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– Guillem calló de repente-. Lo siento…, no quería…

Arnau sonrió.

– No te preocupes -lo tranquilizó.

Arnau subió a su habitación y se vistió con sus mejores ropas, lentamente. Al final Guillem había logrado convencerlo de que se las comprase.

– Una persona de prestigio como tú -le había dicho- no puede presentarse mal vestido en la lonja o el consulado. El rey así lo ordena, incluso vuestros santos; san Vicente, por ejemplo…

Arnau lo hizo callar, pero cedió. Se puso una gonela blanca sin mangas, de tela de Malinas, forrada de piel, una cota hasta las rodillas, de seda roja damasquinada, medias negras y zapatos de seda negros. Con un ancho cinturón bordado en hilo de oro y perlas se ciñó la cota a la cintura. Arnau completó su atuendo con un fantástico manto negro que le consiguió Guillem de una expedición de más allá de Dacia, forrado de armiño y bordado en oro y piedras preciosas.

Guillem asintió cuando le vio cruzar la mesa. Mar fue a decir algo, pero finalmente calló. Vio que Arnau salía por la puerta; después corrió hacia ella y desde la calle miró cómo se dirigía hacia la playa, con el manto ondeando por la brisa marina que subía hacia Santa María y las piedras preciosas envolviéndolo en destellos.

– ¿Adonde va Arnau? -le preguntó a Guillem tras regresar a la mesa y sentarse en una de las sillas de cortesía, frente a él.

– A cobrar una deuda.

– Debe de ser muy importante.

– Mucho, Mar -Guillem frunció los labios-; sin embargo, éste va a ser sólo el primer pago.

Mar empezó a juguetear con el abaco de marfil. ¿Cuántas veces, escondida en la cocina, asomando la cabeza, había visto cómo Arnau trabajaba con él? Serio, concentrado, moviendo los dedos sobre las bolas y anotando en los libros. Mar se sacudió el escalofrío que recorrió su espina dorsal.

– ¿Te pasa algo? -inquirió Guillem.

– No…, no.

¿Y por qué no contárselo? Guillem podría entenderla, se dijo la chica. Excepto Donaha, que escondía una sonrisa cada vez que ella iba a la cocina para espiar a Arnau, nadie más lo sabía. Todas las muchachas que se reunían en casa del mercader Escales hablaban de lo mismo. Algunas incluso estaban prometidas, y no cesaban de elogiar las virtudes de sus futuros esposos. Mar las escuchaba y eludía las preguntas que le hacían. ¿Cómo hablar de Arnau? ¿Y si llegaba a enterarse? Arnau tenía treinta y cinco años y ella sólo catorce. ¡Había una muchacha a la que habían prometido a un hombre mayor que Arnau! Le hubiera gustado poder contárselo a alguien. Sus amigas podían hablar de dinero, de porte, de atractivo, de hombría o generosidad, pero ¡Arnau los superaba a todos! ¿Acaso no contaban los bastaixos, a quienes Mar veía en la playa, que Arnau había sido uno de los soldados más valientes del ejército del rey Pedro? Mar había descubierto las viejas armas de Arnau, su ballesta y su puñal, en el fondo de un baúl, y cuando estaba sola las cogía y las acariciaba, imaginándoselo rodeado de enemigos, luchando como le habían contado los bastaixos que hacía.

Guillem se fijó en la muchacha. Mar tenía la yema de un dedo sobre una de las bolas de marfil del abaco. Estaba quieta, con la mirada perdida. ¿Dinero? A espuertas. Toda Barcelona lo sabía.Y en cuanto a bondad…

– ¿Seguro que no te pasa nada? -volvió a preguntarle sobresaltándola.

Mar enrojeció. Donaha decía que cualquiera podía leer sus pensamientos, que llevaba el nombre de Arnau en los labios, en los ojos, en todo su rostro. ¿Y si Guillem los había leído?

– No… -repitió-, seguro.

