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Arnau también deseaba tener un hijo.

– No quiero que me pongas eso -se opuso en una de las ocasiones en que Aledis lo asaltó camino de la cantera.

Aledis no se arredró.

– No pienso perderte -le dijo-. Antes de que eso suceda abandonaré al viejo y te reclamaré. Todo el mundo sabrá lo que ha habido entre nosotros, caerás en desgracia, te expulsarán de la cofradía y probablemente de la ciudad y entonces sólo me tendrás a mí; sólo yo estaré dispuesta a seguirte. No entiendo mi vida sin ti, sentenciada de por vida como lo estoy a permanecer al lado de un viejo obseso e incapaz.

– ¿Arruinarías mi vida? ¿Por qué me harías eso?

– Porque sé que en el fondo me quieres -respondió Aledis con resolución-. En realidad, sólo te estaría ayudando a dar un paso que no te atreves a dar.

Ocultos entre los matorrales de la ladera de la montaña de Montjuïc, Aledis deslizó el capuchón por el miembro de su amante. Arnau la miró hacer. ¿Eran ciertas sus palabras? ¿Era cierto que en el fondo deseaba vivir con Aledis, abandonar a su esposa y cuanto tenía para fugarse con ella? Si por lo menos su miembro no se mostrase tan dispuesto… ¿Qué tenía aquella mujer que era capaz de anular su voluntad? Arnau estuvo tentado de contarle la historia de la madre de Joan; la posibilidad de que, si revelaba sus relaciones, fuese el viejo quien la reclamase a ella y la emparedara de por vida, pero en lugar de eso montó sobre ella… una vez mas. Aledis jadeó al ritmo de los empellones de Arnau. El bastaix sin embargo, sólo podía oír sus miedos: Maria, su trabajo, la cofradía, Joan, la deshonra, Maria, su Virgen, Maria, su Virgen…

25

Desde su trono, el rey Pedro levantó una mano. Flanqueado por su tío y su hermano, los infantes don Pedro y don Jaime, de pie a su derecha, y por el conde de Terranova y el padre Ot de Monteada por la izquierda, el rey esperó a que los demás miembros del consejo guardasen silencio. Se hallaban en el palacio real de Valencia, donde habían recibido a Pere Ramon de Codoler, mayordomo y mensajero del rey Jaime de Mallorca. Según el señor de Codoler, el rey de Mallorca, conde del Rosellón y de la Cerdaña y señor de Montpellier, había decidido declarar la guerra a Francia por las constantes afrentas que los franceses inferían a su señorío y, como vasallo de Pedro, lo requería para que el día 21 de abril del siguiente año de 1341, su señor estuviese en Perpiñán, al mando de los ejércitos catalanes, para ayudarlo y defenderlo en la guerra contra Francia.

Durante toda aquella mañana, el rey Pedro y sus consejeros estudiaron la solicitud de su vasallo. Si no acudían en ayuda del de Mallorca, éste negaría su vasallaje y quedaría en libertad, pero si lo hacían -todos estaban de acuerdo- caerían en una trampa: en cuanto los ejércitos catalanes entrasen en Perpiñán, Jaime se aliaría con el rey de Francia en su contra.

Cuando se hizo el silencio, el rey habló: -Todos vosotros habéis estado pensando sobre este hecho, tratando de encontrar la manera de poder negar al rey de Mallorca el requerimiento que nos ha hecho. Creo que la hemos encontrado: vayamos a Barcelona y convoquemos Cortes y, una vez convocadas, requiramos al rey de Mallorca para que el día 25 de marzo esté en Barcelona para las dichas Cortes, como es su obligación. ¿Y qué puede suceder? Que él esté, o no. Si está, habrá hecho lo que le corresponde, y, en ese caso, nosotros, asimismo, cumpliremos con lo que nos pida… -Algunos consejeros se movieron inquietos; si el rey de Mallorca acudía a Cortes entrarían en guerra contra Francia, ¡al mismo tiempo que contra Genova! Alguien incluso se atrevió a negar en voz alta, pero Pedro le pidió tranquilidad con una mano y sonrió antes de proseguir, alzando la voz-:Y buscaremos el consejo de nuestros vasallos, que decidirán lo mejor que debemos hacer. -Algunos consejeros se sumaron a la sonrisa del rey, otros asintieron con la cabeza. Las Cortes eran competentes en materia de política catalana y podían decidir si iniciar o no una guerra. No sería el rey, pues, quien negaría ayuda a su vasallo, serían las Cortes de Cataluña-.Y si no viene -continuó Pedro-, habrá roto el vasallaje, y en dicho caso, no estaremos obligados a ayudarle ni a mezclarnos en guerra por él, contra el rey de Francia.

Barcelona, 1341

Nobles, eclesiásticos y representantes de las ciudades libres del principado, los tres brazos que componían las Cortes, se habían congregado en la ciudad condal, llenando sus calles de color y adornándola de sedas de Almería, de Barbaria, de Alejandría o de Damasco; de lana de Inglaterra o de Bruselas, de Flandes o de Malinas; de Orlanda o de la fantástica ropa de lino negro de Bisso, todos adornados con brocados de hilos de oro o plata formando preciosos dibujos.

Sin embargo Jaime de Mallorca aún no había llegado a la capital del principado. Desde hacía algunos días, barqueros, bastaixos y demás trabajadores portuarios se preparaban, tras ser advertidos por el veguer, para el supuesto de que el rey de Mallorca decidiese acudir a Cortes. El puerto de Barcelona no estaba preparado para el desembarco de grandes personajes, quienes no iban a ir en volandas desde los humildes leños de los barqueros, como lo hacían los mercaderes para no mojarse las vestiduras. Por ello, cuando algún personaje arribaba a Barcelona, los barqueros afianzaban sus leños, uno contra el otro, desde la orilla hasta bien entrado el mar, y sobre ellos construían un puente para que reyes y príncipes accediesen a la playa de Barcelona con la solemnidad que correspondía.

