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Los almogávares; de nuevo los almogávares. Arnau se volvió hacia ellos. Trabajaban sin descanso, ahora perfectamente organizados. Nadie reía ni discutía; trabajaban.

– ¿Cómo pueden darles tanto miedo a los que están tras esas murallas? -preguntó.

El veterano rió.

– Nunca los has visto luchar, ¿verdad? -Arnau negó con la cabeza-. Espera y verás.

Esperó dormitando en el suelo, a lo largo de una noche tensa en la que los mercenarios no dejaron de construir sus máquinas, a la luz de unas antorchas que iban y venían sin descanso.

Al despuntar el día, cuando la luz de sol empezaba a asomar por el horizonte, Eiximèn d'Esparça ordenó que sus tropas se dispusieran en formación. La oscuridad de la noche apenas se había atenuado con aquella luz lejana. Arnau buscó a los almogávares. Habían obedecido y formaban frente a los muros de Bellaguarda. Después miró hacia el castillo, por encima de ellos. Habían desaparecido todas las luces, pero estaban allí; durante la noche no habían hecho más que prepararse para el asalto. Arnau sintió un escalofrío. ¿Qué hacía él allí? El amanecer era fresco y, sin embargo, sus manos, agarradas a la ballesta, no dejaban de sudar. El silencio era total. Podía morir. Durante el día, los defensores lo habían mirado en repetidas ocasiones, a él, a un simple bastaix; los rostros de aquellos hombres, entonces perdidos en la distancia, cobraron vida. ¡Ahí estaban!, esperándolo.Tembló. Las piernas le temblaron y tuvo que hacer un esfuerzo para que sus dientes no castañetearan. Apretó la ballesta contra su pecho para que nadie advirtiese el temblor de sus manos. El oficial le había indicado que cuando diera la orden de atacar se acercase a los muros y se parapetase tras unas piedras para disparar su ballesta contra los defensores. El problema sería llegar hasta aquellas piedras. ¿Llegaría? Arnau no separaba la mirada de donde estaban; tenía que llegar hasta ellas, parapetarse, disparar, esconderse y volver a disparar…

Un grito rasgó el silencio.

¡La orden! ¡Las piedras! Arnau salió corriendo hacia ellas, pero la mano del oficial lo agarró por el hombro. -Todavía no -le dijo. -Pero…

– Todavía no -insistió el oficial-. Mira. El soldado le señaló a los almogávares. Otro grito tronó desde sus filas: -¡Despierta, hierro!

Arnau no pudo apartar la mirada de los mercenarios. Pronto, todos ellos gritaban al unísono.

– ¡Despierta, hierro! ¡Despierta, hierro! Empezaron a entrechocar sus lanzas y sus cuchillos hasta que el sonido del metal superó sus propias voces.

– ¡Despierta, hierro!

Y el acero empezó a despertar: lanzaba chispas a medida que las armas chocaban y chocaban, entre ellas o contra las rocas. El estruendo sobrecogió a Arnau. Poco a poco, las chispas, centenares de ellas, miles de ellas, rompieron la oscuridad y los almogávares aparecieron rodeados de un halo luminoso.

Arnau se sorprendió a sí mismo golpeando el aire con la ballesta.

– ¡Despierta, hierro! -gritaba. Ya no sudaba, ya no temblaba-. ¡Despierta, hierro!

Miró hacia las murallas; parecía que fueran a derrumbarse bajo los gritos de los almogávares. El suelo retumbaba y el resplandor de las chispas crecía a su alrededor. De repente sonó una trompeta y el griterío se transformó en un aullido estremecedor:

– ¡Sant Jordi! ¡Sant Jordi!

– Esta vez sí -le gritó el oficial empujándolo hacia delante, detrás de dos centenares de hombres que se lanzaban ferozmente al asalto.

Arnau corrió hasta apostarse tras las piedras, junto al oficial y un cuerpo de ballesteros, al pie de las murallas. Se concentró en una de las escalas que los almogávares habían apoyado contra la muralla e intentó hacer blanco en las figuras que desde las almenas luchaban por impedir el asalto de los mercenarios, que continuaban aullando como posesos.Y lo hizo. Por dos ocasiones acertó en el cuerpo de los defensores, allí donde sus cotas de malla no los protegían, y los vio desaparecer tras el impacto de las saetas.

Un grupo de asaltantes logró superar los muros de la fortaleza y Arnau notó cómo el oficial, golpeándole el hombro, llamaba su atención para que no disparase más. El ariete no fue necesario. Cuando los almogávares alcanzaron las almenas, las puertas del castillo se abrieron y varios caballeros huyeron a galope tendido para no ser tomados como rehenes. Dos de ellos cayeron bajo las ballestas catalanas; los demás lo consiguieron. Algunos ocupantes, huérfanos de autoridad, se rindieron. Eiximèn d'Esparça y sus caballeros accedieron al interior del castillo con sus caballos de guerra y mataron a cuantos seguían oponiéndose a ellos. Después entraron corriendo los hombres de a pie.

Arnau se quedó quieto una vez cruzadas las murallas, con la ballesta colgando de la espalda y el puñal en la mano. Ya no era necesario. El patio del castillo estaba lleno de cadáveres, y quienes no habían caído permanecían arrodillados, desarmados, suplicando entre los caballeros que recorrían el patio con sus largas espadas desenfundadas. Los almogávares se entregaban al saqueo; unos en la torre, otros rebuscando en los cadáveres con una avidez que obligó a Arnau a desviar la mirada. Uno de los almogávares se dirigió a él y le ofreció un puñado de saetas; unas procedentes de disparos errados, muchas manchadas de sangre, otras incluso con trozos de carne adheridos. Arnau dudó. El almogávar, un hombre ya mayor, delgado como las saetas que le ofrecía, se sorprendió; después sonrió mostrando una boca sin dientes y le ofreció las saetas a otro soldado.

