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El conde de Barcelona, príncipe de Cataluña, era tan sólo un primus inter pares para la nobleza catalana y así lo demostraba el juramento de homenaje que recibía: «Nosotros, que somos tan buenos como vos, juramos a vuestra merced, que no es mejor que nosotros, aceptaros como rey y señor soberano, siempre que respetéis todas nuestras libertades y leyes; si no, no». De ahí que, cuando Pedro III iba a ser coronado rey, la nobleza catalana se dirigiera a Zaragoza para exigirle que primero jurase en Barcelona como habían hecho sus antepasados. El rey se negó y los catalanes abandonaron la coronación. Sin embargo, el rey tenía que recibir el juramento de fidelidad de los catalanes y, a despecho de las protestas de la nobleza y las autoridades de Barcelona, Pedro el Ceremonioso decidió hacerlo en la ciudad de Lérida, donde en junio de 1336, tras jurar los Usatges y fueros catalanes, recibió el homenaje.

Aquel segundo domingo de julio de 1339, el rey Pedro visitaba por primera vez Barcelona, la ciudad que había humillado. Tres eran los acontecimientos que llevaban al rey a Barcelona: el juramento que como vasallo de la corona de Aragón debía prestarle su cuñado Jaime III, rey de Mallorca, conde del Rosellón y de la Cerdaña y señor de Montpellier; el concilio general de los prelados de la provincia tarraconense -en la que a efectos eclesiásticos se hallaba incluida Barcelona- y el traslado de los restos de la mártir santa Eulàlia desde la iglesia de Santa María a la catedral.

Los dos primeros actos se llevaron a cabo sin la presencia del pueblo llano. Jaime III solicitó expresamente que su juramento de homenaje no se celebrara delante del pueblo, sino en un lugar más íntimo, en la capilla del palacio y ante la sola presencia de un escogido grupo de nobles.

El tercer acontecimiento, no obstante, se convirtió en un espectáculo público. Nobles, eclesiásticos y el pueblo entero se volcaron, unos para ver y otros para acompañar, los más privilegiados, a su rey y a la comitiva real, que tras oír misa en la catedral se dirigirían en procesión a Santa María para, desde allí, volver a la seo con los restos de la mártir.

Todo el recorrido, desde la catedral hasta Santa María de la Mar, estaba ocupado por el pueblo, que deseaba aclamar a su rey. Santa María ya había visto cubierto su ábside, se trabajaba en las nervaduras de la segunda bóveda y todavía quedaba una pequeña parte de la iglesia románica inicial.

Santa Eulàlia sufrió martirio en época romana, en el año 303. Sus restos reposaron primero en el cementerio romano y después en la iglesia de Santa María de las Arenas, que se construyó sobre la necrópolis una vez que el edicto del emperador Constantino permitió el culto cristiano. Con la invasión árabe, los responsables de la pequeña iglesia decidieron esconder las reliquias de la mártir. En el año 801, cuando el rey francés Luis el Piadoso liberó la ciudad, el entonces obispo de Barcelona, Frodoí, decidió buscar los restos de la santa. Desde que fueron hallados, descansaban en una arqueta en Santa María.

Pese a estar cubierta de andamios y rodeada de piedras y materiales de construcción, Santa María estaba esplendorosa para la ocasión. El archidiácono de la Mar, Bernat Rosell, junto a los miembros de la junta de obras, nobles, beneficiados y demás miembros del clero, ataviados todos con sus mejores galas, esperaban a la comitiva real. El colorido de las vestiduras era espectacular. El sol de la mañana de julio se colaba a raudales a través de las bóvedas y los ventanales inacabados, haciendo refulgir los dorados y metales que vestían los privilegiados que podían esperar al rey en su interior.

También el sol brilló sobre el bruñido puñal romo de Arnau, pues junto a aquellos importantes personajes estaban los humildes bastaixos. Unos, entre los que se encontraba Arnau, ante la capilla del sacramento, su capilla; y otros, como guardianes del portal mayor, junto al portal de acceso al templo, todavía el de la vieja iglesia románica.

Los bastaixos, aquellos antiguos esclavos o macips de ribera, gozaban de innumerables privilegios por lo que hacía a Santa María de la Mar, y Arnau los había disfrutado durante los últimos cuatro años. Además de corresponderles la capilla más importante del templo y de ser los guardianes del portal mayor, las misas de sus festividades se celebraban en el altar mayor, el prohombre de más importancia de la cofradía guardaba la llave del sepulcro del Altísimo, en las procesiones del Corpus eran los encargados de portar a la Virgen y, a menor altura que a ésta, a Santa Tecla, Santa Caterina y Sant Macià, y cuando un bastaix se hallaba a las puertas de la muerte, el Sagrado Viático salía de Santa María, fuese la hora que fuese, solemnemente, por la puerta principal bajo palio.

Aquella mañana, Arnau superó junto con sus compañeros las barreras de los soldados del rey que controlaban el trayecto de la comitiva; se sabía envidiado por los numerosísimos ciudadanos que se amontonaban para ver al rey. Él, un humilde trabajador portuario, había accedido a Santa María junto a los nobles y ricos mercaderes, como uno más. Al cruzar la iglesia para llegar a la capilla del Santísimo, se topó de frente con Grau Puig, Isabel y sus tres primos, todos con vestiduras de seda, engalanados de oro, altivos. Arnau titubeó. Los cinco lo miraban. Bajó la vista al pasar junto a ellos.

