Arnau permaneció en la escalera de Sant Jaume por espacio de dos horas. Los gritos de guerra de los combatientes le recordaron sus días de soldado: Bellaguarda y Castell-Rosselló. Los rostros de los que caían se confundieron con los de los hombres a los que un día dio muerte; el olor a sangre lo transportó al Rosellón, a la mentira que le llevó a aquella guerra absurda, a Aledis, a Maria…, y abandonó la atalaya desde la que había seguido la matanza.
Anduvo en dirección al mar pensando en Maria y en lo que le había llevado a refugiarse en la guerra. Sus pensamientos se vieron bruscamente interrumpidos. Estaba a la altura del Castell de Regomir, bastión de la antigua muralla romana, cuando unos gritos muy cercanos le obligaron a volver a la realidad.
– ¡Herejes!
– ¡Asesinos!
Arnau se topó con una veintena de personas armadas con palos y cuchillos que ocupaban toda la calle y que gritaban a algunas personas que debían de estar pegadas a la fachada de una de las casas. ¿Por qué no se limitaban a llorar a sus muertos? No se detuvo y se dispuso a atravesar el grupo de exaltados para continuar su camino. Mientras los apartaba a empellones, Arnau desvió un instante la mirada hacia el lugar que la gente rodeaba: en el quicio de la puerta de una casa, un esclavo moro, ensangrentado, intentaba proteger con su cuerpo a tres niños vestidos de negro con la rodela amarilla en el pecho. De pronto, Arnau se encontró entre el moro y los agresores. Se hizo el silencio y los niños asomaron sus caritas asustadas. Arnau los miró; lamentaba no haberle dado hijos a Maria. Una piedra voló hacia una de las cabecitas y rozó a Arnau. El moro se interpuso en su camino; la pedrada impactó en su estómago y lo dobló de dolor. La carita miró directamente a Arnau. A su mujer le encantaban los niños: le daba igual que fueran cristianos, moros o judíos. Los seguía con la mirada, en la playa, en las calles… Sus ojos los perseguían y después lo miraban a él…
– ¡Aparta! Sal de ahí -oyó Arnau a sus espaldas.
Arnau miró aquellos ojitos aterrados.
– ¿Qué queréis hacerles a estos niños? -preguntó.
Varios hombres, armados con cuchillos, se enfrentaron a él.
– Son judíos -le contestaron al unísono.
– ¿Y sólo por eso vais a matarlos? ¿No tenéis suficiente con sus padres?
– Han envenenado los pozos -contestó uno-. Mataron a Jesús. Matan a los niños cristianos para sus ritos herejes. Sí, les arrancan el corazón… Roban las sagradas hostias. -Arnau no escuchaba. Todavía olía la sangre de la judería…, la de Castell-Rosselló. Agarró del brazo al hombre que tenía más cerca y lo golpeó en la cara a la vez que se hacía con su cuchillo y lo encaraba hacia los demás.
– ¡Nadie hará daño a unos niños!
Los atacantes vieron cómo Arnau empuñaba el cuchillo, cómo; lo movía en círculo hacia ellos, cómo los miraba.
– Nadie hará daño a unos niños -repitió-. Id a luchar a la judería, contra los soldados, contra los hombres.
– Os matarán -oyó que le advertía el moro, ahora a sus espaldas.
– ¡Hereje! -le gritaron desde el grupo.
– ¡Judío!
Le habían enseñado a atacar primero, a pillar desprevenido al enemigo, a no permitir que su oponente se creciera, a asustarle. Arnau se lanzó a cuchilladas contra los más cercanos al grito de ¡ «¡Sant Jordi!». Clavó el puñal en el vientre del primero y giró sobre… sí mismo, lo que obligó a los que se abalanzaban sobre él a retroceder. El puñal sesgó el pecho de más de uno. Desde el suelo, uno de los atacantes lo apuñaló en la pantorrilla. Arnau lo miró, lo agarró del cabello, le echó hacia atrás la cabeza y lo degolló. La sangre manó a borbotones. Tres hombres yacían en el suelo y los í, demás empezaron a apartarse. «Huye cuando estés en desventaja», \ le habían aconsejado. Arnau hizo ademán de volver a lanzarse sobre ellos y la gente tropezó mientras intentaba alejarse de él. Con la mano izquierda, sin mirar hacia atrás, instó al moro a que se acercase y cuando notó el temblor de los niños en sus piernas, empezó a andar hacia el mar, de espaldas, sin perder de vista a los agresores.
– Os esperan en la judería -gritó a los asaltantes mientras seguía empujando a los niños.
Alcanzaron el antiguo portal del Castell de Regomir y echaron a correr. Arnau, sin mayores explicaciones, impidió que los niños se dirigieran hacia la judería.
¿Dónde podría esconder a unos niños? Arnau los guió hasta Santa María y se detuvo en seco ante la entrada principal. Desde donde estaban, a través de la obra inacabada, se alcanzaba a ver el interior.
– ¿No…, no pretenderéis meter a los niños en una iglesia cristiana? -le preguntó jadeando el esclavo.
– No -contestó Arnau-. Pero sí muy cerca de ella.
– ¿Por qué no nos habéis dejado volver a nuestras casas? -le preguntó a su vez la muchacha, a todas luces la mayor de los tres y mucho más entera que todos los demás tras la carrera.
Arnau se palpó la pantorrilla. La sangre manaba abundantemente.
– Porque vuestras casas están siendo asaltadas por la gente -le contestó-. Os culpan de la peste. Dicen que habéis envenenado los pozos. -Nadie dijo nada-. Lo siento -añadió Arnau.
