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Arnau iba a Montjuïc, a la cantera real, por la playa. ¿Cómo podía alcanzarlo? Aledis corrió por la calle de la Mar hasta la plaza del Blat y desde allí, girando a la izquierda por debajo del antiguo portal de la muralla romana, junto al palacio del veguer, todo recto hasta la calle de la Boquería y el portal del mismo nombre. Tenía que alcanzarlo. La gente la miraba; ¿la reconocería alguien? ¡Qué más daba! Arnau iba solo. La muchacha cruzó el portal de la Boquería y voló por el camino que llevaba hasta Montjuïc. Tenía que estar por allí…

– ¡Arnau! -Esta vez sí gritó.

Arnau se paró a mitad de subida de la cantera y se volvió hacia la mujer que corría hacia él.

– ¡Aledis! ¿Qué haces aquí?

Aledis tomó aire. ¿Qué decirle ahora?

– ¿Pasa algo, Aledis?

¿Qué decirle?

Se dobló por la cintura, agarrándose el estómago, y simuló otra arcada. ¿Por qué no? Arnau se acercó a ella y la cogió por los brazos. El simple contacto hizo temblar a la muchacha.

– ¿Qué te pasa?

¡Qué manos! La cogían con fuerza, abarcando todo su antebrazo. Aledis alzó el rostro, se encontró con el pecho de Arnau, todavía sudoroso, y aspiró su aroma.

– ¿Qué te pasa? -repitió Arnau intentando que se irguiese.

Aledis aprovechó el momento y se abrazó a él.

– ¡Dios! -susurró.

Escondió la cabeza en su cuello y empezó a besarle y a lamerle el sudor.

– ¿Qué haces?

Arnau intentó apartarla pero la muchacha se aferraba a él.

Unas voces que surgían de un recodo del camino sobresaltaron a Arnau. ¡Los bastaixosl ¿Cómo podría explicar…? Quizá el mismo Bartolomé. Si lo encontraban allí, con Aledis abrazada a él, besándolo… ¡Lo expulsarían de la cofradía! Arnau levantó a Aledis por la cintura y salió del camino para esconderse tras unos matorrales; allí le tapó la boca con la mano.

Las voces se acercaron y pasaron de largo, pero Arnau no les prestó atención. Estaba sentado en el suelo, con Aledis sobre él; la agarraba de la cintura con una mano y con la otra le tapaba la boca. La muchacha lo miraba. ¡Aquellos ojos castaños! De repente Arnau se dio cuenta de que la tenía abrazada. Su mano apretaba el estómago de Aledis, y sus pechos…, sus pechos jadeaban contra él, moviéndose convulsos. ¿Cuántas noches había soñado con abrazarla? ¿Cuántas noches había fantaseado con su cuerpo? Aledis no forcejeaba; se limitaba a mirarlo, traspasándolo con sus grandes ojos castaños.

Le destapó la boca.

– Te necesito -oyó que le susurraban sus labios. Después, aquellos labios se acercaron a los suyos y lo dulces, suaves, anhelantes.

¡Su sabor! Arnau se estremeció.

Aledis temblaba.

Su sabor, su cuerpo…, su deseo.

Ninguno de los dos pronunció más palabras.

Aquella noche, Aledis no bajó a espiar a los aprendices.

24

Hacía algo más de dos meses que Maria y Arnau habían contraído matrimonio en Santa María de la Mar, en una celebración oficiada por el padre Albert y en presencia de todos los miembros de la cofradía, de Pere y Mariona, y de Joan, ya tonsurado y vestido con el hábito de los franciscanos. Con la garantía del aumento de salario que correspondía a los cofrades casados, escogieron una casa frente a la playa y la amueblaron con la ayuda de la familia de Maria y de todos cuantos quisieron colaborar con la joven pareja, que fueron muchos. Él no tuvo que hacer nada. La casa, los muebles, las escudillas, la ropa, la comida, todo apareció de la mano de Maria y su madre, que insistían en que él descansara. La primera noche, Maria se entregó a su marido, sin voluptuosidad pero sin reparos. A la mañana siguiente, cuando Arnau despertó, al alba, el desayuno estaba preparado: huevos, leche, salazón, pan. Al mediodía se repitió la escena, y por la noche, y al día siguiente, y al siguiente; Maria siempre tenía dispuesta la comida para Arnau. Lo descalzaba. Lo lavaba y le curaba con delicadeza las llagas y las heridas. Maria siempre estaba dispuesta en el lecho. Día tras día, Arnau encontraba cuanto podía desear un hombre: comida, limpieza, obediencia, atención y el cuerpo de una mujer joven y bonita. Sí, Arnau. No, Arnau. Maria nunca discutía con Arnau. Si él quería una vela, Maria dejaba cuanto estuviese haciendo para dársela. Si Arnau renegaba ella se precipitaba sobre él. Cuando él respiraba Maria corría a traerle el aire.

