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– Hay que denunciarlo al veguer -le dijeron.

Pero ¿qué le iba a decir ella al representante del rey? ¿Y si su marido la estaba persiguiendo? ¿Y si la descubrían? Se iniciaría un juicio y ella no podía…

– No. Tengo que llegar al campamento real antes de que las tropas partan para el Rosellón -les dijo tras explicarles que estaba embarazada y que su marido no lo sabía-. Allí se lo contaré a mi esposo y él decidirá.

Los mercaderes la acompañaron hasta Gerona. Aledis se separó de ellos en la iglesia de Sant Feliu, extramuros de la ciudad; el más anciano de ellos negó con la cabeza al verla sola y desastrada junto a los muros de la iglesia. Aledis recordó el consejo de las ancianas: no entres en ningún pueblo o ciudad, y no lo hizo en Gerona, una ciudad de seis mil habitantes. Desde donde estaba podía ver la cubierta de la iglesia de Santa María, la seo, en construcción; a su lado el palacio del obispo y al lado de éste, la torre Gironella, alta y recia, la mayor defensa de la ciudad. Las miró durante unos instantes y volvió a ponerse en marcha hacia Figueras.

La patrona, que seguía observándola mientras Aledis recordaba su viaje, vio que temblaba.

La presencia del ejército en Figueras movía a centenares de personas hacia allí. Aledis se sumó a ellas, acosada por el hambre. No lograba recordar sus rostros. Le dieron pan y agua fresca. Alguien le ofreció alguna verdura. Hicieron noche al norte del río Fluvià, al pie del castillo de Pontons, que protegía el paso del río por la ciudad de Bascara, a medio camino entre Gerona y Figueras. Allí los viajeros se cobraron su comida y dos de ellos la montaron salvajemente durante la noche. ¡Qué más daba ya! Aledis buscó en su memoria el rostro de Arnau y se protegió en él. Al día siguiente los siguió como un animal, algunos pasos por detrás, pero no le dieron comida, ni siquiera le hablaron, y, al final, llegaron al campamento.

Y ahora…, ¿qué miraba aquella mujer? Sus ojos no se apartaban de… ¡su vientre! Aledis notó el vestido ceñido a su vientre, plano y duro. Se movió inquieta y bajó la mirada.

La patrona dejó escapar una mueca de satisfacción que Aledis no pudo ver. ¿Cuántas veces había asistido a aquellas confesiones silenciosas? Muchachas que inventaban historias, incapaces de sostener sus mentiras ante la más leve presión; se ponían nerviosas y bajaban la vista como aquélla. ¿Cuántos embarazos había vivido?, ¿decenas?, ¿cientos? Nunca una muchacha le había dicho que estuviera embarazada teniendo un vientre duro y plano como ése. ¿Una falta? Podía ser, pero era inimaginable que con sólo una falta corriese a contárselo a su esposo, camino de la guerra.

– Vestida así no puedes presentarte en el campamento real. -Aledis levantó la vista al oír a la patrona y volvió a mirarse-. Tenemos prohibido ir allí. Si quieres, yo podría encontrar a tu esposo.

– ¿Vos? ¿Me ayudaríais? ¿Por qué ibais a hacerlo?

– ¿Acaso no te he ayudado ya? Te he dado de comer, te he lavado y te he vestido. Nadie lo ha hecho en este campamento de locos, ¿verdad? -Aledis asintió. Un escalofrío recorrió su cuerpo al recordar cómo la habían tratado-. ¿Por qué te extraña, pues? -continuó la mujer. Aledis titubeó-.Somos mujeres públicas, es cierto, pero eso no significa que no tengamos corazón. Si alguien me hubiese ayudado a mí hace algunos años… -La patrona dejó la mirada perdida y sus palabras flotaron en el interior de la tienda-. Bueno. Ya da igual. Si quieres, puedo hacerlo. Conozco a mucha gente en el campamento y no me sería difícil hacer venir a tu esposo.

Aledis sopesó la oferta. ¿Por qué no? La patrona pensó en su futura adquisición. No sería difícil hacer desaparecer al esposo, una simple reyerta en el campamento…, le debían muchos favores aquellos soldados, y entonces, ¿a quién acudiría la chica? Estaba sola. Se entregaría a ella. El embarazo, si fuese cierto, no era un problema; ¿cuántos había solucionado por unas monedas?

– Os lo agradezco -consintió Aledis.

Ya estaba. Ya era suya.

– ¿Cómo se llama tu esposo y de dónde viene?

– Viene con la host de Barcelona y se llama Arnau, Arnau Estanyol. -La patrona se estremeció-. ¿Sucede algo? -preguntó Aledis.

La mujer buscó el taburete y se sentó. Sudaba.

– No -contestó-. Debe de ser este maldito calor. Acércame aquel abanico.

¡No podía ser!, se dijo mientras Aledis atendía su ruego. Le palpitaban las sienes. ¡Arnau Estanyol! No podía ser.

– Descríbeme a tu esposo -le dijo, sentada y abanicándose.

– ¡Oh!, debe de ser muy sencillo dar con él. Es bastaix del puerto. Es joven y fuerte, alto y guapo, y tiene un lunar junto al ojo derecho.

La patrona siguió abanicándose en silencio. Su mirada fue mucho más allá de Aledis: a un pueblo llamado Navarcles, a una fiesta de matrimonio, a un jergón y a un castillo…, a Llorenç de Bellera, al escarnio, al hambre, al dolor… ¿Cuántos años habían pasado? ¿Veinte? Sí, debían de ser veinte, quizá más.Y ahora…

Aledis interrumpió su silencio:

– ¿Lo conocéis?

