– ¿Quién le contaría a tu hijo mis batallas?
Hasdai sonrió y le ofreció una mano que Arnau estrechó.
Castell-Rosselló era una fortaleza impresionante… El pequeño Jucef se sentaba frente a Arnau, en el suelo del jardín trasero de los Crescas, con las piernas cruzadas y los ojos completamente abiertos, y saboreaba una y otra vez las historias de guerra del bastaix, atento en el asedio, inquieto en la pelea, sonriente en la victoria.
– Los defensores lucharon con valor -le contaba-, pero los soldados del rey Pedro fuimos superiores…
Cuando terminaba, Jucef insistía para que repitiera otra de sus historias. Arnau le contaba tanto relatos verdaderos como inventados. «Yo sólo ataqué dos castillos -había estado a punto de confesarle-; los demás días de guerra nos dedicamos a saquear y destruir granjas y cosechas…, salvo las higueras.»
– ¿Te gustan los higos, Jucef? -le preguntó en una ocasión recordando los retorcidos troncos que se alzaban en medio de la destrucción total.
– Ya basta, Jucef-le advirtió su padre, que acababa de llegar al jardín, ante la insistencia del pequeño en que Arnau le contara otra batalla-.Vete a dormir. -Jucef, obediente, se despidió de su padre y de Arnau-. ¿Por qué le has preguntado al niño si le gustan los higos?
– Es una larga historia.
Sin decir palabra, Hasdai se sentó frente a él en una silla. «Cuén-tamela», le dijo con la mirada.
– Arrasamos con todo…-le confesó Arnau tras relatarle brevemente los antecedentes-, salvo con las higueras. Absurdo, ¿verdad? Dejábamos los campos yermos y, en medio de ellos, en medio de tanta destrucción, una solitaria higuera nos miraba preguntándonos qué estábamos haciendo.
Arnau se perdió en sus recuerdos y Hasdai no se atrevió a interrumpirlo.
– Fue una guerra sin sentido -añadió al fin el bastaix.
– Al año siguiente -dijo Hasdai-, el rey recuperó el Rosellón. Jaime de Mallorca se arrodilló descubierto ante él y rindió sus ejércitos. Quizá esa primera guerra en la que tú estuviste sirviera para…
– Para matar de hambre a los payeses, a los niños y a los humildes -lo interrumpió Arnau-. Quizá sirvió para que el ejército de Jaime no tuviera provisiones, pero para eso debieron morir muchas gentes humildes, te lo aseguro. No somos más que juguetes en manos de los nobles. Deciden sobre sus asuntos sin importarles cuántas muertes o cuánta miseria puedan acarrear a los demás.
Hasdai suspiró.
– Si yo te contara, Arnau. Nosotros somos propiedad real, somos suyos…
– Yo fui a la guerra a luchar y terminé quemando las cosechas de los humildes.
Los dos hombres se quedaron pensativos durante unos instantes.
– ¡Bueno! -exclamó Arnau rompiendo el silencio-, ya conoces por qué la historia de las higueras.
Hasdai se levantó y palmeó a Arnau en el hombro. Después lo invitó a entrar en la casa.
– Ha refrescado -le dijo mirando al cielo.
Cuando Jucef los dejaba solos, Arnau y Raquel solían conversar en el pequeño jardín de los Crescas. No hablaban de la guerra; Arnau le contaba cosas de su vida de bastaix y de Santa María.
– Nosotros no creemos en Jesucristo como el Mesías; el Mesías todavía no ha llegado y el pueblo judío espera su venida -le contó en una ocasión Raquel.
– Dicen que vosotros lo matasteis.
– ¡No es cierto! -contestó ella, ofuscada-. ¡Es a nosotros a los que siempre nos han matado y expulsado de donde estuviésemos!
– Dicen -insistió Arnau- que en la Pascua sacrificáis a un niño cristiano y os coméis su corazón y sus miembros para cumplir con vuestros ritos.
Raquel negó con la cabeza.
– ¡Eso es una tontería! Tú has comprobado que no podemos comer carne que no sea kosher y que nuestra religión nos prohibe ingerir sangre, ¿qué íbamos a hacer con el corazón de un niño, con sus brazos o con sus piernas? Tú ya conoces a mi padre y al padre de Saúl; ¿los crees capaces de comerse a un niño?
Arnau recordó el rostro de Hasdai y escuchó de nuevo sus sabias palabras; rememoró su prudencia y el cariño que brillaba en su rostro cuando miraba a sus hijos. ¿Cómo iba aquel hombre a comer el corazón de un niño?
– ¿Y la hostia? -preguntó-; dicen también que las robáis para torturarlas y revivir el sufrimiento de Jesucristo.
Raquel gesticuló con las manos.
– Los judíos no creemos en la transubs… -Hizo un gesto de contrariedad. ¡Siempre se trababa con aquella palabra cuando hablaba con su padre!-. Transubstanciación -repitió de corrido.
– ¿En la qué?
– En la transubs… tanciación. Para vosotros significa que vuestro Jesucristo está en la hostia, que la hostia es realmente el cuerpo de Cristo. Nosotros no creemos en eso. Para los judíos vuestra hostia no es más que un pedazo de pan. Sería bastante absurdo por nuestra parte torturar a un simple pedazo de pan.
– Entonces, ¿nada de lo que se os acusa es cierto?
– Nada.
Arnau quería creer a Raquel. La muchacha lo miraba con los ojos abiertos de par en par implorándole que alejase de su mente los prejuicios con que los cristianos difamaban a su comunidad y sus creencias.
