– Es una locura -oyó Arnau que alguien decía en el grupo de bastaixos.
– Si se levanta temporal -auguró otro-, no aguantará.
– ¡Cubierto y techado! ¿Para qué querrá el rey de Mallorca un puente así?
Arnau se volvió hacia el veguer justo cuando Berenguer de Montagut llegaba a la playa. Arnau d'Erill señaló al maestro de obras el convento de Framenors y después, con la mano derecha, trazó una línea imaginaria desde éste hacia el mar.
Arnau, bastaixos, barqueros y carpinteros de ribera, calafates, remolares, herreros y sogueros permanecieron en silencio cuando el veguer finalizó sus explicaciones y el maestro se quedó pensativo.
Por orden del rey se suspendieron las obras de Santa María y de la catedral y todos los operarios fueron destinados a la construcción del puente. Bajo la supervisión de Berenguer de Montagut, se desmontó parte de los andamios del templo, y aquella misma mañana los bastaixos empezaron a trasladar material hasta Framenors.
– Qué tontería -le comentó Arnau a Ramon mientras los dos cargaban un pesado tronco-; nos afanamos en cargar piedras para Santa María y ahora la desmontamos, y todo por el capricho…
– ¡Calla! -lo instó Ramon-. Lo hacemos por orden del rey; él sabrá por qué.
A fuerza de remos, las galeras del rey de Mallorca, siempre vigiladas de cerca por las valencianas, se situaron frente a Framenors, fondeadas a considerable distancia del convento. Albañiles y carpinteros empezaron a montar un andamio adosado a la fachada mar del convento, una imponente estructura de madera que descendía hacia la orilla, mientras los bastaixos, ayudados por todos quienes no tenían un cometido concreto, iban y venían de Santa María cargando troncos y maderas.
Al anochecer se suspendieron los trabajos. Arnau llegó a casa renegando.
– Nuestro rey nunca ha pedido semejante locura; se conforma con el puente tradicional, sobre las barcas. ¿Por qué hay que permitirle semejante capricho a un traidor?
Pero sus palabras se fueron apagando y sus pensamientos cambiaron al notar el masaje que Maria le daba en los hombros.
– Tienes mejor las heridas -comentó la muchacha-. Hay quien utiliza geranio con frambueso, pero nosotros siempre hemos confiado en la siempreviva. Mi abuela curaba a mi abuelo con ella, y mi madre a mi padre…
Arnau cerró los ojos. ¿Siempreviva? Hacía días que no veía a Aledís. ¡Ésa era la única razón de su mejoría!
– ¿Por qué tensas los músculos? -le reprochó María interrumpiendo sus pensamientos-. Relájate, debes relajarte para que…
Siguió sin escucharla. ¿Para qué? ¿Relajarse para que pudiera curar las heridas causadas por otra mujer? Si por lo menos se enfadara…
Pero en lugar de gritarle, Maria volvió a entregarse a él aquella noche: lo buscó con cariño y se ofreció a él con dulzura. Aledis no sabía qué era la dulzura. ¡Fornicaban como animales! Arnau la aceptó, con los ojos cerrados. ¿Cómo mirarla? La muchacha le acarició el cuerpo… y el alma, y lo transportó al placer, un placer más doloroso cuanto mayor era.
Al alba, Arnau se levantó para acudir a Framenors. Maria ya estaba abajo, junto al hogar, trabajando para él.
Durante los tres días que duraron las obras de construcción del puente, ningún miembro de la corte del rey de Mallorca abandonó las galeras; tampoco lo hicieron los valencianos. Cuando la estructura adosada a Framenors superó la playa y tocó agua, los barqueros se agruparon para permitir el transporte de los materiales. Arnau trabajó sin descanso; si lo hacía, si paraba, las manos de Maria volvían a acariciarle su cuerpo, el mismo que pocos días atrás había mordido y arañado Aledis. Desde las barcas, los operarios introducían las tablestacas en el fondo del puerto de Barcelona, dirigidos siempre por Berenguer de Montagut, que, en pie en la proa de un leño, iba de un lado a otro comprobando la resistencia de los pilares antes de permitir que se cargase sobre ellos.
Al tercer día, el puente de madera, de más de cincuenta metros de largo, cubierto por los lados, rompió la diáfana visión del puerto de la ciudad condal. La galera real se acercó hasta el extremo y al cabo de un rato, Arnau y todos cuantos habían intervenido en su construcción oyeron las pisadas del rey y su séquito sobre las tablas; muchos levantaron la cabeza.
Ya en Framenors, Jaime hizo llegar un mensajero al rey Pedro para notificarle que él y la reina Constanza habían caído enfermos debido a las inclemencias de la travesía marítima y que su hermana le rogaba que acudiese al convento a visitarla. El rey se disponía a complacer a Constanza, cuando el infante don Pedro se presentó ante él acompañado de un joven fraile franciscano.
– Habla, fraile -ordenó el monarca, visiblemente irritado por tener que aplazar la visita a su hermana.
Joan se encogió, tanto que la cabeza que le sacaba al rey pareció perder importancia. «Es muy bajito -le habían dicho a Joan-, y nunca se presenta ante sus cortesanos de pie.» Sin embargo, esa vez lo estaba y miraba directamente a los ojos de Joan, traspasándolo.
Joan balbuceó.
– Habla -lo instó el infante don Jaime.
