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Aledis se desesperó. Francesca la vio temblar. Poco a poco sus piernas cedieron y cayó al suelo, de rodillas frente a ella, pero Francesca no se apiadó.

– Tengo entendido que tu esposo te anda buscando.

Aledis volvió a llevarse las manos al rostro.

– Tendrás que abandonarnos. Antònia te dará tu antigua ropa.

¡Ésa era la mirada que deseaba! ¡Miedo! ¡Pánico!

Las preguntas se agolpaban en la cabeza de Aledis. ¿Qué iba a hacer? ¿Adonde iba a ir? Barcelona estaba en el otro confín del mundo y en todo caso, ¿qué le quedaba allí? ¡Arnau, muerto! El viaje desde Barcelona a Figueras pasó por su mente como un rayo y todo su cuerpo sintió el horror, la humillación, la vergüenza…, el dolor. ¡Y Pau buscándola!

– No…-intentó decir Aledis-, ¡no podría!

– No puedo buscarme problemas -le contestó Francesca con seriedad.

– ¡Protegedme! -suplicó-. No tengo adonde ir. No tengo a quién acudir.

Sollozaba. Aledis se quedó de rodillas ante Francesca, sin atreverse a mirarla.

– No podría hacerlo, estás embarazada.

– También era mentira -gritó la muchacha.

Ya había llegado hasta sus piernas. Francesca no se movió.

– ¿Qué harías a cambio?

– ¡Lo que queráis! -gritó Aledis. Francesca escondió una sonrisa. Ésa era la promesa que esperaba escuchar. ¿Cuántas veces la había obtenido de muchachas como Aledis?-. ¡Lo que queráis! -repitió ésta-. Protegedme, escondedme de mi esposo y haré cuanto deseéis.

– Ya sabes qué somos -insistió la patrona.

¿Y qué más daba? Arnau había muerto. No tenía nada. No le quedaba nada…, salvo un esposo que la lapidaría si la encontraba.

– Escondedme, os lo ruego. Haré lo que queráis -repitió Aledis.

Francesca ordenó que Aledis no se mezclara con los soldados; Arnau era conocido en las filas del ejército.

– Trabajarás escondida -le dijo al día siguiente, cuando se preparaban para partir-. No quisiera que tu esposo… -Aledis asintió antes de que ella terminara la frase-. No debes dejarte ver hasta que termine la guerra. -Aledis volvió a asentir.

Esa misma noche, Francesca mandó recado a Arnau: «Todo arreglado. No volverá a molestarte».

Al día siguiente, en lugar de acudir a Perpiñán, donde se encontraba el rey Jaime de Mallorca, Pedro III decidió proseguir camino en dirección al mar, hacia la villa de Canet, donde Ramon, vizconde del lugar, debería entregarle su castillo en virtud del vasallaje que le juró tras la conquista de Mallorca, cuando el monarca catalán, tras la huida del rey Jaime, lo dejó en libertad después de que rindiera el castillo de Bellver.

Así fue. El vizconde de Canet entregó el castillo al rey Pedro, y el ejército pudo descansar y comer en abundancia gracias a la generosidad de los lugareños, que confiaban en que los catalanes levantasen pronto el campamento para dirigirse a Perpiñán. Asimismo, el rey pudo establecer una cabeza de puente con su armada, a la que inmediatamente aprovisionó.

Establecido en Canet, Pedro III recibió a un nuevo mediador; en este caso se trataba de todo un cardenal, el segundo que intercedía por Jaime de Mallorca. Tampoco le hizo caso, lo despidió y empezó a estudiar con sus consejeros la mejor forma de asediar la ciudad de Perpiñán. Mientras el rey esperaba los suministros por mar y los almacenaba en el castillo de Canet, el ejército catalán estuvo asentado seis días en la villa, durante los cuales se dedicó a tomar los castillos y fortalezas que se encontraban entre Canet y Perpiñán.

La host de Manresa tomó en nombre del rey Pedro el castillo de Santa María de la Mar, otras compañías asaltaron el castillo de Castellarnau Sobirà, y Eiximèn d'Esparça, con sus almogávares y otros caballeros, asedió y tomó Castell-Rosselló.

Castell-Rosselló no era un simple puesto fronterizo como Bellaguarda, sino que constituía una de las defensas adelantadas de la capital del condado del Rosellón. Allí se repitieron los gritos de guerra y el entrechocar de lanzas de los almogávares, que en esta ocasión fueron acompañados por los aullidos de algunos centenares de soldados deseosos de entrar en combate. La fortaleza no cayó con tanta facilidad como lo hizo Bellaguarda; la lucha en los muros fue encarnizada y el uso de arietes imprescindible para derribar sus defensas.

Los ballesteros fueron los últimos en traspasar las abiertas defensas del castillo. Aquello no tenía nada que ver con el asalto a Bellaguarda. Soldados y civiles, incluidas las mujeres y los niños, defendían la plaza con su vida. En su interior, Arnau tuvo un encarnizado combate cuerpo a cuerpo.

Dejando a un lado su ballesta, empuñó el cuchillo. Centenares de hombres peleaban a su alrededor. El silbido de una espada lo introdujo en el combate. Instintivamente, se apartó y la espada pasó rozando su costado. Con su mano libre, Arnau agarró la muñeca que manejaba la espada y clavó el puñal. Lo hizo mecánicamente, como le habían enseñado en las inacabables lecciones del oficial de Eiximèn d'Esparça. Le habían enseñado a pelear; le habían enseñado cómo se mataba, pero nadie le había enseñado cómo hundir un puñal en el abdomen de un hombre. La cota de malla de su oponente resistió la puñalada y, aunque agarrado por la muñeca, el defensor del castillo volteó la espada con violencia e hirió a Arnau en el hombro.