Los bastaixos, Arnau entre ellos, transportaron a la playa los tablones necesarios para construir el puente y, como muchos de los ciudadanos que se acercaban a la playa, como muchos de los nobles de Cortes que también lo hacían, oteaban el horizonte en busca de las galeras del señor de Mallorca. Las Cortes de Barcelona se habían convertido en el objeto de todas las conversaciones; la solicitud de ayuda del rey de Mallorca y la estratagema del rey Pedro estaban ya en boca de todos los barceloneses.

– Es de suponer -le comentó un día Arnau al padre Albert, mientras despabilaba las velas de la capilla del Santísimo- que si toda la ciudad sabe lo que piensa hacer el rey Pedro, también lo sepa el rey Jaime; ¿por qué esperarle entonces?

– Por eso no vendrá -le contestó el cura sin dejar de trajinar en la capilla.

– ¿Entonces?

Arnau miró al cura, que se detuvo e hizo un gesto de preocupación.

– Mucho me temo que Cataluña entrará en guerra contra Mallorca.

– ¿Otra guerra?

– Sí. Es bien sabida la obsesión del rey Pedro por reunificar los antiguos reinos catalanes que Jaime I el Conquistador dividió entre sus herederos. Desde entonces los reyes de Mallorca no han hecho más que traicionar a los catalanes; no hace más de cincuenta años que Pedro el Grande tuvo que vencer a franceses y mallorquines en el desfiladero de Panissars. Después conquistó Mallorca, el Rosellón y la Cerdaña, pero el Papa lo obligó a devolvérselas a Jaime II. -El cura se volvió hacia Arnau-. Habrá guerra, Arnau, no sé cuándo ni por qué, pero habrá guerra.

Jaime de Mallorca no acudió a Cortes. El rey le concedió un nuevo plazo de tres días, pero transcurrido ese tiempo sus galeras tampoco habían llegado al puerto de Barcelona.

– Ahí tienes el porqué -le comentó otro día el padre Albert a Arnau-. Sigo sin saber cuándo, pero ya tenemos el porqué.

Al finalizar las Cortes, Pedro III ordenó incoar contra su vasallo un proceso legal por desobediencia, al que, además, sumó la acusación de que en los condados del Rosellón y la Cerdaña se acuñaba moneda catalana, cuando sólo en Barcelona se podía acuñar la moneda real de tercio.

Jaime de Mallorca siguió sin hacer caso, pero el proceso, dirigido por el veguer de Barcelona, Arnau d'Erill, asistido por Felip de Montroig y Arnau Çamorera, vicecanciller real, continuó en rebeldía, sin la presencia del señor de Mallorca, quien empezó a ponerse nervioso cuando sus consejeros le comunicaron cuál podía ser el resultado: la requisa de sus reinos y condados. Entonces Jaime buscó la ayuda del rey de Francia, al que rindió homenaje, y la del Papa, para que mediase con su cuñado el rey Pedro.

El Sumo Pontífice, defensor de la causa del señor de Mallorca, solicitó a Pedro un salvoconducto para Jaime a fin de que, sin peligro para él y los suyos, pudiese acudir a Barcelona para excusarse y defenderse de las acusaciones que se le imputaban. El rey no pudo negarse a los deseos del Papa y concedió el salvoconducto, no sin antes solicitar de Valencia que le mandasen cuatro galeras al mando de Mateu Mercer para que vigilase las del señor de Mallorca.

Toda Barcelona acudió al puerto cuando las velas de las galeras del rey de Mallorca aparecieron en el horizonte. La flota capitaneada por Mateu Mercer las esperaba, armada, igual que la de Jaime III. Arnau d'Erill, veguer de la ciudad, ordenó a los trabajadores del puerto que iniciasen la construcción del puente; los barqueros atravesaron sus barcas y los hombres empezaron a unir los tablones por encima de ellas.

Cuando las galeras del rey de Mallorca hubieron fondeado, los barqueros restantes acudieron a la galera real.

– ¿Qué sucede? -preguntó uno de los bastaixos al observar que el estandarte real seguía a bordo y que a la barca descendía un solo noble.

Arnau estaba empapado, igual que sus compañeros. Todos miraron al veguer, que tenía la vista fija en la barca que se acercaba a la playa.

Por el puente sólo desembarcó una persona: el vizconde de Evol, un noble del Rosellón ricamente vestido y armado que se detuvo antes de pisar la playa, sobre las maderas.

El veguer acudió a su encuentro y, desde la arena, atendió las explicaciones de Evol, quien no hacía más que señalar hacia Framenors y después a las galeras del rey de Mallorca. Cuando terminó la conversación, el vizconde regresó a la galera real y el veguer desapareció en dirección a la ciudad; al poco, volvió con instrucciones del rey Pedro.

– El rey Jaime de Mallorca -gritó para que todos pudieran oírlo- y su esposa, Constanza, reina de Mallorca, hermana de nuestro bien amado rey Pedro, se alojarán en el convento de Fra-menors. Hay que construir un puente de madera, fijo, cubierto por los lados y techado, desde donde fondean las galeras hasta las habitaciones reales.

Un murmullo se alzó en la playa, pero la severa expresión del veguer lo acalló. Después, la mayoría de los trabajadores del puerto se volvieron hacia el convento de Framenors, que se alzaba imponente sobre la línea costera.