Nadie pareció oírle. Sin embargo, aquella misma noche, cuando las bubas empezaban a adueñarse del cuello de Maria, alguien marcó su puerta con una cruz de cal.
Arnau sólo pudo poner paños de agua fría sobre la frente de Maria. Tumbada en la cama, la mujer tiritaba. Incapaz de moverse sin sufrir terribles dolores, sus sordos quejidos erizaban el vello de Arnau. Maria tenía la vista perdida en el techo. Arnau vio cómo crecían las bubas del cuello y la piel se volvía negra. «Te quiero, Maria. ¿Cuántas veces habría querido decírtelo?» Le cogió la mano y se arrodilló junto a la cama. Así pasó la noche, agarrado a la mano de su mujer, tiritando y sudando con ella, clamando al cielo con cada espasmo que sufría Maria.
La amortajó con la mejor de las sábanas que tenían y esperó a que pasara el carro de los muertos. No la dejaría en la calle. Él mismo la entregaría a los funcionarios. Así lo hizo. Cuando oyó el cansino repiquetear de los cascos del caballo, cogió el cadáver de Maria y lo bajó hasta la calle.
– Adiós -le dijo besándola en la frente.
Los dos funcionarios, enguantados y con los rostros tapados con paños gruesos, miraron sorprendidos cómo Arnau destapaba la cara de Maria y la besaba. Nadie quería acercarse a los apestados, ni siquiera sus seres queridos, que los abandonaban en la calle o, como mucho, los llamaban a ellos para que los recogiesen en los lechos en que habían encontrado la muerte. Arnau entregó su esposa a los funcionarios, que, impresionados, intentaron dejarla con cuidado sobre la decena de cadáveres que portaban.
Con lágrimas en los ojos, Arnau miró cómo se alejaba el carro hasta que se perdió en las calles de Barcelona. Él sería el siguiente: entró en su casa y se sentó a esperar la muerte, deseoso de reunirse con Maria. Tres días enteros estuvo Arnau aguardando la llegada de la peste, palpándose constantemente el cuello en busca de una hinchazón que no llegaba. Las bubas no aparecieron y Arnau acabó convenciéndose de que, de momento, el Señor no lo llamaba a su lado, junto a su esposa.
Arnau caminó por la playa, pisoteando las olas que se acercaban a la ciudad maldita; vagó por Barcelona ajeno a la miseria, a los enfermos y a los sollozos que salían de las ventanas de las casas. Algo volvió a llevarle a Santa María. Las obras se habían interrumpido, los andamios estaban vacíos, las piedras descansaban en el suelo a la espera de que alguien las cincelase, pero la gente seguía acudiendo a la iglesia. Entró. Los fieles se congregaban alrededor del inacabado altar mayor, en pie o arrodillados sobre el suelo, rezando. Pese a que la iglesia todavía se hallaba abierta al cielo en los ábsides en construcción, el ambiente estaba cargado por el incienso que se quemaba para aplacar los olores de muerte que acompañaban al pueblo. Cuando iba a acercarse a su Virgen, un sacerdote se dirigió a los feligreses desde el altar mayor.
– Sabed -les dijo- que nuestro Sumo Pontífice, el papa Clemente VI, ha dictado una bula por la que exculpa a los judíos de ser los causantes de la plaga. La enfermedad es sólo una pestilencia con la que Dios aflige al pueblo cristiano. -Un murmullo de desaprobación se elevó entre los reunidos-. Rezad -continuó el sacerdote-, encomendaos al Señor…
Muchos de ellos abandonaron Santa Maria discutiendo a voz en grito.
Arnau hizo caso omiso del sermón y se dirigió hacia la capilla del Altísimo. ¿Los judíos? ¿Qué tenían que ver los judíos con la peste? Su pequeña Virgen lo esperaba en el mismo lugar que siempre. Los cirios de los bastaixos seguían acompañándola. ¿Quién los debía de haber encendido? Sin embargo, Arnau apenas lograba vislumbrar a su madre; una tupida nube de incienso se arremolinaba a su alrededor. No la vio sonreír. Quiso rezar pero no pudo. «¿Por qué lo has permitido, madre?» Las lágrimas volvieron a correr por sus mejillas al recordar a Maria, su sufrimiento, su cuerpo abandonado al dolor, las bubas que lo habían asolado. Había sido un castigo, pero era él quien lo merecía, él quien había pecado siendo infiel con Aledis.
Y allí, delante de la Virgen, juró que nunca volvería a dejarse llevar por la lujuria. Se lo debía a Maria. Pasara lo que pasara. Nunca.
– ¿Te ocurre algo, hijo? -oyó que le preguntaban. Arnau se volvió y se encontró con el sacerdote que hacía unos instantes se estaba dirigiendo a la feligresía-. Hola, Arnau -lo saludó tras ver que era uno de los bastaixos que se volcaban en Santa María-. ¿Te ocurre algo? -repitió. -Maria.
El sacerdote asintió con la cabeza.
– Recemos por ella -lo instó.
– No, padre -se opuso Arnau-, todavía no.
– Sólo en Dios podrás encontrar consuelo, Arnau. ¿Consuelo? ¿Cómo iba a encontrar consuelo en nada? Arnau trató de ver a su Virgen, pero el humo se lo volvió a impedir. -Recemos…-insistió el sacerdote.
– ¿Qué significa lo de los judíos? -lo interrumpió Arnau en busca de una salida.
