Los días en que vivía tales experiencias, Arnau intentaba a toda costa encontrar el momento oportuno para hablar con Gastó.
– ¡Qué diantre hacéis ahí parados! -les soltó en una ocasión, cuando ambos muchachos se plantaron frente a él con la ingenua intención de pedir a su hija en matrimonio.
La sonrisa con la que Joan había intentado acudir a Gastó desapareció tan pronto como el curtidor pasó entre los dos, empujándolos sin contemplaciones.
– Ve tú -le dijo en otra ocasión Arnau a su hermano. Gastó estaba solo en la mesa de la planta baja. Joan se sentó frente a él, carraspeó y, cuando iba a hablar, el curtidor levantó la mirada de la pieza que estaba examinando. -Gastó… -dijo Joan.
– ¡Lo desollaré vivo! ¡Le arrancaré los cojones! -espetó el curtidor escupiendo saliva a través de los huecos que se abrían entre sus negros dientes-. ¡Simoooó! -Joan dirigió a Arnau, escondido en una esquina de la habitación, un gesto de impotencia. Mientras, Simó había acudido al grito de su padre-. ¿Cómo puedes haber hecho esta costura? -le gritó Gastó plantándole la pieza de cuero en las narices.
Joan se levantó de la silla y se retiró de la discusión familiar.
Pero no cedieron.
– Gastó -volvió a insistir Joan en otra ocasión en que, tras la cena y aparentemente de buen humor, el curtidor salió a dar un paseo por la playa y ambos se lanzaron en su persecución.
– ¿Qué quieres? -le preguntó sin dejar de andar.
«Por lo menos nos deja hablar», pensaron los dos.
– Quería… hablarte de Aledis…
Al oír el nombre de su hija, Gastó se paró en seco y se acercó a Joan, tanto que su fétido aliento sacudió al muchacho como un fogonazo.
– ¿Qué ha hecho? -Gastó respetaba a Joan; lo tenía por un joven serio. La mención de Aledis y su innata desconfianza le hacían creer que quería acusarla de algo y el curtidor no podía permitirse la menor mácula en su joya.
– Nada -le dijo Joan.
– ¿Cómo que nada? -continuó Gastó atropelladamente, sin apartarse un milímetro de Joan-. Entonces, ¿para qué quieres hablarme de Aledis? Dime la verdad, ¿qué ha hecho?
– Nada, no ha hecho nada, de verdad.
– ¿Nada? Y tú -dijo volviéndose hacia Arnau para tranquilidad de su hermano-, ¿qué tienes que decir?, ¿qué sabes de Aledis?
– Yo…, nada… -El titubeo de Arnau azuzó las obsesivas sospechas de Gastó.
– ¡ Cuéntamelo!
– No hay nada…, no…
– ¡Eulàlia! -Gastó no esperó más y gritando como un energúmeno el nombre de su mujer, volvió a casa de Pere.
Esa noche los dos muchachos, con la culpa en la garganta, oyeron los gritos que Eulàlia lanzaba mientras Gastó, a palos, intentaba obtener de ella una confesión imposible.
Lo probaron en dos ocasiones más, pero ni siquiera pudieron empezar a explicarse. Al cabo de unas semanas, descorazonados, le contaron su problema al padre Albert, quien, sonriendo, se comprometió a hablar con Gastó.
– Lo siento, Arnau -le anunció pasada una semana el padre Albert. Había citado a Arnau y a Joan en la playa-. Gastó Segura no aprueba tu matrimonio con su hija.
– ¿Por qué? -preguntó Joan-. Arnau es una buena persona.
– ¿Pretendéis que case a mi hija con un esclavo de la Ribera? -le contestó el curtidor-; un esclavo que no gana lo suficiente para alquilar una habitación.
El padre trató de convencerlo:
– En la Ribera ya no trabaja ningún esclavo; eso era antes. Bien sabes que está prohibido que los esclavos trabajen en…
– Un trabajo de esclavos.
– Eso era antes -insistió el cura-. Además -añadió-, he conseguido una buena dote para tu hija. -Gastó Segura, que ya daba por terminada la conversación, se volvió de repente hacia el sacerdote-. Con ella podrían comprar una casa…
Gastó lo interrumpió de nuevo:
– ¡Mi hija no necesita la caridad de los ricos! Guardad vuestros oficios para otros.
Tras escuchar las palabras del padre Albert, Arnau miró hacia el mar; el reflejo de la luna rielaba desde el horizonte hasta la orilla y se perdía en la espuma de las olas que rompían en la playa.
El padre Albert dejó que el rumor de las olas los envolviese. ¿Y si Arnau le preguntaba sobre las razones? ¿Qué le diría entonces?
– ¿Por qué? -balbuceó Arnau sin dejar de mirar el horizonte.
– Gastó Segura es…, es un hombre extraño.
– ¡No podía entristecer aún más al muchacho!-. ¡Pretende un noble para su hija! ¿Cómo puede un oficial curtidor pretender tal cosa?
Un noble. ¿Se lo habría creído el chico? Nadie podía sentirse menospreciado ante la nobleza. Hasta el rumor de las olas, constante, paciente, parecía esperar la respuesta de Arnau.
Un sollozo retumbó en la playa.
El sacerdote pasó un brazo por encima del hombro de Arnau y notó las convulsiones del muchacho. Después hizo lo mismo con Joan y los tres permanecieron frente al mar.