– No…, no.

¿Lo había llegado a conocer? En realidad, qué poco recordaba de él. ¡Entonces sólo era una niña!

– ¿Me ayudaréis a encontrarlo? -volvió a interrumpirla Aledis.

«¿Y quién me ayudará a mí si me encuentro con él?» Necesitaba estar sola.

– Lo haré -afirmó, señalándole la salida de la tienda. Cuando Aledis salió, Francesca se llevó las manos al rostro. ¡Arnau! Había llegado a olvidarlo; se había obligado a hacerlo y ahora, veinte años más tarde… Si la muchacha decía la verdad, aquel niño que llevaba en las entrañas sería… ¡su nieto! Y ella había pensado en matarlo. ¡Veinte años! ¿Cómo sería él? Aledis había dicho que alto, fuerte, guapo. No lo recordaba, ni siquiera de recién nacido. Consiguió para él el calor de la forja pero pronto dejó de poder llegar hasta donde se encontraba su niño. «¡Malditos! ¡Sólo era una niña, y hacían cola para violarme!» Una lágrima empezó a caer por su mejilla. ¿Cuánto tiempo hacía que no lloraba? Entonces, hacía veinte años, no lo hizo. «El niño estará mejor con Bernat», había pensado. Cuando se enteró de todo, doña Caterina la abofeteó y ella terminó arrastrándose entre la soldadesca primero y entre los desperdicios después, junto a la muralla del castillo.Ya nadie la deseaba, y vagaba entre inmundicias y basura, junto a un montón de desgraciados como ella, peleando por los restos de mendrugos enmohecidos y llenos de gusanos. Allí se encontró con una niña, las dos hurgaban. Estaba delgada pero era bonita. Nadie la vigilaba. Quizá si… Le ofreció restos de comida, los que guardaba para sí. La niña sonrió y sus ojos se iluminaron; probablemente no conocía otra vida que aquélla. La lavó en un riachuelo y restregó su piel con arena hasta que gritó de dolor y frío. Después sólo tuvo que llevarla hasta uno de los oficiales del castillo del señor de Bellera. Ahí empezó todo. «Me endurecí, hijo, me endurecí hasta el punto de que mi corazón encalleció. ¿Qué te contó de mí tu padre? ¿Que te abandoné a la muerte?»

Aquella misma noche, cuando los oficiales del rey y los soldados afortunados en las cartas o en los naipes acudieron a la tienda, Francesca preguntó por Arnau.

– ¿El bastaix dices? -le contestó uno de ellos-; claro que lo conozco, todo el mundo lo conoce. -Francesca ladeó la cabeza-. Dicen que venció a un veterano a quien todo el mundo temía -explicó-, y Eiximèn d'Esparça, el escudero del rey, lo recluto para su guardia personal. Tiene un lunar junto al ojo. Lo han entrenado para usar el puñal, ¿sabes? Desde entonces ha competido en varias peleas más y en todas ha vencido.Vale la pena apostar por él. -El oficial sonrió-. ¿Por qué te interesas por él? -añadió ampliando la sonrisa.

¿Por qué no dar alas a una imaginación calenturienta?, pensó Francesca. Era difícil ofrecer otra explicación. Y guiñó un ojo al oficial.

– Estás vieja para tanto hombre -rió el soldado.

Francesca no se inmutó.

– Tú tráemelo y no te arrepentirás.

– ¿Adonde? ¿Aquí?

¿Y si a fin de cuentas Aledis mentía? Nunca le habían fallado sus primeras impresiones.

– No. Aquí, no.

Aledis se apartó unos pasos de la tienda de Francesca. La noche era preciosa, estrellada y cálida, con una luna que teñía de amarillo la oscuridad. La muchacha miraba al cielo y a los hombres que entraban en la tienda y salían acompañados de alguna de las chicas; entonces se dirigían hacia unos pequeños chamizos, de los que salían al cabo de un rato, unas veces riendo, otras en silencio.Y repetían y repetían. Cada vez, las mujeres se dirigían al barreño en que se había bañado Aledis y se lavaban sus partes, mirándola con descaro, como lo hizo aquella mujer a la que en cierta ocasión su madre no le permitió ceder el paso.

– ¿Por qué no la arrestan? -le preguntó entonces Aledis a su madre.

Eulàlia miró a su hija, calibrando si ya era lo suficientemente adulta para recibir una explicación.

– No pueden hacerlo; tanto el rey como la Iglesia les permiten ejercer su oficio. -Aledis la miró incrédula-. Sí, hija, sí. La Iglesia dice que las mujeres públicas no pueden ser castigadas por la ley terrenal, que ya lo hará la ley divina. -¿Cómo explicarle a una criatura que la verdadera razón por la que la Iglesia sostenía aquella máxima era para evitar el adulterio o las relaciones contra natura? Eulàlia volvió a observar a su hija. No, todavía no debía conocer la existencia de las relaciones contra natura.

Antònia, la joven del cabello rubio rizado, se hallaba junto al barreño y le sonrió. Aledis frunció los labios en un amago de sonrisa y la dejó hacer.

¿Qué más le había contado su madre?, pensó, intentando distraerse. Que no podían vivir en ciudad, villa o lugar alguno en que lo hicieran personas honestas, bajo pena de ser expulsadas incluso de sus propias casas si lo pedían sus vecinos. Que estaban obligadas a escuchar sermones religiosos para buscar su rehabilitación. Que no podían utilizar los baños públicos más que los lunes y los viernes, los días reservados a judíos y sarracenos. Y que con su dinero podían hacer caridad, pero nunca oblación ante el altar.