Fueron unos segundos; los suficientes para darse cuenta de que debía matar.

Arnau apretó el puñal con saña. La hoja traspasó la cota de malla y se hundió en el estómago de su enemigo. La espada perdió fuerza pero siguió volteando peligrosamente. Arnau empujó el puñal hacia arriba. Su mano notó el calor de las entrañas. El cuerpo de su enemigo se izó del suelo, el puñal rajó el abdomen, la espada cayó al suelo y Arnau se encontró con el rostro de su rival sobre el suyo. Aquellos labios se movieron a escasa distancia de su rostro. ¿Quería decirle algo? A pesar del fragor del combate, Arnau escuchó sus estertores. ¿Pensaba en algo? ¿Veía la muerte? Los ojos desorbitados parecieron advertirle y Arnau se volvió en el mismo instante en que otro defensor de Castell-Rosselló se abalanzaba sobre él.

No lo dudó. El puñal de Arnau rasgó el aire y el cuello de su nuevo contrincante. Dejó de pensar. Fue él quien buscó más muerte. Peleó y gritó. Golpeó y hundió su puñal en la carne del enemigo, una y otra vez, sin reparar en sus rostros ni en su dolor.

Mató.

Cuando todo hubo terminado y los defensores de Castell-Rosselló se rindieron, Arnau se vio a sí mismo ensangrentado y temblando por el esfuerzo.

Miró a su alrededor y los cadáveres le recordaron la batalla. No tuvo oportunidad de fijarse en ninguno de sus oponentes. No pudo participar de su dolor o de compadecerse de sus almas. A partir de aquel preciso instante, los rostros que no había visto, cegado por la sangre, empezaron a aparecérsele reclamando sus derechos, el honor del vencido. Arnau recordaría muchas veces las caras borrosas de quienes murieron bajo su puñal.

A mediados de agosto el ejército se hallaba de nuevo acampado entre el castillo de Canet y el mar. Arnau asaltó Castell-Rosselló el 4 de agosto. Dos días más tarde, el rey Pedro III puso en marcha sus tropas, y durante una semana, comoquiera que la ciudad de Perpiñán no había rendido homenaje al rey Pedro, los ejércitos catalanes se dedicaron a devastar los alrededores de la capital del Rosellón: Basóles, Vernet, Soles, Sant Esteve… Talaron viñas, olivares y cuantos árboles se interpusieron al paso de un ejército desplegado por orden de su rey, excepción hecha de las higueras; ¿capricho del Ceremonioso? Quemaron molinos y cosechas, destrozaron campos de cultivo y villas, pero en ningún momento llegaron a asediar la capital y refugio del rey Jaime: Perpiñán.

15 de agosto de 1343

Misa solemne de campaña

El ejército entero, concentrado en la playa, rendía culto a la Virgen de la Mar. Pedro III había cedido a las presiones del Santo Padre y pactado una tregua con Jaime de Mallorca. El rumor corrió entre el ejército. Arnau no escuchaba al sacerdote; pocos lo hacían, la mayoría tenía el rostro contrito. La Virgen no consolaba a Arnau. Había matado. Había talado árboles. Había arrasado viñas y campos de cultivo ante los asustados ojos de los campesinos y de sus hijos. Había destruido villas enteras y con ellas los hogares de gentes de bien. El rey Jaime había conseguido su tregua y el rey Pedro había cedido.Arnau recordó las arengas de Santa María de la Mar: «¡Cataluña os necesita! ¡El rey Pedro os necesita! ¡Partid a la guerra!». ¿Qué guerra? Sólo habían sido matanzas. Escaramuzas en las que los únicos que perdieron fueron las gentes humildes, los soldados leales… y los niños, que pasarían hambre el próximo invierno por falta de grano. ¿Qué guerra? ¿La que habían librado obispos y cardenales, correveidiles de reyes arteros? El sacerdote proseguía con su homilía pero Arnau no escuchaba sus palabras. ¿Para qué había tenido que matar? ¿De qué servían sus muertos?

La misa finalizó. Los soldados se disolvieron formando pequeños grupos.

– ¿Y el botín prometido?

– Perpiñán es rica, muy rica -oyó Arnau.

– ¿Cómo pagará el rey a sus soldados si ya antes no podía hacerlo?

Arnau deambulaba entre los grupos de soldados. ¿Qué le importaba a él el botín? Era la mirada de los niños lo que le importaba; la de aquel pequeño que, agarrado a la mano de su hermana, presenció cómo Arnau y un grupo de soldados arrasaban su huerto y esparcían el grano que debía sustentarles durante el invierno. ¿Por qué?, le preguntaron sus ojos inocentes. ¿Qué mal os hemos hecho nosotros? Probablemente los niños fueran los encargados del huerto, y permanecieron allí, con las lágrimas cayendo por sus mejillas, hasta que el gran ejército catalán terminó de destruir sus escasas posesiones. Cuando terminaron, Arnau ni siquiera fue capaz de volver la mirada hacia ellos.

El ejército regresaba a casa. Las columnas de soldados se diseminaban por los caminos de Cataluña, acompañadas por tahúres, prostitutas y comerciantes, desencantados por los beneficios que no llegarían.

Barcelona se acercaba. Las diferentes hosts del principado se desviaban hacia sus lugares de origen; otras atravesarían la ciudad condal. Arnau notó que sus compañeros avivaban el paso, igual que él mismo había hecho. Aparecieron algunas sonrisas en los rostros de los soldados.Volvían a casa. El rostro de Maria se le apareció en el camino. «Todo arreglado -le habían dicho-,Aledis no volverá a molestarte.» Era lo único que deseaba, lo único de lo que había huido.