Diluviaba. Oscureció repentinamente y la tormenta provocaba unos fogonazos que atravesaban con violencia las nubes negras e iluminaban el mar. Arnau y Bartolomé, empapados, se encontraron en la playa. Todos los barcos habían abandonado el peligroso puerto de Barcelona para buscar refugio en Salou. La cantera real estaba cerrada. Aquel día los bastaixos no tenían trabajo.

– ¿Cómo te va, hijo? -le preguntó Bartolomé a su yerno.

– Bien. Muy bien…, pero…

– ¿Hay algún problema?

– Es sólo que… No estoy acostumbrado a que me traten tan bien como lo hace Maria.

– Para eso la hemos educado -adujo Bartolomé con satisfacción.

– Es demasiado…

– Ya te dije que no te arrepentirías de casarte con ella. -Bartolomé miró a Arnau-.Ya te acostumbrarás. Disfruta de tu mujer.

En ésas estaban cuando llegaron a la calle de las Dames, un pequeño callejón que desembocaba en la misma playa. En él, más de una veintena de mujeres, jóvenes y ancianas, guapas y feas, sanas y enfermas, todas pobres, paseaban bajo la lluvia.

– ¿Las ves? -intervino Bartolomé señalando a las mujeres-. ¿Sabes qué esperan? -Arnau negó con la cabeza-. En días de temporal como hoy, cuando los pilotos solteros de los pesqueros han agotado todos sus recursos marineros, cuando se han encomendado a todos los santos y vírgenes y sin embargo no han logrado capear el temporal, sólo les queda un recurso. Las tripulaciones lo saben y se lo exigen. Llegado ese momento, el piloto jura ante Dios en voz alta y en presencia de su tripulación, que si logra hacer arribar sanos y salvos a puerto a su pesquero y a sus hombres contraerá matrimonio con la primera mujer que vea nada más pisar tierra. ¿Entiendes, Arnau? -Arnau se fijó de nuevo en la veintena de mujeres que se movían inquietas calle arriba, calle abajo, mirando el horizonte-. Las mujeres han nacido para eso, para contraer matrimonio, para servir al hombre. Así hemos educado a Maria y así te la entregué.

Los días transcurrían y Maria seguía volcada en Arnau, pero él sólo pensaba en Aledis.

– Esas piedras te destrozarán la espalda -comentó Maria mientras daba un masaje, ayudada con un ungüento, en la herida que Arnau mostraba a la altura del omóplato.

Arnau no contestó.

– Esta noche te revisaré la capçana. No puede ser que las piedras te hagan cortes como éstos.

Arnau no contestó. Había llegado a casa cuando ya había anochecido. Maria lo descalzó, le sirvió un vaso de vino y lo obligó a sentarse para darle un masaje en la espalda, como durante toda su infancia había visto hacer a su madre con su padre. Arnau la dejó hacer, como siempre. Ahora la escuchaba en silencio. Nada tenía que ver esa herida con las piedras de la Virgen, ni con la capçana. Estaba limpiando y curando la herida de la vergüenza, el arañazo de otra mujer a la que Arnau no era capaz de renunciar.

– Esas piedras os destrozarán la espalda a todos -repitió su esposa.

Arnau bebió un trago de vino mientras notaba cómo las manos de Maria recorrían su espalda con delicadeza.

Desde que su marido la llamó al taller para mostrarle las heridas del aprendiz que había osado mirarla, Aledis se limitaba a espiar a los jóvenes del taller. Descubrió que en numerosas ocasiones acudían por la noche al huerto, donde se encontraban con mujeres aue saltaban la tapia para reunirse con ellos. Los muchachos tenían acceso al material, las herramientas y los conocimientos necesarios para fabricar una especie de capuchones de finísimo cuero que debidamente engrasados se acoplaban al pene antes de fornicar con la mujer. La certeza de que no iban a quedarse embarazadas, junto a la juventud de los amantes y la oscuridad de la noche, eran una tentación irrefrenable para muchas mujeres que deseaban una aventura anónima.Aledis no tuvo dificultades para colarse en el dormitorio de los aprendices y hacerse con algunos de aquellos capuchones; la ausencia de riesgo en sus relaciones con Arnau dio rienda suelta a su lujuria.

Aledis dijo que con aquellos capuchones no tendrían hijos y Arnau miraba cómo lo deslizaba a lo largo de su pene. ¿Sería la grasa que después le quedaba en el miembro? ¿Sería un castigo por oponerse a los designios de la naturaleza divina? Maria no quedaba encinta. Era una muchacha fuerte y sana. ¿Qué razón que no fueran los pecados de Arnau podía impedir que quedara encinta? ¿Qué otro motivo podía llevar al Señor a no premiarle con el deseado vastago? Bartolomé necesitaba un nieto. El padre Albert y Joan querían ver a Arnau convertido en padre. La cofradía entera estaba pendiente del momento en que los jóvenes cónyuges anunciaran la buena nueva; los hombres bromeaban con Arnau y las mujeres de los bastaixos visitaban a Maria para aconsejarla y cantarle las excelencias de la vida familiar.