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El Pla d'en Llull, un espacio abierto entre Santa María y el convento de Santa Clara, estaba lleno a rebosar. La gente se había sentado en el suelo y charlaba sin apartar la vista del lugar en el que debía aparecer el trovador valenciano; su fama era tal que hasta algunos nobles habían acudido a escucharlo, acompañados por esclavos cargados con sillas para toda la familia. «No están», le dijo Joan a Arnau al observar cómo su hermano buscaba con recelo entre los nobles. Arnau le había contado el encuentro con los Puig en Santa María. Consiguieron un buen sitio junto a un grupo de bastaixos que llevaba algún tiempo esperando a que empezase el espectáculo. Arnau se sentó en el suelo, no sin antes volver a mirar a las familias de los nobles, que destacaban por encima del pueblo llano.

– Deberías aprender a perdonar -le susurró Joan. Arnau se limitó a contestarle con una dura mirada-. El buen cristiano…

– Joan -lo interrumpió Arnau-, nunca. Nunca olvidaré lo que esa arpía le hizo a mi padre.

En ese momento apareció el trovador y la gente estalló en aplausos. Martí de Xàtiva, un hombre alto y delgado que se movía con agilidad y elegancia, pidió silencio con las manos.

– Os voy a contar la historia de cómo y por qué seis mil catalanes conquistaron el Oriente y vencieron a los turcos, a los bizantinos, a los alanos y a cuantos pueblos guerreros trataron de enfrentarse a ellos.

Los aplausos volvieron a escucharse en el Pla d'en Llull; Arnau y Joan se sumaron a ellos.

– Os contaré, asimismo, cómo el emperador de Bizancio asesinó a nuestro almirante Roger de Flor y a numerosos catalanes a los que había invitado a una fiesta… -Alguien gritó: «¡Traidor!», logrando que el público prorrumpiese en insultos-. Os contaré, finalmente, cómo los catalanes se vengaron de la muerte de su caudillo y arrasaron el Oriente sembrando la muerte y la destrucción. Ésta es la historia de la compañía de los almogávares catalanes, que en el año 1305 embarcaron al mando del almirante Roger de Flor…

El valenciano sabía cómo captar la atención de su público. Gesticulaba, actuaba y se acompañaba de dos ayudantes que, tras él, representaban las escenas que narraba. También obligaba a actuar al público.

– Ahora volveré a hablar del César -dijo al empezar el capítulo de la muerte de Roger de Flor-, quien acompañado de trescientos hombres a caballo y mil de a pie acudió a Andrinópolis invitado por por Miqueli, hijo del emperador, a una fiesta en su honor. -Entonces el trovador se dirigió a uno de los nobles mejor vestidos y le pidió que saliera al escenario para representar el papel de Roger de Flor. «Si comprometes al público -le había explicado su maestro-, sobre todo si son nobles, te pagarán más dineros.» Frente a la gente, Roger de Flor fue adulado por los ayudantes durante los seis días que duró su estancia en Andrinópolis, y al séptimo, xor Miqueli hizo llamar a Girgan, jefe de los alanos, y a Melic, jefe de los turcópolos, con ocho mil hombres a caballo.

El valenciano se movió inquieto por el escenario. La gente empezó a gritar de nuevo, algunos se levantaron y sólo sus acompañantes les impidieron acudir a defender a Roger de Flor. El propio trovador asesinó a Roger de Flor y el noble se dejó caer al suelo. La gente empezó a clamar venganza por la traición al almirante catalán. Joan aprovechó para observar a Arnau, que, quieto, tenía la mirada fija en el noble caído. Los ocho mil alanos y turcópolos asesinaron a los mil trescientos catalanes que habían acompañado a Roger de Flor. Los ayudantes se mataron repetidamente entre sí.

