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Bajó al taller. Las mesas de trabajo, recortadas en la penumbra, la atrajeron y se paseó entre ellas deslizando los dedos de una mano por los tableros pulidos. ¿No me deseáis? ¿No os gusto? Aledis estaba soñando con los aprendices, pasando entre sus mesas, acariciándose los pechos y las caderas, cuando un tenue resplandor en la pared de una esquina del taller llamó su atención. Un pequeño nudo de uno de los tablones que separaban el taller del dormitorio de los aprendices había caído. Aledis miró por él. La muchacha se separó del agujero. Temblaba.Volvió a arrimar el ojo al agujero. ¡Estaban desnudos! Por un momento temió que su respiración pudiera delatarla. ¡Uno de ellos se estaba tocando tumbado en el jergón!

– ¿En quién piensas? -preguntó el más cercano a la pared en la que se encontraba Aledis-. ¿En la mujer del maestro?

El otro no le contestó y siguió friccionando su pene una y otra vez, una y otra vez… Aledis sudaba. Sin darse cuenta deslizó una mano hasta su entrepierna y, mirando al muchacho que pensaba en ella, aprendió a proporcionarse placer. Estalló antes incluso que el joven aprendiz y se dejó caer al suelo, la espalda apoyada en la pared.

A la mañana siguiente, Aledis pasó por delante de la mesa del aprendiz emanando deseo. Inconscientemente, Aledis se quedó parada delante de la mesa. Al final, el joven levantó la mirada un instante. Ella supo que el chico se había tocado pensando en ella y sonrió.

Por la tarde, Aledis fue llamada al taller. El maestro la esperaba detrás del aprendiz.

– Querida -le dijo cuando llegó a su altura-, ya sabes que no me gusta que nadie distraiga a mis aprendices.

Aledis miró la espalda del muchacho. Diez finas líneas de sangre la cruzaban. No contestó. Esa noche no bajó al taller, tampoco la siguiente ni la otra, pero después sí lo hizo, noche tras noche, para acariciarse el cuerpo con las manos de Arnau. Estaba solo. Se lo habían dicho sus ojos. ¡Tenía que ser suyo!

23

Barcelona todavía estaba de fiesta.

Era una casa humilde, como todas las de los bastaixos por más que aquélla fuera la de Bartolomé, uno de los prohombres de la cofradía. Como la mayoría de las viviendas de los bastaixos, estaba engastada en las estrechas callejuelas que llevaban desde Santa María, el Born o el Pla d'en Llull a la playa. La planta baja, donde se encontraba el hogar, era de ladrillo de adobe, y la planta superior, construida posteriormente, de madera. Arnau no dejaba de tragar saliva ante la comida que preparaba la mujer de Bartolomé: pan blanco de trigo candeal; carne de ternera con verduras, fritas con tocino delante de los comensales en una gran paella sobre el hogar ¡y especiada con pimienta, canela y azafrán!; vino mezclado con miel; quesos y tortas dulces.

– ¿Qué celebramos? -preguntó sentado a la mesa, con Joan enfrente de él, Bartolomé a su izquierda y el padre Albert a la derecha.

– Ya te enterarás -le contestó el cura. Arnau se volvió hacia Joan, pero éste se limitó a callar. -Ya te enterarás -insistió Bartolomé-; ahora come. Arnau se encogió de hombros mientras la hija mayor de Bartolomé le acercaba una escudilla llena de carne y media hogaza de pan.

– Mi hija Maria -le dijo Bartolomé.

Arnau movió la cabeza, con la atención fija en la escudilla.

Cuando los cuatro hombres estuvieron servidos y el sacerdote hubo bendecido la mesa, empezaron a dar cuenta de la comida, en silencio. La mujer de Bartolomé, su hija y cuatro chiquillos más lo hicieron en el suelo, repartidos por la estancia, pero sólo comían la consabida olla.

Arnau paladeó la carne con verduras. ¡Qué sabores tan extraños! Pimienta, canela y azafrán; eso era lo que comían los nobles y ricos mercaderes. «Cuando los barqueros descargamos alguna de estas especias -le habían explicado un día en la playa- rezamos. Si se nos cayesen al agua o se estropeasen no tendríamos dinero para pagar su valor; cárcel segura.» Arrancó un pedazo de pan y se lo llevó a la boca; después cogió el vaso de vino con miel… Pero ¿por qué lo miraban? Los tres lo estaban observando, estaba seguro, aunque intentaban disimularlo. Vio que Joan no levantaba la vista de la comida. Arnau volvió a concentrarse en la carne; una, dos, tres cucharadas y de golpe alzó la mirada: Joan y el padre Albert gesticulaban.

– Bien, ¿qué ocurre? -Arnau dejó la cuchara sobre la mesa.

Bartolomé torció el gesto. «¿Qué le vamos a hacer?», pareció decir a los demás.

– Tu hermano ha decidido tomar los hábitos y entrar en la orden de los franciscanos -dijo entonces el padre Albert.

– O sea que era eso. -Arnau cogió el vaso de vino y volviéndose hacia Joan lo levantó con una sonrisa en la boca-. ¡Felicidades!

Pero Joan no brindó con él. Tampoco lo hicieron Bartolomé y el cura. Arnau se quedó con el vaso en alto. ¿Qué sucedía? Salvo los cuatro pequeños, que ajenos a todo seguían comiendo, los demás estaban pendientes de él.

Arnau dejó el vaso sobre la mesa.

– ¿Y? -preguntó directamente a su hermano.

– Que no puedo hacerlo. -Arnau torció el gesto-. No quiero dejarte solo. Únicamente tomaré los hábitos cuando vea que estás junto a… una buena mujer, la futura madre de tus hijos.

Joan acompañó sus palabras con una furtiva mirada hacia la hija de Bartolomé, que escondió el rostro.

Arnau suspiró.

– Debes casarte y formar una familia -intervino entonces el padre Albert.

– No puedes quedarte solo -le repitió Joan. -Me sentiría muy honrado si aceptases a mi hija Maria como esposa -intervino Bartolomé mirando a la joven, que buscaba el amparo de su madre-. Eres un hombre bueno y trabajador, sano y devoto.Te ofrezco una buena mujer a la que dotaría lo suficiente para que pudieseis optar a una vivienda propia; además, ya sabes que la cofradía da más dinero a los miembros casados.

Arnau no se atrevió a seguir la mirada de Bartolomé.

– Hemos buscado mucho y creemos que Maria es la persona indicada para ti -añadió el cura. Arnau miró al sacerdote.

– Todo buen cristiano debe casarse y traer hijos al mundo- le indicó Joan.

Arnau volvió el rostro hacia su hermano, pero aún no había acabado éste de hablar cuando una voz a su izquierda reclamó su atención.

– No lo pienses más, hijo -le aconsejó Bartolomé.

– No tomaré los hábitos si no te casas -reiteró Joan.

– Nos harías muy feliz a todos si te convirtieras en un hombre casado -dijo el cura.

– La cofradía no vería con buenos ojos que te negaras a contraer matrimonio y que a causa de ello tu hermano no siguiese el camino de la Iglesia.

Nadie dijo nada más. Arnau frunció los labios. ¡La cofradía! Ya no tenía excusa.

– ¿Y bien, hermano? -le preguntó Joan.

Arnau se volvió hacia Joan y se encontró por primera vez con una persona distinta de la que conocía: un hombre que lo interrogaba con seriedad. ¿Cómo no se había dado cuenta? Se había quedado anclado en su sonrisa, en el chiquillo que le había mostrado la ciudad, aquel al que le colgaban las piernas de un cajón mientras el brazo de su madre le acariciaba el cabello. ¡Qué poco habían hablado durante los últimos cuatro años! Siempre trabajando, descargando barcos, volviendo a casa al anochecer, destrozado, sin ganas de hablar, con el deber cumplido. Ciertamente, ya no era el pequeño Joanet.

– ¿De verdad dejarías de tomar los hábitos por mí?

De repente estaban los dos solos.

– Sí.

Solos, Joan y él.

– Hemos trabajado mucho por eso.

– Sí.

Arnau se llevó la mano al mentón y pensó durante unos instantes. La cofradía. Bartolomé era uno de sus prohombres, ¿qué dirían sus compañeros? No podía fallarle a Joan, no después de tanto esfuerzo. Y además, si Joan se iba, ¿qué haría él? Se volvió hacia Maria.

Bartolomé la llamó con un gesto y la muchacha se acercó tímidamente.

Arnau vio a una joven sencilla, con el cabello rizado y expresión bondadosa.

– Tiene quince años -oyó que le decía Bartolomé cuando María se paró junto a la mesa. Observada por los cuatro, juntó las manos en el regazo y bajó la vista al suelo-. ¡Maria! -la llamó su padre.

La muchacha alzó el rostro hacia Arnau, sonrojada, apretando las manos.

En esta ocasión fue Arnau el que desvió la vista. Bartolomé se intranquilizó al ver cómo éste apartaba la mirada. La joven suspiró. ¿Lloraba? Él no había querido ofenderla.

– De acuerdo -afirmó.

Joan alzó su vaso, al que rápidamente se sumaron los de Bartolomé y el cura. Arnau cogió el suyo.

– Me haces muy feliz -le dijo Joan.

– ¡Por los novios! -exclamó Bartolomé.

¡Ciento sesenta días al año! Por prescripción de la Iglesia, los cristianos tenían que guardar abstinencia ciento sesenta días al año, y todos y cada uno de esos días Aledis, como todas las mujeres de Barcelona, bajaba hasta la playa, junto a Santa María, para comprar pescado en alguna de las dos pescaderías de la ciudad condaclass="underline" la vieja o la nueva.

¿Dónde estás? En cuanto veía algún barco, Aledis miraba hacia la orilla, donde los barqueros recogían o descargaban las mercaderías. ¿Dónde estás, Arnau? Algún día lo había visto, con los músculos en tensión, como si quisieran romper la piel que los cubría. ¡Dios! Entonces Aledis se estremecía y empezaba a contar las horas que restaban para el anochecer, cuando su esposo se dormiría y ella bajaría al taller para estar con él, fresco su recuerdo. A fuerza de abstinencias, Aledis llegó a conocer la rutina de los bas-taixos: cuando no descargaban algún barco transportaban piedras a Santa María y, tras el primer viaje, la fila de bastaixos se rompía y cada cual hacía el camino por su cuenta, sin esperar a los demás. Aquella mañana Arnau volvía a por otra piedra. Solo. Era verano y andaba balanceando la capçana en una mano. ¡Con el torso desnudo! Aledis lo vio pasar por delante de la pescadería. El sol se reflejaba en el sudor que cubría todo su cuerpo, y sonreía, sonreía a quienquiera que se cruzase con él. Aledis se separó de la cola. ¡Arnau! El grito pugnaba por escapársele de los labios. ¡Arnau! No podía. Las mujeres de la cola la miraban. La vieja que esperaba turno detrás de ella señaló el espacio que quedaba entre Aledis y la mujer de delante; Aledis le indicó que pasara. ¿Cómo distraer la atención de todas aquellas curiosas? Simuló una arcada. Alguien se adelantó para ayudarla, pero Aledis la rechazó; entonces sonrieron. Otra arcada y salió corriendo mientras algunas embarazadas gesticulaban entre ellas.