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Antònia, de pie en el barreño, con la falda recogida en una mano, continuaba lavándose con la otra, ¡y seguía sonriéndole! Cada vez que se erguía después de coger agua con la mano para llevársela a la entrepierna, la miraba y le sonreía.Y Aledis trataba de devolverle la sonrisa, intentando no bajar la mirada hacia su pubis expuesto a la luz de la luna.

¿Por qué le sonreía? Sólo debía de ser una niña y ya estaba condenada. Algunos años atrás, justo después de que su padre se negara a su matrimonio con Arnau, su madre las llevó, a ella y a Alesta, al monasterio de San Pedro de Barcelona. «¡Que lo vean!», le ordenó el curtidor a su esposa. El atrio estaba lleno de puertas que habían sido arrancadas de sus goznes y estaban apoyadas en las arcadas o tiradas en el patio. El rey Pedro concedió a la abadesa de San Pedro el privilegio para que, con su autoridad y sin implorar el auxilio de nadie, pudiera ordenar a las mujeres deshonestas que saliesen de su parroquia, y luego arrancar las puertas de sus viviendas y llevarlas al atrio del monasterio. La abadesa se puso manos a la obra, ¡vaya si lo hizo!

– ¿Todo esto son desahuciados? -preguntó Alesta mientras agitaba una mano abierta y recordaba cómo les echaron a ellos de su casa, antes de terminar en la de Pere y Mariona: arrancaron la puerta por impago.

– No, hija -contestó su madre-; esto es lo que les sucede a las mujeres que no cumplen con la castidad.

Aledis revivió aquel momento. Mientras hablaba, su madre la miró a ella directamente, con los ojos entrecerrados.

Despejó aquel mal recuerdo de su mente moviendo la cabeza de un lado a otro hasta encontrarse de nuevo con Antònia y su pubis rubio, cubierto de pelo rizado, igual que su cabeza. ¿Qué haría con Antònia la abadesa de San Pedro?

Francesca salió de la tienda en busca de la muchacha. «¡Niña!», le gritó. Aledis observó cómo Antònia saltaba del barreño, se calzaba y entraba corriendo en la tienda. Después su mirada se encontró con la de Francesca unos segundos, antes de que la patrona volviera a sus quehaceres. ¿Qué escondía aquella mirada?

Eiximèn d'Esparça, escudero de su majestad el rey Pedro III, era un personaje importante, bastante más importante por su rango que por su complexión, porque en el momento en que se apeó del imponente caballo de guerra y se quitó la armadura, se convirtió en un hombre bajo y delgado. Débil, concluyó Arnau temiendo que el noble adivinase sus pensamientos.

Eiximèn d'Esparça estaba al mando de una compañía de almogávares que pagaba de su propio peculio. Cuando miraba a sus hombres lo asaltaban las dudas. ¿Dónde estaba la lealtad de aquellos mercenarios? En su mesada, sólo en su mesada. Por eso le gustaba rodearse de una guardia pretoriana, y el combate de Arnau lo había impresionado.

– ¿Qué arma sabes utilizar? -le preguntó a Arnau el oficial del escudero real. El bastaix mostró la ballesta de su padre-. Eso ya lo imagino. Todos los catalanes saben utilizarla; es su obligación. ¿Alguna más?

Arnau negó con la cabeza.

– ¿Y ese puñal? -El oficial señaló el arma que Arnau llevaba al cinto, y estalló en una sonora carcajada, echando la cabeza hacia atrás, cuando éste le mostró el puñal romo-. Con eso -añadió todavía riendo-, no podrías ni rasgar el himen de una doncella. Te entrenarás con uno de verdad, en el cuerpo a cuerpo.

Buscó en un arcón y le entregó un machete, mucho más largo y grande que su puñal de bastaix. Arnau pasó un dedo por la hoja. A partir de entonces, día tras día, Arnau se sumó a la guardia de Eixi-mèn para entrenarse en la lucha cuerpo a cuerpo con su nuevo puñal. También le proporcionaron un uniforme colorido que incluía una cota de malla, un yelmo -que procuraba bruñir hasta que resplandecía- y nos fuertes zapatos de cuero que se ataban a las pantorrillas mediante tiras cruzadas. Los duros entrenamientos se alternaban con combates reales, cuerpo a cuerpo, sin armas, organizados por los oficiales de los nobles del campamento. Arnau se convirtió en el representante de las tropas del escudero real y no transcurrió un día sin que participara en una o dos peleas ante la gente, que se amontonaba en su derredor, gritaba y cruzaba apuestas. Fueron suficientes unas cuantas peleas para que Arnau alcanzase fama entre los soldados. Cuando paseaba entre ellos, en los pocos momentos de asueto que tenía, se sentía observado y señalado. ¡Qué extraña sensación era provocar el silencio a su paso! El oficial de Eiximèn d'Esparça sonrió cuando su compañero le planteó la pregunta.

– ¿Yo también podré disfrutar de una de sus muchachas?-quiso saber.

– Seguro. La vieja está empeñada en tu soldado. No puedes imaginar cómo le brillaban los ojos. Los dos rieron.

– ¿Adonde debo llevártelo?

Francesca escogió para la ocasión un pequeño mesón en las afueras de Figueras.

– No hagas preguntas y obedece -le dijo el oficial a Arnau- hay alguien que quiere verte.

Los dos oficiales lo acompañaron hasta el mesón y, una vez allí, hasta la mísera habitación en la que ya esperaba Francesca. Cuando Arnau entró, cerraron la puerta y la atrancaron por fuera. Arnau se volvió e intentó abrirla; luego, golpeó la puerta.