– Sólo se libraron tres -continuó el trovador levantando la voz-. Ramon de Arquer, caballero de Castelló d'Empúries, Ramon de Tous…

La historia prosiguió con la venganza de los catalanes y la destrucción de la Tracia, de Calcidia, de Macedònia y de Tesalia. Los ciudadanos de Barcelona se felicitaban cada vez que el trovador mencionaba alguno de aquellos lugares. «¡Que la venganza de los catalanes te aflija!», gritaban una y otra vez. Todos habían participado de las conquistas de los almogávares cuando éstos llegaron al ducado de Atenas. También allí vencieron tras dar muerte a más de veinte mil hombres y nombrar capitán a Roger des Laur, cantó el trovador, y le dieron por mujer a la que fue del señor de la Sola, junto al castillo de la Sola. El valenciano buscó a otro noble, lo invitó al escenario y le concedió una mujer, la primera que encontró entre el público, a la que acompañó hasta el nuevo capitán.

– Y así -dijo el trovador con el noble y la mujer cogidos de la mano-, se repartieron la ciudad de Tebas y todas las villas y los castillos del ducado, y dieron a todas las mujeres por esposas a los de la compañía de almogávares, a cada uno según cuan buen hombre fuera.

Mientras el trovador cantaba la Crónica de Muntaner, sus ayudantes elegían hombres y mujeres del público y los colocaban en dos filas enfrentadas. Muchos querían ser seleccionados: estaban en el ducado de Atenas, ellos eran los catalanes que habían vengado la muerte de Roger de Flor. El grupo de bastaixos llamó la atención de los ayudantes. El único soltero era Arnau y sus compañeros lo levantaron y lo señalaron como candidato a disfrutar de la fiesta. Los ayudantes lo eligieron para alegría de sus compañeros, que rompieron a aplaudir. Arnau salió al escenario. Cuando el joven se colocó en la fila de los almogávares, una mujer se levantó de entre el público clavando sus inmensos ojos castaños en el joven bastaix. Los ayudantes la vieron. Nadie podía dejar de verla, bella y joven como era y exigiendo altivamente que la eligieran. Cuando los ayudantes se dirigieron a ella, un anciano malhumorado la agarró del brazo e intentó sentarla de nuevo, lo que despertó la risa entre la gente. La muchacha aguantó los tirones del viejo. Los ayudantes miraron al trovador y éste los azuzó con un gesto; no te preocupe humillar a alguien, le habían enseñado, si con ello te ganas a la mayoría, y la mayoría se reía del anciano, que, ya en pie, luchaba con la joven.

– Es mi esposa -le recriminó a uno de los ayudantes mientras forcejeaba con él.

– Los vencidos no tienen esposas -contestó el trovador desde lejos-.Todas las mujeres del ducado de Atenas son para los catalanes.

El anciano titubeó, momento que los ayudantes aprovecharon para arrebatarle a la muchacha y colocarla en la fila de las mujeres entre los vítores de la gente.

Mientras el trovador seguía con su representación, entregaba las atenienses a los almogávares y levantaba gritos de alegría con cada nuevo matrimonio, Arnau y Aledis se miraban a los ojos. «¿Cuánto tiempo ha transcurrido, Arnau? -le preguntaron aquellos ojos castaños-. ¿Cuatro años?» Arnau miró a los bastaixos, que le sonreían y animaban; evitó, sin embargo, enfrentarse a Joan. «Mírame, Arnau.» Aledis no había abierto la boca pero su exigencia llegó a él clamorosamente. Arnau se perdió en los ojos de ella. El valenciano tomó la mano de la muchacha y la hizo atravesar el espacio que separaba las filas. Levantó la mano de Arnau y apoyó la de Aledis sobre la del bastaix.

Un nuevo clamor se elevó. Todas las parejas estaban en fila, encabezadas por Arnau y Aledis y encaradas hacia el público. La joven sintió que todo su cuerpo temblaba y apretó suavemente la mano de Arnau mientras el bastaix observaba de reojo al anciano, que, de pie entre la gente, lo atravesaba con la mirada.

– Así ordenaron su vida los almogávares -siguió cantando el trovador señalando a las parejas-. Se establecieron en el ducado de Atenas y allí, en el lejano Oriente, siguen viviendo para grandeza de Cataluña.

