– Reventará -insistió Josep al final de aquella jornada. En esa ocasión Ramon no se atrevió a llevarle la contraria.
– ¿No crees que te estás excediendo? -le preguntó una noche Alesta a su hermana.
– ¿Por qué?
– Si padre se enterase…
– ¿De qué tendría que enterarse?
– De que quieres a Arnau.
– ¡Yo no quiero a Arnau! Solamente…, solamente… Me siento bien, Alesta. Me gusta. Cuando me mira… -Lo quieres -insistió la pequeña.
– No. ¿Cómo explicártelo? Cuando veo que él me mira, cuando se sonroja, es como si un gusanillo me recorriera todo el cuerpo.
– Lo quieres.
– No. Duérmete. ¿Qué sabrás tú? Duérmete.
– Lo quieres, lo quieres, lo quieres.
Aledis decidió no contestar, pero ¿lo quería? Sólo disfrutaba sabiéndose mirada y deseada. Le complacía que los ojos de Arnau no pudieran apartarse de su cuerpo; la satisfacía su evidente desazón cuando ella dejaba de tentarlo: ¿era eso querer? Aledis intentó encontrar respuesta, pero no transcurrió mucho tiempo antes de que su mente volviera a vagar por aquella satisfacción antes de caer dormida.
Una mañana, Ramon abandonó la playa en cuanto vio salir a Joan de casa de Pere.
– ¿Qué le sucede a tu hermano? -le preguntó aun antes de saludarlo.
Joan pensó unos segundos.
– Creo que se ha enamorado de Aledis, la hija de Gastó el curtidor.
Ramon soltó una carcajada.
– Pues ese amor lo está volviendo loco -le advirtió-. Como siga así reventará. No se puede trabajar a ese ritmo. No está preparado para ese esfuerzo. No sería el primer bastaix que se rompiese…, y tu hermano es muy joven para quedar tullido. Haz algo, Joan.
Esa misma noche Joan intentó hablar con su hermano.
– ¿Qué te sucede, Arnau? -le preguntó desde su jergón.
Éste guardó silencio.
– Debes contármelo. Soy tu hermano y quiero…, deseo ayudarte. Tú siempre has hecho lo mismo conmigo. Permíteme compartir tus problemas.
Joan dejó que su hermano pensase en sus palabras.
– Es…, es por Aledis -reconoció. Joan no quiso interrumpirlo-. No sé qué me pasa con esa muchacha, Joan. Desde el paseo por la playa… algo ha cambiado entre nosotros. Me mira como si quisiera…, no sé.También…
– También ¿qué? -le preguntó Joan al ver que su hermano callaba.
«¡No pienso contarle nada aparte de las miradas», decidió al momento Arnau con los pechos de Aledis en su memoria.
– Nada.
– Entonces, ¿cuál es el problema?
– Pues que tengo malos pensamientos, la veo desnuda. Bueno, me gustaría verla desnuda. Me gustaría…
Joan había instado a sus maestros a profundizar en el asunto y ellos, sin saber que su interés respondía a la preocupación que le causaba su hermano y al temor de que el muchacho pudiera caer en la tentación y salirse del camino que tan decididamente había iniciado, se extendieron en explicaciones acerca de las teorías sobre el carácter y la perniciosa naturaleza de la mujer. -No es culpa tuya -sentenció Joan.
– ¿No?
– No. La malicia -le explicó susurrando a través de la chimenea a cuyos lados dormían- es una de las cuatro enfermedades naturales del hombre que nacen con nosotros por culpa del pecado original, y la malicia de la mujer es mayor que cualquiera de las malicias que existen en el mundo. -Joan repetía de memoria las explicaciones de sus maestros.
– ¿Cuáles son las otras tres enfermedades?
– La avaricia, la ignorancia y la apatía o incapacidad para hacer el bien.
– Y ¿qué tiene que ver la malicia con Aledis?
– Las mujeres son maliciosas por naturaleza y disfrutan tentando al hombre hacia los caminos del mal -recitó Joan.
– ¿Por qué?
– Pues porque las mujeres son como aire en movimiento, vaporosas. No cesan de ir de un lado para otro como si fueran corrientes de aire. -Joan recordó al sacerdote que había hecho aquella comparación: sus brazos, con las manos extendidas y los dedos vibrando sin cesar, revolotearon alrededor de su cabeza-. En segundo lugar -recitó-, porque las mujeres, por naturaleza, por creación, tienen poco sentido común y en consecuencia no existe freno a su malicia natural.
Joan había leído todo esto y mucho más, pero no era capaz de expresarlo con palabras. Los sabios afirmaban que la mujer era, también por naturaleza, fría y flemática, y es sabido que cuando algo frío llega a encenderse, arde con mucha fuerza. Según los entendidos, la mujer era, en definitiva, la antítesis del hombre y por lo tanto incoherente y absurda. Sólo había que fijarse en que incluso su cuerpo era opuesto al del hombre: ancho por abajo y delgado por arriba, mientras que el cuerpo de un hombre bien hecho debe ser lo contrario, delgado desde el pecho hacia abajo, ancho de pecho y espaldas, con el cuello corto y grueso y la cabeza grande. Cuando una mujer nace, la primera letra que dice es la «e», que es una letra para regañar, mientras que la primera letra que dice un hombre al nacer es la «a», la primera letra del abecedario y enfrentada con la «e».
– No es posible. Aledis no es así -contradijo Arnau al fin.
– No te engañes. A excepción de la Virgen, que concibió a Jesús sin pecado, todas las mujeres son iguales. ¡Hasta las ordenanzas de tu cofradía así lo entienden! ¿Acaso no prohiben las relaciones adúlteras? ¿Acaso no ordenan la expulsión de quien tenga una amiga o conviva con una mujer deshonesta?