– ¿Qué sucede? -gritó-. ¿Qué significa esto?

Le respondieron las carcajadas de los oficiales.

Arnau las escuchó durante unos segundos. ¿Qué significaba aquello? De repente notó que no estaba solo y se volvió. Francesca, en pie, lo observaba apoyada en la ventana, tenuemente iluminada por la luz de una vela que colgaba de una de las paredes; pese a la penumbra, su vestido verde brillaba. ¡Una prostituta! Cuántas historias de mujeres había escuchado al calor de las fogatas del campamento, cuántos se jactaban de haber gastado sus dineros con una muchacha, siempre mejor, más bella y más voluptuosa que la del anterior. Entonces Arnau callaba y bajaba la mirada; ¡él había llegado allí huyendo de dos mujeres! Quizá…, quizá aquella jugarreta fuera consecuencia de su silencio, de su aparente falta de interés por las mujeres… ¿Cuántas veces le habían lanzado puyas ante su mutismo?

– ¿Qué broma es ésta? -le preguntó a Francesca-. ¿Qué pretendes de mí?

Todavía no lo veía. La vela no iluminaba lo suficiente, pero su voz…, su voz ya era la de un hombre, y era grande y alto, como le había dicho la muchacha. Notó que las rodillas le temblaban y las piernas le flaqueaban. ¡Su hijo!

Francesca tuvo que carraspear antes de hablar.

– Tranquilízate. No quiero nada que pueda comprometer tu honor. En cualquier caso -añadió-, estamos solos; ¿qué iba a poder hacer yo, una mujer débil, contra un hombre joven y fuerte como tú?

– Entonces, ¿por qué ríen los de fuera? -preguntó Arnau todavía desde la puerta.

– Deja que rían si lo desean. La mente del hombre es retorcida, y por lo general le gusta creer siempre lo peor. Quizá si les hubiera dicho la verdad, si les hubiera contado las razones de mi insistencia por verte, no se hubieran mostrado tan dispuestos como lo han estado cuando la imaginación ha avivado su lujuria.

– ¿Qué iban a pensar de una prostituta y un hombre encerrados en la habitación de un mesón? ¿Qué cabe esperar de una prostituta?

Su tono fue duro, hiriente. Francesca logró reponerse.

– También somos personas -dijo levantando la voz-. San Agustín escribió que sería Dios quien juzgaría a las meretrices.

– ¿No me habrás hecho venir hasta aquí para hablar de Dios?

– No. -Francesca se acercó a él; tenía que verle el rostro-. Te he hecho venir para hablarte de tu esposa.

Arnau titubeó. Era guapo de veras.

– ¿Qué ocurre? ¿Cómo es posible…?

– Está embarazada.

– ¿Maria?

– Aledis…-corrigió Francesca sin pensar, pero ¿había dicho

Maria?

– ¿Aledis?

Francesca vio que el joven se estremecía. ¿Qué significaba aquello?

– ¿Qué hacéis hablando tanto? -se oyó que gritaban tras la puerta, entre fuertes golpes y carcajadas-. ¿Qué pasa, patrona?, ¿es demasiado hombre para ti?

Arnau y Francesca se miraron. Ella le hizo una señal para que se apartara de la puerta y Arnau obedeció. Los dos bajaron la voz.

– ¿Has dicho Maria? -preguntó Francesca cuando ya estaban junto a la ventana, en el extremo opuesto.

– Sí. Mi esposa se llama Maria.

– ¿Y quién es Aledis, pues? Ella me ha dicho… Arnau negó con la cabeza. ¿Era tristeza lo que apareció en sus ojos?, se preguntó Francesca. Arnau había perdido la compostura, sus brazos caían a los costados y el cuello, antes altanero, parecía incapaz de soportar el peso de la cabeza. Sin embargo, no contestó. Francesca sintió una punzada en lo más profundo de su ser.

– ¿Qué sucede, hijo?

– ¿Quién es Aledis? -insistió.

Arnau volvió a negar con la cabeza. Lo había dejado todo. A Maria, su trabajo, la Virgen…y, ahora, ¡estaba allí!, ¡embarazada»

Todo el mundo se enteraría. ¿Cómo podría volver a Barcelona, a su trabajo, a su casa?

Francesca desvió la mirada hacia la ventana. Fuera estaba oscuro. ¿Qué era aquel dolor que la oprimía? Había visto a hombres arrastrándose, a mujeres desahuciadas; había presenciado la muerte y la miseria, la enfermedad y la agonía, pero nunca hasta entonces se había sentido así.

– No creo que diga la verdad -afirmó, con la garganta atenazada, sin dejar de mirar por la ventana. Notó cómo Arnau se movía junto a ella.

– ¿Qué quieres decir?

– Que creo que no está embarazada, que miente.

– ¡Qué más da! -se oyó decir a sí mismo Arnau.

Estaba allí, eso era suficiente. Lo seguía, volvería a acosarlo. De nada había servido todo cuanto había hecho.

– Yo podría ayudarte.

– ¿Por qué ibas a hacerlo?

Francesca se volvió hacia él. Casi se rozaban. Podía tocarlo. Podía olerlo. ¡Porque eres mi hijo!, podía decirle, sería el momento, pero ¿qué debía de haberle contado Bernat de ella? ¿De qué serviría que aquel muchacho supiese que su madre era una mujer pública? Francesca alargó una mano temblorosa. Arnau no se movió. ¿De qué serviría? Detuvo el gesto. Habían pasado más de veinte años y ella no era más que una prostituta.