Guillem movió las bolas del abaco y Mar le sonrió… ¿con tristeza? ¿Qué pasaba por la mente de la muchacha? Quizá fra Joan tuviera razón; ya estaba en edad nubil, era una mujer encerrada con dos hombres…

Mar apartó el dedo del abaco.

– Guillem.

– Dime.

Calló.

– Nada, nada -dijo al fin levantándose.

Guillem la siguió con la mirada mientras abandonaba la mesa; le molestaba, pero probablemente el fraile tuviera razón.

Se acercó a ellos. Había andado hasta la orilla mientras los barcos, tres galeras y un ballenero, entraban en el puerto. El ballenero era de su propiedad. Isabel, de negro, sosteniendo el sombrero con una mano, y sus hijastros Josep y Genis, a su lado, todos de espaldas a él, miraban la entrada de las naves. «No traen vuestro consuelo», pensó Arnau.

Bastaixos, barqueros y mercaderes callaron al ver pasar a Arnau vestido de gala.

«¡Mírame, arpía!» Arnau esperó a algunos pasos de la orilla. «¡Mírame! La última vez que lo hiciste…» La baronesa se volvió, lentamente; después lo hicieron sus hijos. Arnau respiró hondo. «La última vez que lo hiciste, mi padre colgaba por encima de mi cabeza.»

Bastaixos y barqueros murmuraron entre sí.

– ¿Deseas algo, Arnau? -le preguntó uno de los prohombres.

Arnau negó con la cabeza, la vista fija en los ojos de la mujer. La gente se apartó y éste quedó frente a la baronesa y sus primos.

Volvió a respirar hondo. Clavó los ojos en los de Isabel, sólo unos instantes; luego paseó la mirada por sus primos, miró hacia los barcos y sonrió.

Los labios de la mujer se contrajeron antes de volverse hacia el mar, siguiendo la dirección marcada por Arnau. Cuando miró de nuevo hacia él, fue para ver cómo se alejaba; las piedras de su capa refulgían.

Joan seguía empeñado en casar a Mar y propuso varios candidatos; no le fue difícil encontrarlos. Con sólo hablar de la cuantía de la dote de Mar, nobles y mercaderes acudieron a su llamada, pero… ¿cómo decírselo a la chica? Joan se ofreció a hacerlo, pero cuando Arnau lo comentó con Guillem, el moro se opuso rotundamente.

– Debes hacerlo tú -dijo-. No un fraile al que apenas conoce.

Desde que Guillem se lo dijo, Arnau perseguía a Mar con la mirada allá donde la muchacha se encontrara. ¿La conocía? Hacía años que convivían pero en realidad era Guillem quien se había ocupado de ella. Él simplemente se había limitado a disfrutar de su presencia, de sus risas y sus bromas. Jamás había hablado con ella de ningún asunto serio.Y ahora, cada vez que pensaba en acercarse a la muchacha y pedirle que lo acompañara a dar un paseo por la playa o, ¿por qué no?, a Santa María, cada vez que pensaba en decirle que tenían que tratar un tema serio, se encontraba con una mujer desconocida… y dudaba, hasta que ella lo sorprendía mirándola, y sonreía. ¿Dónde estaba la niña que se columpiaba sobre sus hombros?

– No deseo casarme con ninguno de ellos -les contestó.

Arnau y Guillem se miraron. Al final había acudido a él.

– Tienes que ayudarme -le pidió.

Los ojos de Mar se iluminaron cuando le hablaron de matrimonio, los dos tras la mesa de cambio, ella enfrente, como si de una operación mercantil se tratara. Pero después negó con la cabeza ante cada uno de los cinco candidatos que les había propuesto fra Joan.

– Pero, niña -intervino Guillem-, tienes que elegir alguno. Cualquier muchacha estaría orgullosa de los nombres que hemos mencionado.

Mar volvió a negar con la cabeza.

– No me gustan.

– Pues algo habrá que hacer -dijo de nuevo Guillem, dirigiéndose a Arnau.