– Encontrarás una buena mujer -le dijo el cura al cabo de un rato.
«No como ella», pensó Arnau.
TERCERA PARTE SIERVOS DE LA PASIÓN
21
Segundo domingo de julio de 1339
Iglesia de Santa María de la Mar
Barcelona
Habían transcurrido cuatro años desde que Gastó Segura se negó a conceder la mano de su hija a Arnau el bastaix. Al cabo de pocos meses, Aledis fue dada en matrimonio a un viejo maestro curtidor viudo que aceptó con lascivia la falta de dote de la muchacha. Hasta que la entregaron a su esposo, Aledis estuvo siempre acompañada de su madre.
Por su parte, Arnau se había convertido en un hombre de dieciocho años, alto, fuerte y apuesto. Durante esos cuatro años vivió por y para la cofradía, la iglesia de Santa María de la Mar y su hermano Joan -acarreaba mercaderías y piedras como el que más, cumplía con la caja de los bastaixos y participaba con devoción en los actos religiosos-, pero no estaba casado, y los prohombres veían con preocupación el estado de soltería de un joven como éclass="underline" si caía en la tentación de la carne tendrían que expulsarlo, y qué fácil era que un muchacho de dieciocho años cometiese aquel pecado.
Sin embargo, Arnau no quería oír hablar de mujeres. Cuando el cura le dijo que Gastó no quería saber nada de él, Arnau recordó, mirando el mar, a las mujeres que habían pasado por su vida: ni siquiera había llegado a conocer a su madre; Guiamona lo acogió con cariño pero después se lo negó; Habiba desapareció con sangre y dolor -muchas noches todavía soñaba con el látigo de Grau restallando sobre su cuerpo desnudo-; Estranya lo trató como a un esclavo; Margarida se burló de él en el momento más humillante de su existencia, y Aledis, ¿qué decir de Aledis? Junto a ella había descubierto al hombre que llevaba dentro, pero luego lo había abandonado.
– Tengo que cuidar de mi hermano -les contestaba a los prohombres cada vez que salía a colación el problema-. Sabéis que está entregado a la Iglesia, dedicado a servir a Dios -añadía mientras ellos pensaban en sus palabras-, ¿qué mejor propósito que ése?
Entonces los prohombres callaban.
Así vivió Arnau esos cuatro años: tranquilo, pendiente de su trabajo, de la iglesia de Santa María y, sobre todo, de Joan.
Aquel segundo domingo de julio del año 1339 era una fecha trascendental para Barcelona. En enero de 1336 había fallecido en la ciudad condal el rey Alfonso el Benigno y tras la pascua de ese mismo año, fue coronado en Zaragoza su hijo Pedro, quien reinaba bajo el título de Pedro III de Cataluña, IV de Aragón y II de Valencia.
Durante casi cuatro años, desde 1336 hasta 1339, el nuevo monarca no visitó Barcelona, la ciudad condal, la capital de Cataluña, y tanto la nobleza como los comerciantes veían con preocupación aquella desidia por rendir homenaje a la más importante de las ciudades del reino. La animadversión del nuevo monarca hacia la nobleza catalana era bien conocida por todos: Pedro III era hijo de la primera mujer del fallecido Alfonso, Teresa de Entenza, condesa de Urgel y vizcondesa de Ager. Teresa falleció antes de que su marido fuera coronado rey y Alfonso contrajo segundas nupcias con Leonor de Castilla, mujer ambiciosa y cruel de la que había tenido dos hijos.
El rey Alfonso, conquistador de Cerdeña, era no obstante débil de carácter e influenciable, y la reina Leonor pronto consiguió para sus hijos importantes concesiones de tierras y títulos. Su siguiente propósito fue la implacable persecución de sus hijastros, los hijos de Teresa de Entenza, herederos del trono de su padre. Durante los ocho años de reinado de Alfonso el Benigno y a ciencia y paciencia de éste y de su corte catalana, Leonor se dedicó a atacar al infante Pedro, entonces un niño, y a su hermano Jaime, conde de Urgel. Tan sólo dos nobles catalanes, Ot de Monteada, padrino de Pedro, y Vidal de Vilanova, comendador de Montalbán, apoyaron la causa de los hijos de Teresa de Entenza y aconsejaron al rey Alfonso y a los propios infantes que escaparan a fin de no ser envenenados. Los infantes Pedro y Jaime así lo hicieron y se escondieron en las montañas de Jaca, en Aragón; después consiguieron el apoyo de la nobleza aragonesa y refugio en la ciudad de Zaragoza, bajo la protección del arzobispo Pedro de Luna.
Por eso la coronación de Pedro rompió con una tradición que se mantenía desde que se unieron el reino de Aragón y el principado de Cataluña. Si el cetro de Aragón se entregaba en Zaragoza, el principado de Cataluña, que correspondía al rey en su calidad de conde de Barcelona, debía ser entregado en tierras catalanas. Hasta la entronación de Pedro III, los monarcas juraban previamente en Barcelona para después ser coronados en Zaragoza. Porque si el rey recibía la corona por el simple hecho de ser el monarca de Aragón, como conde de Barcelona sólo recibía el principado si juraba lealtad a los fueros y constituciones de Cataluña y hasta entonces el juramento de los fueros se consideraba un trámite previo a cualquier entronación.