– ¿Qué haces? -le preguntó este último a Arnau-. ¿Acaso esperas que Eiximèn te reponga las saetas? Limpíalas-le dijo arrojándolas a sus pies.

En pocas horas todo terminó. Los hombres vivos fueron agrupados y maniatados. Esa noche serían vendidos como esclavos en el campamento que seguía al ejército. Las tropas de Eiximèn d'Esparça se pusieron de nuevo en marcha en busca del rey; transportaban sus heridos y dejaban tras de sí a diecisiete catalanes muertos y una fortaleza en llamas que no volvería a ser útil a los seguidores del rey Jaime III.

30

Eiximèn d'Esparça y sus hombres alcanzaron al ejército real en las proximidades de la villa de Elna, la Orgullosa, a tan sólo dos leguas de Perpiñán, en cuyas afueras el rey decidió hacer noche y donde recibió la visita de otro obispo, que, de nuevo infructuosamente, trató de mediar en nombre de Jaime de Mallorca.

Aunque el rey no puso objeción a que Eiximèn d'Esparça y sus almogávares tomaran el castillo de Bellaguarda, sí trató de impedir que, en el trayecto hasta Elna, otro grupo de caballeros tomara por las armas la torre de Nidoleres. Sin embargo, cuando el rey llegó hasta allí, los caballeros ya la habían asaltado, matado a sus ocupantes e incendiado el lugar.

Por el contrario, nadie osó acercarse a Elna ni molestar a sus habitantes.

El ejército entero se reunió alrededor de los fuegos de campaña y miró las luces de la ciudad. Elna mantenía sus puertas abiertas en claro desafío a los catalanes.

– ¿Por qué…? -empezó a preguntar Arnau sentado en torno al fuego.

– ¿ La Orgullosa? -lo interrumpió uno de los más veteranos.

– Sí. ¿Por qué se la respeta? ¿Por qué no cierra sus puertas?

El veterano miró hacia la ciudad antes de contestar.

– La Orgullosa pesa sobre nuestra conciencia…, la conciencia catalana. Saben que no nos acercaremos. -Calló. Arnau había aprendido a respetar la forma de ser de los soldados. Sabía que si lo apremiaba, lo miraría con desprecio y ya no hablaría. A todos los veteranos les gustaba deleitarse con sus recuerdos o sus historias, ciertas o falsas, exageradas o no. Mantener la intriga era una de sus manías. Al fin, reinició su discurso-: En la guerra contra los franceses, cuando Elna nos pertenecía, Pedro el Grande prometió defenderla y mandó un destacamento de caballeros catalanes. Éstos la traicionaron; huyeron por la noche y dejaron la ciudad a merced del enemigo. -El veterano escupió al fuego-. Los franceses profanaron las iglesias, asesinaron a los niños golpeándolos contra las paredes, violaron a las mujeres y ejecutaron a todos los hombres…, menos a uno. La matanza de Elna pesa sobre nuestra conciencia. Ningún catalán osará acercarse a Elna.

Arnau volvió a mirar hacia las puertas abiertas de la Orgullosa. Después observó las diversas agrupaciones que formaban el campamento; siempre había alguien que miraba hacia Elna en silencio.

– ¿A quién perdonaron? -preguntó rompiendo sus propias reglas.

El veterano lo escrutó a través de la hoguera.

– A un hombre llamado Bastard de Rosselló. -Arnau volvió a esperar hasta que el hombre decidió proseguir-: Años más tarde, ese soldado guió a las tropas francesas a través del paso de la Maçana para invadir Cataluña.

El ejército durmió a la sombra de la ciudad de Elna.

También lo hicieron, alejados de él, los centenares de personas que lo seguían. Francesca miró a Aledis. ¿Sería aquél el lugar idóneo? La historia de Elna había recorrido tiendas y chamizos, y en el campamento reinaba un silencio poco habitual. Ella misma miró en repetidas ocasiones hacia las puertas abiertas de la Orgullosa. Sí, se encontraban en tierra inhóspita; ningún catalán sería bien recibido en Elna o sus alrededores. Aledis estaba lejos de su casa. Sólo faltaba que, además, se quedase sola.

– Tu Arnau ha muerto -le dijo cuando Aledis atendió a su llamada.

Esta se vino abajo; Francesca la vio empequeñecer dentro del vestido verde. Aledis se llevó las manos al rostro y su llanto rompió aquel extraño silencio.

– ¿Có…, cómo ha sido? -preguntó al cabo de un rato.

– Me engañaste -se limitó a contestarle Francesca, fríamente.

Aledis la miró, con los ojos llenos de lágrimas, sollozando, temblando; después bajó la vista.

– Me engañaste -repitió Francesca. Aledis no contestó-. ¿Quieres saber cómo ha sido? Lo mató tu esposo, el verdadero, el maestro curtidor.

¿Pau? ¡Imposible! Aledis levantó la cabeza. Era imposible que aquel viejo…

– Se presentó en el campamento real acusando al tal Arnau de haberte secuestrado -continuó Francesca interrumpiendo los pensamientos de la joven. Quería observar sus reacciones. Arnau le contó que ella temía a su esposo-. El muchacho lo negó y tu esposo lo desafió. -Aledis intentó intervenir; ¿cómo iba Pau a desafiar a nadie?-. Pagó a un oficial para que pelease por él -continuó Francesca obligándola a guardar silencio-. ¿No lo sabías? Cuando alguien es demasiado viejo para luchar, puede pagar a otro para que lo haga por él. Tu Arnau murió defendiendo su honor.