– ¡Animo, muchacho! -se oyó gritar a alguno de los arrieros que esperaban.
– ¡Vamos, valiente!
– ¡Tú puedes!
– ¡Por Santa María!
El griterío resonó en las paredes de la cantera y acompañó a Arnau cuando se encontró a solas en el camino de vuelta a la ciudad.
Sin embargo, no anduvo solo. Todos los bastaixos que salieron tras él le dieron fácilmente alcance y todos, del primero al último, acomodaron su paso al de Arnau durante algunos minutos para animarlo y jalearlo; cuando uno llegaba a su altura, el anterior recuperaba su ritmo.
Pero Arnau no los escuchaba. Ni siquiera pensaba. Su atención estaba puesta en aquel pie que debía aparecer desde detrás, y cuando lo veía avanzar por debajo de él y plantarse en el camino, volvía a esperar al siguiente; un pie tras otro, sobreponiéndose al dolor.
Por las huertas de Sant Bertran, los pies tardaban una eternidad en aparecer. Todos los bastaixos lo habían superado ya. Recordó la forma en que Joan y él mismo les daban agua, con la pesada piedra apoyada en la borda de una embarcación. Buscó algún lugar similar y al poco encontró un olivo, en una de cuyas ramas bajas logró apoyar la piedra; si la dejaba en el suelo no podría volver a cargársela a la espalda. Tenía las piernas agarrotadas.
– Si paras -le había aconsejado Ramon-, no dejes que tus piernas se agarroten totalmente, no podrías continuar.
Arnau, libre de parte del peso, continuó moviendo las piernas. Resopló, una, un montón de veces. Parte del peso lo lleva la Virgen, le había dicho también. ¡Dios!, si eso era cierto, ¿cuánto pesaba aquella piedra? No se atrevió a mover la espalda. Le dolía, le dolía terriblemente. Descansó durante un buen rato. ¿Podría volver a ponerse en movimiento? Arnau miró en derredor. Estaba solo. Ni siquiera los demás arrieros seguían aquel camino, pues tomaban el del portal de Trentaclaus.
¿Podría? Miró al cielo. Escuchó el silencio y aupó la piedra de nuevo, de un tirón. Los pies se pusieron en movimiento. Uno, otro, uno, otro…
En el Cagalell repitió el descanso apoyando la piedra sobre el saliente de una gran roca. Allí aparecieron los primeros bastaixos, ya de vuelta a la cantera. Nadie habló. Sólo se miraban. Arnau volvió a apretar los dientes y aupó de nuevo la piedra. Algunos de los bastaixos asintieron con la cabeza pero ninguno de ellos se paró. «Es su desafío», comentó uno de ellos después, cuando Arnau ya no podía oírlos, volviéndose para mirar el lento avance de la piedra. «Debe afrontarlo él solo», afirmó otro.
Cuando traspasó la muralla occidental y dejó atrás Framenors, Arnau se encontró con los ciudadanos de Barcelona. Seguía con la atención fija en sus pies. ¡Ya estaba en la ciudad! Marineros, pescadores, mujeres y niños, operarios de los astilleros, carpinteros de ribera; todos observaron en silencio al muchacho encogido bajo el peso de la piedra, sudoroso, congestionado. Todos se fijaban en los pies del joven bastaix, que Arnau miraba sin prestar atención a nada más, y todos, en silencio, los empujaban: uno, otro, uno, otro…
Algunos se sumaron al recorrido de Arnau, tras él, en silencio, acomodando su andar al avance de la piedra, y así, tras más de dos horas de esfuerzo, el muchacho llegó a Santa María acompañado por una pequeña y silenciosa multitud. Las obras se paralizaron. Los albañiles se asomaron a los andamios y los carpinteros y picapedreros dejaron sus labores. El padre Albert, Pere y Mariona lo esperaban. Àngel, el hijo del barquero, ya convertido en oficial, se acercó a él.
– ¡Vamos! -le gritó-. ¡Ya estás! ¡Ya has llegado! ¡Venga, vamos, vamos!
Se empezaron a oír gritos de ánimo procedentes de lo alto de los andamios. Los que habían seguido a Arnau estallaron en vítores. Toda Santa María se sumó al griterío; incluso el padre Albert se unió al griterío general. Sin embargo, Arnau siguió mirando sus pies, uno, otro, uno, otro… hasta alcanzar el lugar en que se depositaban las piedras; allí los aprendices y los oficiales se lanzaron a por la que el muchacho había acarreado.
Sólo entonces Arnau levantó la mirada, todavía encogido, temblando, y sonrió. La gente se arremolinó a su alrededor y lo felicitó. Arnau fue incapaz de saber quiénes eran los que lo rodeaban; sólo reconoció al padre Albert, cuya mirada se dirigía hacia el cementerio de las Moreres. Arnau la siguió.
– Por vos, padre -susurró.
Cuando la gente se dispersó y Arnau se disponía a volver a la cantera, siguiendo los pasos de sus compañeros, algunos de los cuales llevaban ya tres viajes, el cura lo llamó; había recibido instrucciones de Josep, prohombre de la cofradía.
– Tengo un trabajo para ti -le dijo. Arnau se paró y lo miró extrañado-. Hay que limpiar la capilla del Santísimo, despabilar los cirios y ponerla en orden.
– Pero… -protestó Arnau señalando las piedras.
– No hay peros que valgan.
19
Había sido una mañana dura. Recién pasado el solsticio de verano tardaba en anochecer, y los bastaixos trabajaban de sol a sol, cargando y descargando las naves que arribaban a puerto, siempre azuzados por los mercaderes y pilotos, que querían permanecer en el puerto de Barcelona el menor tiempo posible.