– Pero sois usureros. Eso sí que no podéis negarlo.
Raquel iba a contestar cuando oyeron la voz de su padre.
– No. No somos usureros -intervino Hasdai Crescas acercándose a ellos y tomando asiento junto a su hija-; al menos no lo somos tal como lo cuentan. -Arnau permaneció en silencio a la espera de una explicación-. Mira, hasta hace poco más de un siglo, en el año 1230, los cristianos también prestaban dinero con intereses. Tanto judíos como cristianos lo hacíamos, pero un decreto de vuestro papa Gregorio IX prohibió a los cristianos el préstamo con intereses y, a partir de entonces, sólo los judíos y algunas otras comunidades como los lombardos continuamos practicándolo. Durante mil doscientos años los cristianos habéis prestado dinero con intereses. Lleváis poco más de cien años sin hacerlo, oficialmente -Hasdai remarcó la palabra-, y resulta que somos unos usureros.
– ¿Oficialmente?
– Sí, oficialmente. Hay muchos cristianos que prestan dinero con intereses a través de nosotros. En cualquier caso quisiera explicarte por qué lo hacemos. En todas las épocas y en todos los lugares los judíos siempre hemos dependido directamente del rey. A lo largo de los tiempos nuestra comunidad ha sido expulsada de muchos países; lo fue de nuestra propia tierra, después lo fue de Egipto, más tarde, en 1183, de Francia, y pocos años después, en 1290, de Inglaterra. Las comunidades judías tuvieron que emigrar de un país a otro, dejar atrás todas sus pertenencias y suplicar a los reyes de los países a los que se dirigían, permiso para establecerse. En respuesta, los reyes, como sucede con los vuestros, suelen apropiarse de la comunidad judía y nos exigen grandes contribuciones para sus guerras y sus gastos. Si no obtuviéramos beneficios de nuestro dinero no podríamos cumplir con las desorbitadas exigencias de vuestros reyes y nos volverían a expulsar de donde nos encontramos.
– Pero no sólo prestáis dinero a los reyes -insistió Arnau.
– No. Cierto. ¿Y sabes por qué? -Arnau negó con la cabeza-. Porque los reyes no devuelven nuestros préstamos; muy al contrario, nos piden más y más préstamos para sus guerras y sus gastos. De alguna parte tenemos que sacar el dinero para prestárselo, cuando no para contribuir graciosamente, sin que sea un préstamo.
– ¿No podéis negaros?
– Nos echarían… o, lo que sería peor, no nos defenderían de los cristianos como hace unos días. Moriríamos todos. -En esta ocasión Arnau asintió en silencio frente a la satisfecha mirada de Raquel, que comprobaba cómo su padre lograba convencer al bastaix. El mismo había visto a los encolerizados barceloneses clamando contra los judíos-. En cualquier caso piensa que tampoco prestamos dinero a aquellos cristianos que no sean mercaderes o que no tengan oficio de comprar y vender. Hace casi cien años que vuestro rey Jaime I el Conquistador promulgó un usat-ge por el que cualquier escritura de comanda o de depósito efectuada por un cambista judío a alguien que no sea mercader se considera falsa y simulada por los judíos, por lo que no se puede actuar contra aquellos que no sean mercaderes. No podemos hacer escrituras de comanda o depósito a alguien que no sea mercader, puesto que no las cobraríamos nunca.
– ¿Y qué diferencia hay?
– Toda, Arnau, toda. Los cristianos os enorgullecéis de no prestar dinero con intereses siguiendo las órdenes de vuestra Iglesia, y es cierto que no lo hacéis, cuando menos a las claras. Sin embargo, hacéis lo mismo pero lo llamáis de otra manera. Mira, hasta que la Iglesia prohibió los préstamos con interés entre los cristianos, los negocios funcionaron como lo hacen ahora entre los judíos y los mercaderes: había cristianos con mucho dinero que prestaban a otros cristianos, mercaderes, y a los que éstos les devolvían el capital con los intereses.
– ¿Qué sucedió cuando se prohibió el préstamo con intereses?
– Pues muy sencillo. Como siempre, los cristianos le disteis la vuelta a la norma de la Iglesia. Era evidente que ningún cristiano que tuviese dinero lo iba a prestar a otro sin obtener un beneficio, como se pretendía. Para eso se lo quedaba él y no corría riesgo alguno. Entonces los cristianos os inventasteis un negocio que se llama la comanda; ¿has oído hablar de ella?
– Sí -reconoció Arnau-. En el puerto se habla mucho de las comandas cuando llega un barco con mercaderías, pero la verdad es que nunca lo he entendido.
– Pues es muy sencillo. La comanda no es más que un préstamo con interés… disfrazado. Hay un comerciante, un cambista por lo general, que entrega dinero a un mercader para que compre o venda alguna mercancía. Cuando el mercader ha ultimado el negocio, tiene que devolver al cambista la misma cantidad que ha recibido más una parte de las ganancias que ha obtenido. Es lo mismo que el préstamo con intereses pero llamado de otra manera: comanda. El cristiano que entrega ese dinero obtiene un beneficio por su dinero, que es lo que prohibe la Iglesia: la obtención de beneficios por el dinero y no por el trabajo del hombre. Los cristianos seguís haciendo exactamente lo mismo que hace cien años, antes de que se prohibiesen los intereses, sólo que con otro nombre. Resulta que si nosotros prestamos dinero para un negocio somos unos usureros, pero si lo hace un cristiano a través de una comanda, no lo es.