Arnau miró a la muchacha. Estaba a punto de llorar. Escondía el rostro, pero el temblor de su labio inferior y la respiración agitada la delataban. ¿Por qué reaccionaba así una muchacha a la que le acababan de proponer tales hombres? El silencio se prolongó. Al final, Mar levantó la mirada hacia Arnau, apenas un imperceptible movimiento de sus párpados. ¿Por qué hacerla sufrir?

– Seguiremos buscando hasta encontrar alguno que le guste -le contestó a Guillem-. ¿Estás de acuerdo, Mar?

La muchacha asintió con la cabeza, se levantó y se fue, dejando tras de sí a los dos hombres.

Arnau suspiró.

– ¡Y yo que creía que lo difícil sería decírselo!

Guillem no contestó. Continuaba con la vista fija en la puerta de la cocina, por donde había desaparecido Mar. ¿Qué sucedía? ¿Qué escondía su niña? Había sonreído al oír la palabra matrimonio, lo había mirado con ojos chispeantes, y después…

– Verás cómo se pone Joan cuando se entere -añadió Arnau. Guillem se volvió hacia Arnau pero se contuvo a tiempo. ¿Qué importaba lo que pensara el fraile?

– Tienes razón. Lo mejor será que sigamos buscando.

Arnau se volvió hacia Joan.

– Por favor -le dijo-, no es el momento.

Había entrado en Santa María para calmarse. Las noticias no eran buenas y allí, con su Virgen, con el constante repiqueteo de los operarios, con la sonrisa de todos cuantos trabajaban en la obra, se sentía a gusto. Pero Joan lo había encontrado y se había pegado a su espalda. Mar por aquí, Mar por allá, Mar por acullá. ¡Además, no le concernía!

– ¿Qué razones puede tener para oponerse al matrimonio? -insistió Joan.

– No es el momento, Joan -repitió Arnau.

– ¿Por qué?

– Porque nos acaban de declarar otra guerra. -El fraile se sobresaltó-. ¿No lo sabías? El rey Pedro el Cruel de Castilla nos acaba de declarar la guerra.

– ¿Por qué?

Arnau negó con la cabeza.

– Porque desde hace tiempo tenía ganas de hacerlo -bramó moviendo los brazos-. La excusa ha sido que nuestro almirante, Francesc de Perellós, ha apresado frente a las costas de Sanlúcar dos naves genovesas que transportaban aceite. El castellano ha exigido su liberación y, como el almirante ha hecho oídos sordos, nos ha declarado la guerra. Ese hombre es peligroso -murmuró Arnau-.Tengo entendido que se ha ganado a pulso su apelativo; es rencoroso y vengativo. ¿Te das cuenta, Joan? En este momento estamos en guerra contra Genova y Castilla a la vez. ¿Te parece el momento de andar a vueltas con la muchacha? -Joan titubeó. Se encontraban bajo la piedra de clave de la tercera bóveda de la nave central, rodeados de los andamiajes de los que saldrían las nervaduras-. ¿Te acuerdas? -le preguntó Arnau señalando hacia la piedra de clave. Joan levantó la mirada y asintió. ¡Sólo eran unos niños cuando vieron cómo izaban la primera! Arnau esperó unos instantes y continuó-: Cataluña no va a poder soportar esto. Todavía estamos pagando la campaña contra Cerdeña y ya se nos abre otro frente.

– Creía que los comerciantes erais partidarios de las conquistas.

– Castilla no nos abrirá ninguna ruta comercial. La situación es mala, Joan. Guillem tenía razón. -El fraile torció el gesto al oír el nombre del moro-. No acabamos de conquistar Cerdeña y los corsos ya se han sublevado; lo hicieron en cuanto el rey abandonó la isla. Estamos en guerra contra dos potencias y el rey ha agotado todos sus recursos; ¡hasta los consejeros de la ciudad parecen haberse vuelto locos!