Arnau entró en casa de Pere arrastrando los pies, con la capça-na en una mano. Ocho rostros se volvieron hacia él. Pere y Mariona estaban sentados a la mesa junto a un hombre y una mujer. Joan, un muchacho y dos chicas lo miraban desde el suelo, sentados y apoyados contra la pared. Todos daban cuenta de sus escudillas.
– Arnau -le dijo Pere-, te presento a nuestros nuevos inquilinos. Gastó Segura, oficial curtidor. -El hombre se limitó a hacer una inclinación de cabeza, sin dejar de comer-. Su esposa, Eulàlia. -Ella sí sonrió-.Y sus tres hijos: Simó, Aledis y Alesta. Arnau, que estaba rendido, hizo un leve movimiento con la mano dirigido a Joan y a los hijos del curtidor y se dispuso a coger la escudilla que ya le ofrecía Mariona. Sin embargo, algo lo obligó a volverse de nuevo hacia los tres recién llegados. ¿Qué…? ¡Los ojos! Los ojos de las dos muchachas estaban fijos en él. Eran…, eran inmensos, castaños, vivaces. Las dos sonrieron a un tiempo.
– ¡Come, chico!
La sonrisa desapareció. Alesta y Aledis bajaron la mirada hacia sus escudillas y Arnau se volvió hacia el curtidor, que había dejado de comer y con la cabeza le señalaba a Mariona, que estaba junto al fuego, con la escudilla extendida hacia él.
Mariona le dejó su sitio en la mesa y Arnau empezó a dar cuenta de la olla; Gastó Segura, frente a él, sorbía y masticaba con la boca abierta. Cada vez que Arnau levantaba la vista de la escudilla tropezaba con la mirada del curtidor fija en él.
Al cabo de un rato, Simó se levantó para entregar a Mariona su escudilla y las de sus hermanas, ya vacías.
– A dormir -ordenó Gastó rompiendo el silencio.
Entonces el curtidor entrecerró los ojos mirando a Arnau, lo que hizo que el muchacho se sintiera incómodo, y lo obligó a concentrarse en la escudilla; sólo pudo oír el ruido que hicieron las chicas al levantarse y una tímida despedida. Cuando sus pasos dejaron de oírse, Arnau levantó la mirada. La atención de Gastó parecía haber disminuido.
– ¿Cómo son? -le preguntó aquella noche a Joan, la primera que dormían junto al hogar, uno a cada lado, con los jergones de paja sobre el suelo.
– ¿Quiénes? -inquirió a su vez Joan.
– Las hijas del curtidor.
– ¿Que cómo son? Normales -dijo Joan mientras hacía un gesto de ignorancia que su hermano no pudo ver en la oscuridad-, muchachas normales. Supongo -titubeó-; en realidad no lo sé. No me han dejado hablar con ellas; su hermano ni siquiera me ha permitido darles la mano. Cuando se la he ofrecido, la ha estrechado él y me ha separado de ellas.
Pero Arnau ya no lo escuchaba. ¿Cómo iban a ser normales aquellos ojos? Y le habían sonreído, las dos.
Al amanecer, Pere y Mariona bajaron. Arnau y Joan ya habían apartado sus jergones. Poco después aparecieron el curtidor y su hijo. Las mujeres no los acompañaban, ya que Gastó les había prohibido bajar hasta que los chicos se hubieran marchado. Arnau abandonó la casa de Pere con aquellos inmensos ojos castaños en sus retinas.
– Hoy te toca la capilla -le dijo uno de los prohombres cuando llegó a la playa. El día anterior lo había visto descargar temblequeante el último bulto.
Arnau asintió.Ya no le molestaba que lo destinaran a la capilla. Nadie dudaba ya de su condición de bastaix; los prohombres lo habían confirmado y si bien todavía no podía cargar lo mismo que Ramon o la mayoría de ellos, se volcaba como el que más en un trabajo que lo satisfacía.Todos lo querían. Además, aquellos ojos castaños… quizá no le permitirían concentrarse en su labor; por otra parte, estaba cansado, no había dormido bien junto al hogar. Entró en Santa María por la puerta principal de la vieja iglesia, que todavía resistía. Gastó Segura no había dejado que las mirara. ¿Por qué no podía mirar a unas simples muchachas? Y esa mañana, seguro que les había prohibido… Tropezó con una cuerda y estuvo a punto de caer.Trastabilló durante unos metros, tropezando con más cuerdas, hasta que unas manos lo agarraron. Se torció el tobillo y soltó un aullido de dolor.
– ¡Eh! -oyó que le decía el hombre que lo había ayudado-. Hay que tener cuidado. ¡Mira qué has hecho!
Le dolía el tobillo, pero miró hacia el suelo. Había desmontado las cuerdas y estacas con las que Berenguer de Montagut señalaba…, pero… ¡no podía ser él! Se volvió despacio hacia el hombre que lo había ayudado. ¡No podía ser el maestro! Enrojeció al encontrarse cara a cara con Berenguer de Montagut. Después se fijó en los oficiales que habían detenido su labor y los miraban.
– Yo… -titubeó-. Si lo deseáis… -añadió señalando la maraña de cuerdas a sus pies-, podría ayudaros…Yo… Lo siento, maestro.
De pronto, el rostro de Berenguer de Montagut se relajó.Todavía lo tenía agarrado del brazo.
– Tú eres el bastaix -afirmó mostrando una sonrisa. Arnau asintió-.Te he visto en varias ocasiones.
La sonrisa de Berenguer se amplió. Los oficiales respiraron tranquilos. Arnau volvió a mirar las cuerdas que se habían enredado en sus pies.
– Lo siento -repitió.
– Qué le vamos a hacer. -El maestro gesticuló dirigiéndose a los oficiales-. Arreglad esto -les ordenó-.Ven, vamos a sentarnos. ¿Te duele?