se irguió y pasó junto a Arnau, camino de Santa María. ¡Dios, era tres veces más corpulento que él! ¡Y las piernas le habían cedido! ¿Cómo iba a poder él…?
– Arnau -lo llamaron los prohombres, los últimos en salir.
Todavía quedaban algunos bastaixos. Ramon lo empujó hacia delante.
– Animo -le dijo.
Los tres prohombres hablaban con uno de los picapedreros, que no hacía más que negar con la cabeza. Los cuatro escrutaban el montón de piedras, señalaban aquí o allá y después negaban de nuevo con la cabeza, todos.Junto a las piedras,Arnau intentó tragar saliva, pero su garganta estaba seca.Temblaba. ¡No podía temblar! Movió las manos y después los brazos, hacia atrás y hacia delante. ¡No podía permitir que vieran cómo temblaba!
Josep, uno de los prohombres, señaló una piedra. El picapedrero le contestó con un gesto de indiferencia, miró a Arnau, volvió a negar con la cabeza e indicó a los peones que la cogieran. «Todas son similares», había repetido hasta la saciedad.
Cuando vio a los dos peones cargados con la piedra, Arnau se acercó a ellos. Se encorvó y tensó todos los músculos del cuerpo. Todos los presentes guardaron silencio. Los peones soltaron la piedra con suavidad y lo ayudaron a afianzar las manos en ella. Al notar el peso, se encorvó aún más y las piernas se le doblaron. Arnau apretó los dientes y cerró los ojos. «¡Arriba!», creyó escuchar. Nadie había dicho nada, pero todos lo habían gritado en silencio al ver las piernas del muchacho. ¡Arriba! ¡Arriba! Arnau se irguió bajo el peso. Muchos suspiraron. ¿Podría andar? Arnau esperó, todavía con los ojos cerrados. ¿Podría andar?
Avanzó un pie. El propio peso de la piedra lo obligó a mover el otro y otra vez el primero… y de nuevo el segundo. Si paraba…, si paraba la piedra haría que cayera de bruces.
Ramon sorbió por la nariz y se llevó las manos a los ojos.