El esclavo musulmán fue el primero en reaccionar:
– No podemos quedarnos aquí -dijo obligando a Arnau a dejar de examinarse la pierna-. Haced lo que creáis oportuno, pero esconded a los niños.
– ¿Y tú? -inquirió Arnau.
– Tengo que enterarme de qué es lo que ha sucedido con sus familias. ¿Cómo podré encontrarles?
– No podrás -contestó Arnau pensando en que en ese momento no podía mostrarle el camino del cementerio romano-. Yo te encontraré a ti. Ve a medianoche a la playa, frente a la pescadería nueva. -El esclavo asintió; cuando ya iban a separarse, Arnau añadió-: Si durante tres noches no has venido, te daré por muerto.
El musulmán asintió de nuevo y miró a Arnau con sus grandes ojos negros.
– Gracias -le dijo antes de salir corriendo en dirección a la judería.
El más pequeño de los niños intentó seguir al moro, pero Arnau lo agarró por los hombros.
Aquella primera noche el musulmán no se presentó a la cita. Arnau estuvo esperándolo durante más de una hora tras la medianoche; escuchaba el lejano rumor de- los tumultos de la judería y observaba la noche, coloreada de rojo por los incendios. Durante la espera tuvo tiempo de pensar en lo ocurrido a lo largo de aquella loca jornada.Tenía tres niños judíos escondidos en un antiguo cementerio romano bajo el altar mayor de Santa María, bajo su propia Virgen. La entrada al cementerio que en su día descubrieron él y Joanet seguía igual que la última vez que estuvieron allí. Todavía no se había construido la escalera de la puerta del Born y el entarimado de madera les permitió un fácil acceso; sin embargo, los guardias que vigilaban el templo, que estuvieron rondando durante casi una hora por la calle, les obligaron a esperar agazapados y en silencio la oportunidad de colarse bajo la tarima.
Los niños lo siguieron sin rechistar, hasta que tras recorrer el túnel, en la oscuridad, Arnau les dijo dónde se encontraban y les advirtió que no tocaran nada si no querían llevarse una desagradable sorpresa. Entonces los tres se echaron a llorar desconsoladamente y Arnau no supo cómo responder a aquellos llantos. Seguro que Maria habría sabido calmarlos.
– Sólo son muertos -les gritó-, y no de peste precisamente. ¿Qué preferís: estar aquí, vivos con los muertos, o fuera para que os maten? -Los llantos cesaron-. Ahora volveré a salir para ir a buscar una vela, agua y algo de comida. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo? -repitió ante su silencio.
– De acuerdo -oyó que respondía la niña.
– Vamos a ver, me he jugado la vida por vosotros y todavía me la voy a seguir jugando si alguien descubre que tengo a tres niños judíos escondidos bajo la iglesia de Santa María. No estoy dispuesto a seguir haciéndolo si cuando vuelva habéis desaparecido. ¿Qué decís? ¿Me esperaréis aquí o queréis volver a salir a la calle?
– Esperaremos -contestó decidida la niña.
A Arnau lo recibió una casa vacía. Se lavó y trató de curarse la pierna.Vendó la herida. Llenó de agua su viejo pellejo, cogió una linterna y aceite para cargarla, una hogaza de pan duro y carne salada y volvió renqueando a Santa María.
Los niños no se habían movido del extremo del túnel donde los había dejado. Arnau encendió la linterna y vio a tres cervatillos asustados que no respondieron a la sonrisa con que trató de calmarlos. La niña abrazaba a los otros dos. Los tres eran morenos, con el cabello largo y limpio, sanos, con los dientes blancos como la nieve y guapos, sobre todo la niña.
– ¿Sois hermanos? -se le ocurrió preguntar a Arnau.
– Nosotros somos hermanos -contestó de nuevo la niña, señalando al más pequeño-. Él es un vecino.
– Bueno, creo que después de todo lo que ha pasado y de lo que aún nos queda, deberíamos presentarnos. Me llamo Arnau.
La niña hizo los honores: ella se llamaba Raquel, su hermano Jucef y su vecino Saúl. Arnau siguió interrogándolos a la luz de la linterna, mientras los niños echaban fugaces miradas al interior del cementerio. Tenían trece, seis y once años. Habían nacido en Barcelona y vivían con sus padres en la judería, adonde regresaban cuando les asaltaron los salvajes de los que los defendió Arnau. El esclavo, al que siempre habían llamado Sahat, era propiedad de los padres de Raquel y Jucef, y si había dicho que iría a la playa, seguro que lo haría; jamás les había fallado.
– Bien -dijo Arnau tras las explicaciones-, creo que valdrá la pena que echemos una mirada a este lugar. Hace mucho tiempo, más o menos desde que tenía vuestra edad, que no he estado aquí, aunque no creo que nadie se haya movido. -Sólo él se rió.
De rodillas, se desplazó hasta el centro de la cueva iluminando el interior. Los niños permanecieron agazapados donde estaban, mirando con terror las tumbas abiertas y los esqueletos-. Esto es lo mejor que se me ha ocurrido -se excusó al percatarse de su expresión de pánico-. Seguro que aquí nadie nos podrá encontrar mientras esperamos a que se calme…
– ¿Y qué pasará si matan a nuestros padres? -lo interrumpió Raquel.
– No pienses en eso. Seguro que no les sucederá nada. Mirad, venid aquí. Aquí hay un espacio sin tumbas y es lo suficientemente grande para que podamos caber todos. ¡Vamos! -Tuvo que insistir apremiándolos con gestos.