Joan empezó a sudar profusamente y notó cómo el hábito, aún tosco, se le pegaba al cuerpo. ¿Y si no fuera cierto el mensaje? Por primera vez pensó en ello. Lo oyó de boca del viejo fraile que desembarcó con el rey de Mallorca y no esperó un instante. Salió corriendo en dirección al palacio real, se peleó con la guardia porque se negaba a trasladar el mensaje a nadie que no fuera el monarca y después cedió ante el infante don Pedro, pero ahora… ¿Y si no fuera cierto? ¿Y si no fuera más que otra treta del señor de Mallorca…?
– Habla. ¡Por Dios! -le gritó el rey.
Lo hizo de corrido, casi sin respirar.
– Majestad, no debéis acudir a visitar a vuestra hermana la reina Constanza. Es una trampa del rey Jaime de Mallorca. Con la excusa de lo enferma y débil que está su esposa, el ujier encargado de la custodia de la puerta de su cámara tiene órdenes de no dejar pasar a nadie más que a vos y a los infantes don Pedro y don Jaime. Nadie más podrá acceder a la estancia de la reina; dentro os estarán esperando una docena de hombres armados que os harán presos, os trasladarán por el puente hasta las galeras y partirán a la isla de Mallorca, al castillo de Alaró, donde se proponen reteneros cautivo hasta que liberéis al rey Jaime de todo vasallaje y le concedáis nuevas tierras en Cataluña.
¡Ya estaba!
Entrecerrando los ojos, el rey preguntó:
– ¿Y cómo un joven fraile como tú sabe todo eso?
– Me lo ha contado fra Berenguer, pariente de vuestra majestad.
– ¿Fra Berenguer?
Don Pedro asintió en silencio y el rey pareció recordar de repente a su pariente.
– Fra Berenguer -continuó Joan- ha recibido en confesión, de un traidor arrepentido, el encargo de transmitíroslo a vos, pero como está ya muy mayor y no puede moverse con agilidad, ha confiado en mí para esta misión.
– Para eso quería el puente cerrado -intervino don Jaime-. Si nos apresaran en Framenors, nadie podría darse cuenta del secuestro.
– Sería sencillo -apuntó el infante don Pedro asintiendo con la cabeza.
– Bien sabéis -dijo el rey dirigiéndose a los infantes- que si mi hermana la reina está enferma, no puedo dejar de acudir a visitarla cuando está en mis dominios. -Joan escuchaba sin atreverse a mirarlos. El rey calló durante unos instantes-. Aplazaré mi visita de esta noche, pero necesito…, ¿me escuchas, fraile? -Joan dio un respingo-. Necesito que ese penitente arrepentido nos permita revelar públicamente la traición. Mientras siga siendo secreto de confesión, tendré que acudir a ver a la reina. Ve -le ordenó.
Joan volvió corriendo a Framenors y trasladó el requerimiento real a fra Berenguer. El rey no acudió a la cita y para su tranquilidad, suceso que Pedro entendió como una protección de la divina providencia, se le declaró una infección en el rostro, cerca del ojo, que tuvo que ser sangrada y lo obligó a guardar cama durante unos días, los suficientes para que fira Berenguer consiguiese de su confesante la autorización solicitada por el rey Pedro.
En esta ocasión Joan no dudó un instante de la veracidad del mensaje.
– La penitente de fra Berenguer es vuestra propia hermana -le comunicó al rey en cuanto fue llevado ante él-, la reina Constanza, quien solicita de vos que la hagáis venir a palacio, por su voluntad o por la fuerza. Aquí, lejos de la autoridad de su marido y bajo vuestra protección, os revelará la traición con todo detalle.
El infante don Jaime, acompañado de un batallón de soldados, se personó en Framenors para cumplir los deseos de Constanza. Los frailes le franquearon el paso, e infante y soldados se presentaron directamente ante al rey. De poco sirvieron las quejas de éste: Constanza partió hacia el palacio real.
De poco le sirvió también al rey de Mallorca la consecuente visita que hizo a su cuñado el Ceremonioso.
– Por la palabra dada al Papa -le dijo el rey Pedro-, respetaré vuestro salvoconducto. Vuestra esposa quedará aquí, bajo mi protección. Abandonad mis reinos.
En cuanto Jaime de Mallorca partió con sus cuatro galeras, el rey ordenó a Arnau d'Erill que acelerase el proceso abierto contra su cuñado y, al poco, el veguer de Barcelona dictó sentencia por la que las tierras del vasallo infiel, juzgado en rebeldía, pasaban a poder del rey Pedro; el Ceremonioso ya tenía la excusa que legitimaba que declarara la guerra al rey de Mallorca.
Mientras tanto, el rey, exultante ante la posibilidad de volver a unir los reinos que dividió su antepasado Jaime el Conquistador, mandó llamar al joven fraile que había descubierto la trama.
– Nos has servido bien y fielmente -le dijo el rey, esta vez sentado en su trono-; te concedo una gracia.
Joan ya conocía la intención del rey; así se lo habían comunicado sus mensajeros. Y lo pensó detenidamente. Vestía el hábito franciscano por indicación de sus maestros, pero una vez en Framenors, el joven se llevó una desilusión: ¿dónde estaban los libros?, ¿dónde el saber?, ¿dónde el trabajo y el estudio? Cuando por fin se dirigió al prior de Framenors, éste le recordó con paciencia los tres principios establecidos por el fundador de la orden, san Francisco de Asís: