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El rostro de Maria empezó a sonreírle.

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Finales de marzo de 1348

Barcelona

Despuntaba el alba y Arnau y los bastaixos esperaban a pie de playa la descarga de una galera mallorquina que había arribado a puerto durante la noche. Los prohombres de la cofradía ordenaban a sus gentes. El mar estaba en calma y las olas lamían la playa con delicadeza, llamando a los ciudadanos de Barcelona a iniciar la jornada. El sol empezaba a arañar destellos de colores allí donde las aguas se ondulaban, y los bastaixos, mientras esperaban la llegada de los barqueros con las mercaderías, se dejaban llevar por el encanto del momento, con la mirada perdida en el horizonte y el espíritu bailando con la mar.

– Qué extraño -se oyó en el grupo-, no descargan.

Todos fijaron su atención en la galera. Los barqueros se habían acercado a la nave y algunos de ellos volvían a la playa de vacío; otros hablaban a gritos con los marineros de cubierta, algunos de los cuales se lanzaban al agua y se encaramaban a las barcas. Pero nadie descargaba fardos de la galera.

– ¡La peste! -Los gritos de los primeros barqueros se oyeron en la playa mucho antes de que arribasen las barcas-. ¡La peste ha llegado a Mallorca!

Arnau sintió un escalofrío. ¿Era posible que aquel precioso mar les trajera semejante noticia? Un día gris, de temporal… pero aquella mañana todo parecía mágico. Durante meses había sido el tema de conversación de los barceloneses: la peste asolaba el lejano Oriente, se había extendido hacia el oeste y devastaba comunidades enteras.

– Quizá no llegue a Barcelona -decían algunos-; tiene que cruzar todo el Mediterráneo.

– El mar nos protegerá -afirmaban otros.

Durante meses, el pueblo quiso creérselo: la peste no llegaría a Barcelona.

Mallorca, pensó Arnau. Había llegado a Mallorca; la plaga había cruzado leguas y leguas de Mediterráneo.

– ¡La peste! -repitieron los barqueros al arribar a la playa. Los bastaixos los rodearon para escuchar qué noticias traían. En una de las barcas venía el piloto de la galera.

– Llevadme ante el veguer y los consejeros de la ciudad -ordenó tras saltar a la orilla-. ¡Rápido!

Los prohombres atendieron su solicitud; los demás asediaron a los recién llegados. «Mueren a centenares -contaban-. Es horroroso. Nadie puede hacer nada. Niños, mujeres y hombres, ricos o pobres, nobles o humildes…; hasta los animales son pasto de la plaga. Los cadáveres se amontonan en las calles y se pudren, y las autoridades no saben qué hacer. La gente muere en menos de dos días entre espantosos gritos de dolor.» Algunos bastaixos corrieron en dirección a la ciudad, dando voces y haciendo aspavientos. Arnau escuchaba, encogido. Decían que a los apestados les salían grandes bubas purulentas en el cuello, las axilas o las ingles, que crecían hasta reventar.

La noticia se extendió por la ciudad y muchos fueron los que se acercaron al grupo de la playa para escuchar un rato y volver corriendo a sus hogares.

Barcelona entera se convirtió en un hervidero de rumores: «Cuando las bubas se abren, salen demonios. Los apestados se vuelven locos y muerden a la gente; así se transmite la enfermedad. Los ojos y los genitales revientan. Si alguien mira las bubas, se contagia. Hay que quemarlos antes de que mueran, porque, si no, la enfermedad ataca a otra persona. ¡Yo he visto la peste!».

Cualquier persona que iniciase su conversación con esas palabras era inmediatamente objeto de atención y la gente se arremolinaba a su alrededor para escuchar su historia; después, el horror y la imaginación se multiplicaban en boca de unos ciudadanos que ignoraban lo que les esperaba. El municipio, como única precaución, ordenó la máxima higiene, y la gente se lanzó a los baños públicos… y a las iglesias. Misas, rogativas, procesiones: todo era poco para atajar el peligro que se cernía sobre la ciudad condal y, tras un mes de agonía, la peste llegó a Barcelona.

Primero fue un calafateador que trabajaba en las atarazanas. Los médicos acudieron a su lado, pero lo único que pudieron hacer fue comprobar lo que habían leído en libros y tratados.

– Son del tamaño de pequeñas mandarinas -dijo uno señalando las grandes bubas que había en el cuello del hombre.

– Negras, duras y calientes -añadió otro tras tocarlas.

– Paños de agua fría para la fiebre.

– Hay que sangrarlo. Si lo sangramos, desaparecerán las hemorragias alrededor de las bubas.

– Hay que sajar las bubas -aconsejó un tercero.

Los otros médicos dejaron al enfermo y miraron al que había hablado.

– Los libros dicen que no se sajen -atajó uno.

– A fin de cuentas -dijo otro-, es sólo un calafateador. Comprobemos las axilas y las ingles.

También allí había grandes bubas negras, duras y calientes. Entre gritos de dolor, el enfermo fue sangrado y la poca vida que conservaba se escapó por los cortes que los galenos practicaron en su cuerpo.