– Toda Europa cree que la peste se debe a los judíos. -Arnau lo interrogó con la mirada-. Dicen que en Ginebra, en el castillo de Chillón, algunos judíos han confesado que la peste ha sido extendida por un judío de Savoy que envenenaba los pozos con una pócima preparada por los rabinos.
– ¿Es eso cierto? -le preguntó Arnau.
– No. El Papa los ha exculpado, pero la gente busca culpables. ¿Rezamos ahora?
– Hacedlo vos por mí, padre.
Arnau abandonó Santa María. En la plaza se encontró rodeado por un grupo de cerca de veinte flagelantes. «¡Arrepiéntete!», gritaba sin dejar de castigar sus espaldas con látigos. «¡Es el fin del mundo!», gritaron otros escupiéndole las palabras a la cara.
Arnau vio la sangre que corría por sus espaldas en carne viva y que bajaba por sus piernas, desnudas desde las caderas abrazadas por cilicios. Observó sus rostros y los ojos desorbitados que lo miraban. Escapó corriendo hacia la calle de Monteada hasta que los gritos se desvanecieron. Allí reinaba el silencio…, pero había algo. ¡Las puertas! Pocos de los grandes portalones de acceso a los palacios de la calle de Monteada mostraban la cruz blanca que estigmatizaba la mayoría de las puertas de la ciudad. Arnau se encontró frente al palacio de los Puig. Tampoco tenía la cruz blanca; las ventanas estaban cerradas y no se percibía actividad alguna dentro del edificio. Deseó que la peste los encontrase allí donde se hubieran refugiado, que sufrieran como había sufrido su Maria. Arnau huyó de allí con más prisa aun que al escapar de los flagelantes.
Cuando llegó al cruce de la calle Monteada con Carders, Arnau volvió a encontrarse con una muchedumbre exaltada, en este caso provista de palos, espadas y ballestas. «Están todos locos», pensó Arnau apartándose al paso de la gente. De poco habían servido los sermones que se pronunciaban en todas las iglesias de la ciudad. La bula de Clemente VI no había apaciguado los ánimos de un pueblo que necesitaba descargar su ira. «¡A la judería! -oyó que gritaban-. ¡Herejes! ¡Asesinos! ¡Arrepentios!» Los flagelantes también estaban allí, y seguían castigándose las espaldas, salpicando de sangre y exaltando a cuantos los rodeaban.
Arnau se puso a la cola de la horda, junto a quienes la seguían en silencio, entre los que pudo ver a algún que otro apestado. Toda Barcelona confluyó en la judería y rodeó por los cuatro costados el barrio semiamurallado. Unos se colocaron en el norte, junto al palacio del obispo; otros en poniente, frente a las antiguas murallas romanas de la ciudad; otros se emplazaron en la calle del Bisbe, con la que lindaba la judería por oriente, y los más, entre ellos el grupo al que seguía Arnau, en el sur, en la calle de la Boquería y frente al Castell Nou, donde estaba la entrada al barrio. El griterío era ensordecedor. El pueblo clamaba venganza, aunque de momento se limitaba a gritar frente a las puertas, mostrando sus palos y sus ballestas.
Arnau logró hacerse un sitio en la atestada escalera de la iglesia de Sant Jaume, la misma de la que los habían echado a él y a Joanet un lejano día, cuando buscaba a esa Virgen a la que llamar madre. Sant Jaume se alzaba justo frente a la muralla sur de la judería y desde allí, por encima de la gente, Arnau pudo ver qué ocurría. La guarnición de soldados reales, capitaneada por el veguer, estaba preparada para defender la judería. Antes de atacar, una comitiva de ciudadanos se acercó a parlamentar con el veguer, junto a la puerta entreabierta de la judería, para que retirase las tropas de su interior; los flagelantes gritaban y danzaban alrededor del grupo, y la muchedumbre seguía amenazando a los judíos, a los que ni siquiera veía.
– No se retirarán -oyó Arnau que aseguraba una mujer.
– Los judíos son propiedad del rey, sólo dependen del rey -asintió otro-. Si los judíos mueren, el rey perderá todos los impuestos que les cobra…
– Y todos los créditos que les pide a esos usureros.
– No sólo eso -intervino un tercero-; si se asalta la judería, el rey perderá hasta los muebles que los judíos les dejan a él y a su corte cuando viene a Barcelona.
– Los nobles tendrán que dormir en el suelo -se oyó gritar entre carcajadas.
Arnau no pudo reprimir una sonrisa.
– El veguer defenderá los intereses del rey -dijo la mujer.
Así fue. El veguer no cedió y cuando se dieron por finalizadas las conversaciones se encerró apresuradamente en el interior de la judería. Aquélla era la señal que esperaba la gente, y antes de que se hubiese cerrado la puerta, los más cercanos a las murallas se abalanzaron sobre ella al tiempo que una lluvia de palos, flechas y piedras empezaba a volar por encima de las murallas del barrio judío. El asalto había empezado.
Arnau vio cómo una turba de ciudadanos cegados por el odio se lanzaba sin orden ni concierto contra las puertas y las murallas de la judería. No había ningún mando; lo más parecido a una orden eran los gritos de los flagelantes que seguían torturándose al pie de las murallas y que incitaban a los ciudadanos a escalarlas y asesinar a los herejes. Muchos cayeron bajo las espadas de los soldados del rey en cuanto lograron coronar las murallas, pero la judería estaba sufriendo un asalto masivo por sus cuatro costados y muchos otros lograron superar a los soldados y enfrentarse cuerpo a cuerpo con los judíos.