El Pla d'en Llull se levantó en aplausos. Aledis llamó la atención de Arnau apretándole la mano. Ambos se miraron. «Tómame, Arnau», le rogaron los ojos castaños. De repente, Arnau notó la mano vacía. Aledis había desaparecido; el viejo la había agarrado por el cabello y tiraba de ella, entre las chanzas del público, en dirección a Santa María.

– Unas monedas, señor -le pidió el trovador acercándosele.

El viejo escupió y siguió tirando de Aledis.

– ¡Ramera! ¿Por qué lo has hecho?

El viejo maestro curtidor aún tenía fuerza en los brazos, pero Aledis no sintió la bofetada.

– No…, no lo sé. La gente, los gritos; de repente me he sentido en el Oriente… ¿Cómo iba a dejar que lo entregasen a otra?

– ¿En el Oriente? ¡Puta!

El curtidor agarró una tira de cuero y Aledis olvidó a Arnau.

– Por favor, Pau. Por favor. No sé por qué lo he hecho. Te lo juro. Perdóname. Te lo ruego, perdóname. -Aledis se hincó de rodillas frente a su marido y bajó la cabeza. La tira de cuero tembló en la mano del anciano.

– Permanecerás en esta casa, sin salir de ella hasta que yo te lo diga -cedió el hombre.

Aledis no dijo nada más ni se movió hasta que escuchó el ruido de la puerta que daba a la calle.

Hacía cuatro años que su padre la había entregado en matrimonio. Sin dote alguna, aquél fue el mejor partido que Gastó pudo conseguir para su hija: un viejo maestro curtidor, viudo y sin hijos. «Algún día heredarás», le dijo por toda explicación. No añadió que entonces él, Gastó Segura, ocuparía el lugar del maestro y se haría con el negocio, pero en su opinión las hijas no necesitaban conocer aquellos detalles.

El día de la boda, el viejo no esperó a que terminase la fiesta para llevar a su joven esposa al dormitorio. Aledis se dejó desnudar por unas manos temblorosas y se dejó besar los pechos por una boca que babeaba La primera vez que el anciano la tocó, la piel de Aledis se encogió al contacto de aquellas manos callosas y ásperas. Después, Pau la llevó a la cama y se tumbó sobre ella todavía vestido, babeando, temblando, jadeando. El viejo la sobó y mordisqueó sus pechos. Le pellizcó la entrepierna. Después, sobre ella, aún vestido, empezó a jadear más rápido y a moverse hasta que un suspiro lo llevó a la quietud y al sueño.

A la mañana siguiente, Aledis perdió su virginidad bajo la liviandad de un cuerpo frágil y debilitado que la acometía con torpeza. Se preguntó si llegaría a sentir algo que no fuera asco.

Aledis observaba a los jóvenes aprendices de su marido cada vez que por una u otra razón tenía que bajar al taller. ¿Por qué no la miraban? Ella sí los veía. Sus ojos seguían los músculos de aquellos muchachos y se recreaban en las perlas de sudor que les nacían en la frente, les recorrían el rostro, les caían por el cuello y se alojaban en sus torsos, fuertes y poderosos. El deseo de Aledis bailaba al son de la danza que marcaba el constante movimiento de sus brazos mientras curtían la piel, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez… Pero las órdenes de su marido habían sido claras: «Diez azotes para quien mire a mi mujer por primera vez, veinte la segunda, el hambre la tercera».Y Aledis seguía, noche tras noche, preguntándose dónde estaba el placer del que le habían hablado, aquel que reclamaba su juventud, aquel que jamás podría proporcionarle el decrépito marido al que la habían entregado. Unas noches el viejo maestro la arañaba con sus manos rasposas, otras la obligaba a masturbarle y otras, apremiándola para que estuviera dispuesta antes de que la debilidad se lo impidiera, la penetraba. Después siempre caía dormido. Una de esas noches, Aledis se levantó en silencio, procurando no despertarlo, pero el viejo ni siquiera cambió de postura.