Aquel mismo día aparecieron nuevos casos. Al día siguiente, más, y más al siguiente. Los barceloneses se encerraron en sus casas, donde algunos morían entre terribles sufrimientos; otros, por miedo al contagio, eran dejados en las calles, donde agonizaban hasta que les llegaba la muerte. Las autoridades ordenaron marcar con una cruz de cal las puertas de las casas en las que se había producido algún caso de peste. Insistieron en la higiene corporal, en que se evitara el contacto con los apestados, y ordenaron que los cadáveres se quemaran en grandes piras. Los ciudadanos se restregaron la piel hasta arrancársela y, quienes pudieron, permanecieron alejados de los enfermos. Sin embargo, nadie intentó hacer lo propio con las pulgas, y para extrañeza de médicos y autoridades, la enfermedad siguió transmitiéndose.

Transcurrieron las semanas, y Arnau y Maria, como mucha otra gente, siguieron acudiendo diariamente a Santa María para insistir en unas plegarias que el cielo no atendía. A su alrededor morían a causa de la epidemia amigos tan queridos como el buen padre Albert. La peste se ensañó en los ancianos Pere y Mariona, que no tardaron en morir bajo la funesta plaga. El obispo organizó una procesión de plegaria que debía recorrer todo el perímetro de la ciudad; saldría de la catedral y bajaría por la calle de la Mar hasta Santa María, donde se le uniría la Virgen de la Mar bajo palio, antes de seguir el trayecto previsto.

La Virgen esperaba en la plaza de Santa María, junto a los bastaixos que la cargarían. Los hombres se miraban unos a otros, mientras se preguntaban en silencio por los bastaixos ausentes. Nadie contestaba. Apretaban los labios y bajaban la mirada. Arnau recordó las grandes procesiones en las que habían portado a su patrona, en las que se peleaban por acercarse al paso. Los prohombres tenían que poner orden y establecer turnos para que todos pudieran acarrear a la Virgen, y ahora… no eran suficientes ni para… relevarse. ¿Tantos habían muerto? ¿Cuánto duraría aquello, Señora? El rumor de las plegarias del pueblo bajó por la calle de la Mar. Arnau miró la cabeza de la procesión: la gente andaba cabizbaja y arrastrando los pies. ¿Dónde estaban los nobles que con tanto boato se unían siempre al obispo? Cuatro de los cinco consejeros de la ciudad habían muerto; las tres cuartas partes de los miembros del Consejo de Ciento corrieron igual suerte. Los demás habían huido de la ciudad. Los bastaixos alzaron en silencio a su Virgen, la cargaron sobre sus hombros, dejaron pasar al obispo y se sumaron a la procesión y a las rogativas. Desde Santa María continuaron hasta el convento de Santa Clara pasando por la plaza del Born. En Santa Clara y pese al incienso de los sacerdotes, los asaltó el olor a carne quemada; muchos sustituyeron las oraciones por el llanto. A la altura del portal de San Daniel giraron hacia la izquierda en dirección al portal Nou y al monasterio de Sant Pere de les Puelles; sortearon algún que otro cadáver y evitaron mirar a los apestados que esperaban la muerte en las esquinas o frente a las puertas señaladas con una cruz blanca, que nunca volverían a abrirse ante ellos. «Señora -pensó Arnau con el paso sobre los hombros-, ¿por qué tanta desgracia?» Desde Sant Pere siguieron rezando hasta el portal de Santa Anna, donde volvieron a girar a la izquierda, en dirección al mar, hasta el barrio del Forn dels Arcs, y dirigirse de nuevo hacia la catedral.

Pero el pueblo empezó a dudar de la eficacia de la Iglesia y sus autoridades; rezaban hasta la extenuación y la peste continuaba haciendo estragos.

– Dicen que es el fin del mundo -se lamentó un día Arnau al entrar en su casa-. Barcelona entera ha enloquecido. Los flagelantes, se hacen llamar. -Maria estaba de espaldas a él. Arnau se sentó a la espera de que su mujer lo descalzase y continuó hablando-:Van por las calles a cientos, con el torso descubierto, gritan que se acerca el día del juicio final, confiesan sus pecados a los cuatro vientos y se flagelan la espalda con látigos. Algunos la tienen en carne viva y continúan…-Arnau acarició la cabeza de Maria, arrodillada frente a él. Ardía-. ¿Qué…?

Buscó la barbilla de su mujer con la mano. No podía ser. Ella no. Maria levantó unos ojos vidriosos hacia él. Sudaba y tenía el rostro congestionado. Arnau intentó levantarle más la cabeza para verle el cuello, pero ella hizo un gesto de dolor.

– ¡Tú no! -exclamó Arnau.

Maria, arrodillada, con las manos en las esparteñas de su esposo, miró fijamente a Arnau mientras las lágrimas empezaban a caer por sus mejillas.

– Dios, tú no. ¡Dios! -Arnau se arrodilló junto a ella.

– Vete, Arnau -balbuceó Maria-. No te quedes junto a mí.

Arnau intentó abrazarla, pero al cogerla por los hombros, Maria volvió a hacer una mueca de dolor.

– Ven -le dijo alzándola lo más suavemente que pudo. Maria, sollozando, volvió a insistir en que se fuera-. ¿Cómo voy a dejarte? Eres todo lo que tengo… ¡lo único que tengo! ¿Qué haría yo sin ti? Algunos se curan, Maria. Tú te curarás. Tú te curarás. -Intentando consolarla la llevó hasta la alcoba y la tumbó sobre la cama. Allí pudo ver su cuello, un cuello que recordó precioso y que ahora empezaba a ennegrecer-. ¡Un médico! -gritó abriendo la ventana y asomándose al balcón.