– Arnau -oyó que lo llamaban justo cuando dejaba atrás a Margarida. ¿No habían tenido suficiente con arruinar la vida de su padre? ¿Serían capaces de humillarlo una vez más, ahora, junto a sus cofrades, en su iglesia?-. Arnau -volvió a oír.

Levantó la mirada y se encontró con Berenguer de Montagut; los cinco Puig estaban a menos de un paso de él.

– Excelencia -dijo el maestro dirigiéndose al archidiácono de la Mar -, os presento a Arnau… -«Estanyol», balbuceó Arnau-. Es el bastaix del que tanto os he hablado. Sólo era un niño, pero ya cargaba piedras para la Virgen.

El prelado asintió con la cabeza y ofreció su anillo a Arnau, que se inclinó para besarlo. Berenguer de Montagut le palmeó la espalda. Arnau vio cómo Grau y su familia se inclinaban ante el prelado y el maestro, pero éstos hicieron caso omiso de ellos y continuaron su camino hasta otros nobles. Arnau se irguió y, con paso firme y la vista en el deambulatorio, se alejó de los Puig y se dirigió a la capilla del Santísimo, donde se apostó junto a los demás cofrades.

El griterío de la muchedumbre anunció la llegada del rey y su comitiva. El rey Pedro III; el rey Jaime de Mallorca; la reina María, esposa de Pedro; la reina Elisenda, viuda del rey Jaime, abuelo de Pedro; los infantes Pedro, Ramón Berenguer y Jaime, los dos primeros tíos y hermano del rey el último; la reina de Mallorca, también hermana del rey Pedro; el cardenal Rodés, legado papal; el arzobispo de Tarragona; obispos; prelados; nobles y caballeros se dirigían en procesión a Santa María por la calle de la Mar. Jamás se había visto en Barcelona mayor despliegue de personalidades, de lujo y de vistosidad.

Pedro III el Ceremonioso quería impresionar al pueblo al que había tenido abandonado durante más de tres años, y lo consiguió.

Los dos reyes, el cardenal y el arzobispo andaban bajo palio, portado por diversos obispos y nobles. En el provisional altar mayor de Santa María, recibieron de la mano del archidiácono de la mar la arqueta con los restos de la mártir, bajo la atenta mirada de los presentes y el contenido nerviosismo de Arnau. El propio rey transportó la arqueta con los restos desde Santa María hasta la catedral. Salió bajo palio y volvió a la seo, donde se inhumaron en la capilla especialmente construida para ello bajo el altar mayor.

22

Después del entierro de los restos de santa Eulàlia, el rey celebró un banquete en su palacio. En la mesa real, junto a Pedro, se acomodaron el cardenal, los reyes de Mallorca, la reina de Aragón y la reina madre, los infantes de la casa real y varios prelados, hasta un total de veinticinco personas; en otras mesas, los nobles y, por primera vez en la historia de los banquetes reales, gran cantidad de caballeros. Pero no sólo el rey y sus favoritos celebraron el acontecimiento: toda Barcelona fue una fiesta durante ocho días.

A primera hora de la mañana, Arnau y Joan acudían a misa y a las solemnes procesiones que recorrían la ciudad al son del repique de campanas. Después, como todos, se perdían en las calles de la ciudad y disfrutaban de las justas y torneos en el Born, donde los nobles y caballeros demostraban sus habilidades guerreras, a pie, armados con sus grandes espadas, o a caballo, lanzándose uno contra otro a galope tendido con las lanzas apuntando al oponente. Los dos muchachos se quedaban embelesados contemplando los simulacros de combates navales. «Fuera del mar parecen mucho más grandes», le comentó Arnau a Joan señalándole los leños y las galeras que, montadas sobre carros, recorrían la ciudad y desde las que los marineros simulaban abordajes y peleas. Joan censuraba a Arnau con la mirada cuando éste apostaba algunos dineros a las cartas o a los dados, pero no tuvo inconveniente en compartir con él, sonriente, los juegos de bolos, el bòlit o la escampella, en los que el joven estudiante demostró una habilidad inusitada al bolear los palos en el primero o golpear las monedas en el segundo.

Pero lo que más le gustaba a Joan era escuchar, de boca de los muchos trovadores que habían acudido a la ciudad, las grandes gestas guerreras de los catalanes. «Ésas son las Crónicas de Jaime I», le comentó a Arnau en una ocasión, tras escuchar la historia de la conquista de Valencia. «Esa, la Crónica de Bernat Desclot», le explicó en otra, cuando el trovador puso fin a las historias guerreras del rey Pedro el Grande en su conquista de Sicilia o en la cruzada francesa contra Cataluña.

– Hoy tenemos que ir al Pla d'en Llull -le dijo Joan al terminar la procesión del día.

– ¿Por qué?

– Me he enterado de que allí hay un trovador valenciano que conoce la Crónica de Ramon Muntaner. -Arnau lo interrogó con la mirada-. Ramon Muntaner es un afamado cronista ampurda-nés que fue caudillo de los almogávares en su conquista de los ducados de Atenas y Neopatria. Hace siete años que escribió la Crónica de esas guerras y seguro que es interesante…; por lo menos será cierta.