Arnau no podía enfrentarse a aquel argumento. Desconocía las razones de sabios y filósofos y, por más que Joan se empeñara, podía hacer caso omiso de ellas, pero de las enseñanzas de la cofradía no. Esas reglas sí que las conocía. Los prohombres de la cofradía lo habían puesto al corriente de ellas y le habían advertido que si las incumplía sería expulsado. ¡Y la cofradía no podía estar equivocada!
Arnau se sintió tremendamente confuso.
– Entonces, ¿qué hay que hacer? Si todas las mujeres son malas…
– Primero hay que casarse con ellas -lo interrumpió Joan- y, una vez contraído matrimonio, actuar como nos enseña la Iglesia.
Casarse, casarse… La posibilidad jamás había pasado por su cabeza, pero… si ésa era la única solución…
– ¿Y qué hay que hacer una vez casados? -inquirió con voz trémula ante la hipótesis de verse junto a Aledis de por vida.
Joan recuperó el hilo de la explicación que le habían proporcionado sus profesores catedralicios:
– Un buen marido debe procurar controlar la malicia natural de su esposa según algunos principios: el primero de ellos es que la mujer se halla bajo el dominio del hombre, sometida a éclass="underline" «Sub potestate viri eris», reza el Génesis. El segundo, del Eclesiastès: «Mulier si primatum haber… -Joan se atrancó-. Mulier si primatum habuerit, contraria est viro suo», que significa que si la mujer tiene primacía en la casa, será contraria a su marido. Otro principio es el que aparece en los Proverbios: «Qui delicate nutrit servum suum, inveniet contumacem», que quiere decir que quien trata delicadamente a aquellos que deben servirlo, entre quienes se encuentra la mujer, encontrará rebelión allí donde debería encontrar humildad, sumisión y obediencia.Y si pese a todo, la malicia sigue haciendo acto de presencia en su mujer, el marido debe castigarla con la vergüenza y el miedo; corregirla al comienzo, cuando es joven, sin esperar a que envejezca.
Arnau escuchó en silencio las palabras de su hermano. -Joan -le dijo cuando terminó-, ¿crees que podría casarme con Aledis?
– ¡Claro que sí! Pero deberías esperar un poco hasta que prosperes en la cofradía y puedas mantenerla. De todas formas sería conveniente que hablases con su padre antes de que convenga su matrimonio con otra persona, porque entonces no podrías hacer nada.
La imagen de Gastó Segura con sus escasos dientes, todos ellos negros, apareció ante Arnau como una barrera infranqueable. Joan imaginó cuáles eran los temores de su hermano. -Debes hacerlo -insistió. -¿Me ayudarías?
– ¡Por supuesto!
Durante unos instantes el silencio volvió a reinar entre los dos jergones de paja que rodeaban la chimenea de casa de Pere. -Joan -llamó Arnau rompiéndolo.
– Dime.
– Gracias.
«Lo habíamos hecho más malo.»
– No hay de qué -contestó.
Los dos hermanos intentaron dormir, pero no lo consiguieron. Arnau, entusiasmado con la idea de casarse con su deseada Aledis; Joan perdido en los recuerdos, recordando a su madre. ¿Tendría razón Ponç el calderero? La malicia es natural en la mujer. La mujer debe estar sometida al hombre. El hombre debe castigar a la mujer. ¿Tendría razón el calderero? ¿Cómo podía él respetar el recuerdo de su madre y dar tales consejos? Joan recordó la mano de su madre saliendo por la pequeña ventana de su prisión y acariciándole la cabeza. Recordó el odio que había sentido, y sentía, hacia Ponç… Pero ¿tuvo razón el calderero?
Durante los días siguientes ninguno de los dos se atrevió a dirigirse al malhumorado Gastó, un hombre a quien la estancia como inqui-lino en la casa de Pere no hacía más que recordarle su infortunio, que le había llevado a perder su vivienda. El agrio carácter del curtidor empeoraba cuando se encontraba en la casa, que era precisamente cuando los dos hermanos tenían oportunidad de plantearle su propuesta, pero sus gruñidos, protestas y groserías los hacían desistir.
Mientras, Arnau seguía envuelto en la estela que Aledis dejaba tras de sí. La veía, la perseguía con los ojos y con la imaginación y no había momento del día en que sus pensamientos no estuvieran puestos en ella, salvo cuando Gastó aparecía; entonces su espíritu se encogía.
Porque por más que lo prohibiesen los sacerdotes y los cofrades, el muchacho no podía apartar los ojos de Aledis cuando ella, sabiéndose a solas con su juguete, aprovechaba cualquier tarea para ceñirse la holgada camisa descolorida. Arnau se quedaba ensimismado ante la visión: aquellos pezones, aquellos pechos, todo el cuerpo de Aledis lo llamaba. «Serás mi esposa, algún día serás mi esposa», pensaba acalorado. Trataba entonces de imaginársela desnuda y su mente viajaba por lugares prohibidos y desconocidos pues, a excepción del torturado cuerpo de Habiba, jamás había visto a una mujer en cueros.
En otras ocasiones Aledis se agachaba ante Arnau, doblándose por la cintura en lugar de hacerlo acuclillándose, para mostrarle sus nalgas y las curvas de sus caderas; aprovechaba asimismo cualquier situación propicia para levantarse la camisa por encima de las rodillas y dejar al descubierto sus muslos; se llevaba las manos a la espalda, hasta los ríñones para, simulando algún dolor inexistente, curvarse cuanto le permitía su columna vertebral y mostrar así que su vientre era plano y duro. Después, Aledis sonreía o, fingiendo descubrir de pronto la presencia de Arnau, se mostraba turbada. Cuando desaparecía, Arnau debía luchar por alejar aquellas imágenes de su memoria.